Narrativas hispánicas
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

  1. 200 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

El mundo de Mariana Enriquez no tiene por qué ser el nuestro, y, sin embargo, lo termina siendo. Bastan pocas frases para pisarlo, respirarlo y no olvidarlo gracias a una viveza emocional insólita. Con la cotidianidad hecha pesadilla, el lector se despierta abatido, perturbado por historias e imágenes que jamás conseguirá sacarse de la cabeza. Las autodenominadas «mujeres ardientes», que protestan contra una forma extrema de violencia doméstica que se ha vuelto viral; una estudiante que se arranca las uñas y las pestañas, y otra que intenta ayudarla; los años de apagones dictados por el gobierno durante los cuales se intoxican tres amigas que lo serán hasta que la muerte las separe; el famoso asesino en serie llamado Petiso Orejudo, que sólo tenía nueve años; hikikomori, magia negra, los celos, el desamor, supersticiones rurales, edificios abandonados o encantados... En estos once cuentos el lector se ve obligado a olvidarse de sí mismo para seguir las peripecias e investigaciones de cuerpos que desaparecen o bien reaparecen en el momento menos esperado. Ya sea una trabajadora social, una policía o un guía turístico, los protagonistas luchan por apadrinar a seres socialmente invisibles, indagando así en el peso de la culpa, la compasión, la crueldad, las dificultades de la convivencia, y en un terror tan hondo como verosímil. Mariana Enriquez es una de las narradoras más valientes y sorprendentes del siglo XXI, no sólo de la nueva literatura argentina a cargo de escritores nacidos durante la dictadura sino de la literatura de cualquier país o lengua. Mariana Enriquez transforma géneros literarios en recursos narrativos, desde la novela negra hasta el realismo sucio, pasando por el terror, la crónica y el humor, y ahonda con dolor y belleza en las raíces, las llamas y las tinieblas de toda existencia.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Narrativas hispánicas de Mariana Enriquez en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2016
ISBN
9788433936875
Categoría
Literatura

EL CHICO SUCIO

Mi familia cree que estoy loca porque elegí vivir en la casa familiar de Constitución, la casa de mis abuelos paternos, una mole de piedra y puertas de hierro pintadas de verde sobre la calle Virreyes, con detalles art déco y antiguos mosaicos en el suelo, tan gastados que, si se me ocurriera encerar los pisos, podría inaugurar una pista de patinaje. Pero yo siempre estuve enamorada de esta casa y, de chica, cuando se la alquilaron a un buffet de abogados, recuerdo mi malhumor, cuánto extrañaba estas habitaciones de ventanas altas y el patio interno que parecía un jardín secreto, mi frustración porque, cuando pasaba por la puerta, ya no podía entrar libremente. No extrañaba tanto a mi abuelo, un hombre callado que apenas sonreía y nunca jugaba. Ni siquiera lloré cuando murió. Lloré mucho más cuando, después de su muerte, perdimos la casa, al menos por unos años.
Después de los abogados llegó un equipo de odontólogos y, finalmente, fue alquilada a una revista de viajes que cerró en menos de dos años. La casa era hermosa y cómoda y estaba en notables buenas condiciones teniendo en cuenta su antigüedad; pero ya nadie, o muy pocos, querían establecerse en el barrio. La revista de viajes lo hizo sólo porque el alquiler, para entonces, era muy barato. Pero ni eso los salvó de la rápida bancarrota y ciertamente no ayudó que robaran en las oficinas: se llevaron todas las computadoras, un horno a microondas, hasta una pesada fotocopiadora.
Constitución es el barrio de la estación de trenes que vienen del sur a la ciudad. Fue, en el siglo XIX, una zona donde vivía la aristocracia porteña, por eso existen estas casas, como la de mi familia –y hay muchas más mansiones convertidas en hoteles o asilos de ancianos o en derrumbe del otro lado de la estación, en Barracas–. En 1887 las familias aristocráticas huyeron hacia el norte de la ciudad escapando de la fiebre amarilla. Pocas volvieron, casi ninguna. Con los años, familias de comerciantes ricos, como la de mi abuelo, pudieron comprar las casas de piedra con gárgolas y llamadores de bronce. Pero el barrio quedó marcado por la huida, el abandono, la condición de indeseado.
Y está cada vez peor.
