Primera parte
De noche en las ciudades, lo noto, hay hombres que lloran en sueños y luego dicen Nada. No es nada. Solo una pesadilla. O algo parecido... Desciendan en la nave del sollozo, con analizador de lágrimas y sondas de llanto, y darán con ellos. Las mujeres –ya sean esposas, amantes, musas demacradas, niñeras gordas, obsesiones, devoradoras, ex, némesis– se despiertan y, con femenina urgencia de saber, se vuelven hacia esos hombres y preguntan: «¿Qué te pasa?» Y los hombres contestan: «Nada. No es nada, de verdad. Solo una pesadilla.»
Solo una pesadilla. Sí, claro. Solo un mal sueño. O algo parecido.
Richard Tull lloraba en sueños. La mujer que estaba a su lado, su esposa Gina, se despertó y se volvió. Se acercó a su espalda y le puso las manos en los pálidos y tensos hombros. En sus parpadeos, ceños y murmullos había cierto profesionalismo: como el socorrista de la piscina, adiestrado en primeros auxilios; como la persona que cabecea sobre el asfalto ensangrentado, un Cristo del boca a boca a horcajadas sobre la víctima. Era mujer. De lágrimas sabía mucho más que él. No conocía las obras juveniles de Swift, ni las seniles de Wordsworth, ni las diversas suertes que Crésida corrió a manos de Bocaccio, Chaucer, Robert Henryson, Shakespeare; no sabía quién era Proust. Pero sabía de lágrimas. Gina conocía perfectamente el llanto.
–¿Qué te pasa? –preguntó.
Richard se llevó a la frente el brazo doblado. El suspiro que dio fue complicado, orquestal. Y en su gemido se oyeron caer lejanas gaviotas por sus pulmones.
–Nada. No es nada. Solo un mal sueño.
O algo parecido.
Al cabo de un rato ella también suspiró y se dio la vuelta, apartándose de él.
De noche tenía la cama el olor a toalla del matrimonio.
Se despertó a las seis, como de costumbre. No necesitaba despertador. Sus tensiones lo suplían perfectamente. Richard Tull se sentía cansado, y no simplemente por haber dormido poco. Sobre él pendía la fatiga localizada, el cansancio que podría aliviar el sueño. Pero por encima había algo más. Y por debajo. Ese cansancio mayor no estaba tan localizado. Era la fatiga del tiempo vivido, con sus días y días. Era cansancio de gravedad; de la gravedad que tira hacia abajo, al centro de la tierra. Ese cansancio mayor se había impuesto: y pesaba cada vez más. Ni siesta ni té lo aliviarían. Richard no recordaba haber llorado por la noche. Ahora tenía los ojos secos y abiertos. Se encontraba en un estado terrible: estaba despierto. En cierto momento de su vida había perdido la capacidad para escoger en qué pensar. Por la mañana se levantaba de la cama solo para hallar cierta paz. Por la mañana se levantaba de la cama solo para descansar un poco. Al día siguiente cumpliría los cuarenta; se dedicaba a la crítica de libros.
En la pequeña cocina cuadrada, que le aguardaba estoicamente, Richard enchufó la tetera eléctrica. Luego fue al cuarto de al lado y echó una mirada a los niños. Tras noches como la que acababa de pasar, con toda su molesta información, aquellas