Pero si uno sabe moverse, si entiende las dinámicas, los horarios, no es peligroso. O es menos peligroso. Yo sé que los viernes por la noche, si me acerco a la plaza Garay, puedo quedar atrapada en alguna pelea entre varios contrincantes posibles: los mininarcos de la calle Ceballos que defienden su territorio de otros ocupantes y persiguen a sus perpetuos deudores; los adictos que, descerebrados, se ofenden por cualquier cosa y reaccionan atacando con botellas; las travestis borrachas y cansadas que también defienden su baldosa. Sé que, si vuelvo a mi casa caminando por la avenida, estoy más expuesta a un robo que si regreso por la calle Solís, y eso a pesar de que la avenida está muy iluminada y Solís es oscura porque tiene pocas lámparas y muchas están rotas: hay que conocer el barrio para aprender estas estrategias. Dos veces me robaron en la avenida, las dos, chicos que pasaron corriendo y me arrancaron el bolso y me tiraron al suelo. La primera vez hice la denuncia a la policía; la segunda vez ya sabía que era inútil, que la policía les tenía permitido robar en la avenida, con límite en el puente de la autopista –tres cuadras liberadas–, como intercambio de los favores que los adolescentes hacían para ellos. Hay algunas claves para poder moverse con tranquilidad en este barrio y yo las manejo perfectamente, aunque, claro, lo impredecible siempre puede suceder. Es cuestión de no tener miedo, de hacerse con algunos amigos imprescindibles, de saludar a los vecinos aunque sean delincuentes –especialmente si son delincuentes–, de caminar con la cabeza alta, prestando atención.
Me gusta el barrio. Nadie entiende por qué. Yo sí: me hace sentir precisa y audaz, despierta. No quedan muchos lugares como Constitución en la ciudad, que, salvo por las villas de la periferia, está más rica, más amable, intensa y enorme, pero fácil para vivir. Constitución no es fácil y es hermoso, con todos esos rincones que alguna vez fueron lujosos, como templos abandonados y vueltos a ocupar por infieles que ni siquiera saben que, entre estas paredes, alguna vez se escucharon alabanzas a viejos dioses.
También vive mucha gente en la calle. No tanta como en la plaza Congreso, a unos dos kilómetros de mi puerta; ahí hay un verdadero campamento, justo frente a los edificios legislativos, prolijamente ignorado pero al mismo tiempo tan visible que, cada noche, hay cuadrillas de voluntarios que le dan de comer a la gente, chequean la salud de los chicos, reparten frazadas en invierno y agua fresca en verano. En Constitución la gente de la calle está más abandonada, pocas veces llega ayuda. Frente a mi casa, en una esquina que alguna vez fue una despensa y ahora es un edificio tapiado para que nadie pueda ocuparlo, las puertas y ventanas bloqueadas con ladrillos, vive una mujer joven con su hijo. Está embarazada, de unos pocos meses, aunque nunca se sabe con las madres adictas del barrio, tan delgadas. El hijo debe tener unos cinco años, no va a la escuela y se pasa el día en el subterráneo, pidiendo dinero a cambio de estampitas de San Expedito. Lo sé porque una noche, cuando volvía a casa desde el centro, lo vi en el vagón. Tiene un método muy inquietante: después de ofrecerles la estampita a los pasajeros, los obliga a darle la mano, un apretón breve y mugriento. Los pasajeros contienen la pena y el asco: el chico está sucio y apesta, pero nunca vi a nadie lo suficientemente compasivo como para sacarlo del subte, llevárselo a su casa, darle un baño, llamar a asistentes sociales. La gente le da la mano y le compra la estampita. Él tiene el ceño siempre fruncido y, cuando habla, la voz cascada; suele estar resfriado y a veces fuma con otros chicos del subte o del barrio de Constitución.
Una noche, caminamos juntos desde la estación de subte hasta mi casa. No me habló pero nos acompañamos. Le pregunté algunas tonterías, su edad, su nombre; no me contestó. No era un chico dulce ni tierno. Cuando llegué a la puerta de mi casa, sin embargo, me saludó.
–Chau, vecina –me dijo.
–Chau, vecino –le contesté.
El chico sucio y su madre duermen sobre tres colchones tan gastados que, apilados, tienen el mismo alto que un somier común. La madre guarda la poca ropa en varias bolsas de basura negras y tiene una mochila llena de otras cosas que nunca alcanzo a distinguir. Ella no se mueve de la esquina y desde ahí pide plata con una voz lúgubre y monótona. La madre no me gusta. No sólo por su irresponsabilidad, porque fuma paco y la ceniza le quema la panza de embarazada o porque jamás la vi tratar con amabilidad a su hijo, el chico sucio. Hay algo más que no me gusta. Se lo decía a mi amiga Lala mientras ella me cortaba el pelo en su casa, el último lunes feriado. Lala es peluquera, pero hace rato que no trabaja en un salón: no le gustan los jefes, dice. Gana más dinero y tiene más tranquilidad en su departamento. Como peluquería, el departamento de Lala tiene algunos problemas. El agua caliente, por ejemplo, que llega de manera intermitente porque el calefón le funciona pésimo y a veces, cuando me está lavando el pelo después de la tintura, recibo un chorro de agua fría sobre la cabeza que me hace gritar. Ella pone los ojos en blanco y explica que todos los plomeros la engañan, le cobran de más, nunca vuelven. Le creo.
–Esa mujer es un monstruo, chiquita –grita mientras casi me quema el cuero cabelludo con su antiguo secador de pelo. También me hace doler cuando acomoda las mechas con sus dedos anchos. Hace años que Lala decidió ser mujer y brasileña, pero había nacido varón y uruguayo. Ahora es la mejor peluquera travesti del barrio y ya no se prostituye; fingir el acento portugués le resultaba muy útil para seducir hombres cuando era puta en la calle, pero ahora no tiene sentido. Igual, está tan acostumbrada que a veces habla por teléfono en portugués o, cuando se enoja, levanta los brazos hacia el techo y le reclama venganza o piedad a la Pomba Gira, su exú personal, para quien tiene un pequeño altar en el rincón de la sala donde corta el pelo, justo al lado de la computadora, que está encendida en chat perpetuo.
–A vos también te parece un monstruo, entonces.
–Me da escalofríos, mami. Está como maldecida, yo no sé.
–¿Por qué lo decís?
–Yo no digo nada. Pero acá en el barrio dicen que hace cualquier cosa por plata, que hasta va a reuniones de brujos.
–Ay, Lala, qué brujos. Acá no hay brujos, no te creas cualquier cosa.
Me dio un tirón de pelo que me pareció intencionado, pero pidió perdón. Fue intencionado.
–Qué sabrás vos de lo que pasa en serio por acá, mamita. Vos vivís acá, pero sos de otro mundo.
Tiene un poco de razón, aunque me molesta escucharlo así, me molesta que ella, tan sinceramente, me ubique en mi lugar, la mujer de clase media que cree ser desafiante porque decidió vivir en el barrio más peligroso de Buenos Aires. Suspiro.
–Tenés razón, Lala. Pero quiero decir, vive frente a mi casa y está siempre ahí, sobre los colchones. Ni se mueve.
–Vos trabajás muchas horas, no sabés qué hace. Tampoco la controlás a la noche. La gente en este barrio, mami, es muy... ¿cómo se dice? Ni te das cuenta y te atacaron.
–¿Sigilosa?
–Eso. Tenés un vocabulario que da envidia, ¿o no, Sarita? Es fina ella.
Sarita está esperando que Lala termine con mi pelo desde hace unos quince minutos, pero no le molesta esperar. Hojea las revistas. Sarita es una travesti joven, que se prostituye en la calle Solís, y es muy hermosa.
–Contale, Sarita, contale lo que me contaste a mí.
Pero Sarita frunce los labios como una diva de cine mudo y no tiene ganas de contarme nada. Mejor. No quiero escuchar las historias de terror del barrio, que son todas inverosímiles y creíbles al mismo tiempo y que no me dan miedo; al menos, de día. Por la noche, cuando trato de terminar trabajos atrasados y me quedo despierta y en silencio para poder concentrarme, a veces recuerdo las historias que se cuentan en voz baja. Y compruebo que la puerta de calle esté bien cerrada y también la del balcón. Y a veces me quedo mirando la calle, sobre todo la esquina donde duermen el chico sucio y su madre, totalmente quietos, como muertos sin nombre.
Una noche, después de cenar, sonó el timbre. Raro: casi nadie me visita a esa hora. Salvo Lala, alguna noche que se siente sola y nos quedamos juntas escuchando rancheras tristes y tomando whisky. Cuando miré por la ventana a ver quién era –nadie abre la puerta directamente en este barrio si suena el timbre cerca de la medianoche– vi que ahí estaba el chico sucio. Corrí a buscar las llaves y lo dejé pasar. Había llorado, se le notaba en los surcos claros que las lágrimas habían marcado en su cara mugrienta. Entró corriendo, pero se detuvo antes de llegar a la puerta del comedor, como si necesitara mi permiso. O como si tuviera miedo de seguir adelante.
–¿Qué te pasó? –le pregunté.
–Mi mamá no volvió –dijo.
Tenía la voz menos áspera pero no sonaba como un chico de cinco años.
–¿Te dejó solo?
Sí, con la cabeza.
–¿Tenés miedo?
–Tengo hambre –me contestó. Tenía miedo también, pero ya estaba lo suficientemente endurecido como para no reconocerlo frente a un extraño que, además, tenía casa, una casa linda y enorme, justo enfrente de su intemperie.
–Bueno –le dije–. Pasá.
Estaba descalzo. La última vez que lo había visto, llevaba puestas unas zapatillas bastante nuevas. ¿Se las habría quitado por el calor? ¿O alguien se las habría robado durante la noche? No quise preguntarle. Lo hice sentarse en una silla de la cocina y metí en el horno un poco de arroz con pollo. Para la espera, unté queso en un rico pan casero. Comió mirándome a los ojos, muy serio, con tranquilidad. Tenía hambre pero no estaba famélico.
–¿Adónde fue tu mamá?
Se encogió de hombros.
–¿Se va seguido?
Otra vez se encogió de hombros. Tuve ganas de sacudirlo y enseguida me avergoncé. Necesitaba que lo ayudase; no tenía por qué saciar mi curiosidad morbosa. Y, sin embargo, algo en su silencio me enojaba. Quería que fuera un chico amable y encantador, no este chico hosco y sucio que comía el arroz con pollo lentamente, saboreando cada bocado, y eructaba después de terminar su vaso de Coca-Cola que sí bebió con avidez, y pidió más. No tenía nada para servirle de postre, pero sabía que la heladería de la avenida iba a estar abierta, en verano atendía hasta después de la medianoche. Le pregunté si quería ir y me dijo que sí, con una sonrisa que le cambiaba la cara por completo; tenía los dientes chiquitos y uno, de abajo, se le estaba por caer. Me daba un poco de miedo salir tan tarde y encima hacia la avenida, pero la heladería solía ser territorio neutral, casi nunca había robos ahí, tampoco peleas.
No llevé cartera y guardé un poco de plata en el bolsillo del pantalón. En la calle, el chico sucio me dio la mano y no lo hizo con la indiferencia con que saludaba a los compradores de estampitas en el subte. Se aferró bien fuerte: a lo mejor todavía estaba asustado. Cruzamos la calle: el colchón sobre el que dormía con su madre seguía vacío. Tampoco estaba la mochila: o ella se la había llevado o alguien la había robado cuando la encontró ahí, sin su dueño.
Teníamos que caminar tres cuadras hasta la heladería y elegí la calle Ceballos, una calle extraña, que podía ser silenciosa y tranquila algunas noches. Las travestis menos esculturales, las más gorditas o las más viejas elegían esa calle para trabajar. Lamenté no tener zapatillas para calzar al chico sucio: en las veredas solía haber restos de vidrios, de botellas rotas, y no quería que se lastimara. Él caminaba descalzo con gran seguridad, estaba acostumbrado. Esa noche, las tres cuadras estaban casi vacías de travestis pero estaban llenas de altares. Recordé lo que se celebraba: era 8 de enero, el día del Gauchito Gil. Un santo popular de la provincia de Corrientes que se venera en todo el país y especialmente en los barrios po...

Índice

  1. PORTADA
  2. EL CHICO SUCIO
  3. LA HOSTERÍA
  4. LOS AÑOS INTOXICADOS
  5. LA CASA DE ADELA
  6. PABLITO CLAVÓ UN CLAVITO: UNA EVOCACIÓN DEL PETISO OREJUDO
  7. TELA DE ARAÑA
  8. FIN DE CURSO
  9. NADA DE CARNE SOBRE NOSOTRAS
  10. EL PATIO DEL VECINO
  11. BAJO EL AGUA NEGRA
  12. VERDE ROJO ANARANJADO
  13. LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO
  14. CRÉDITOS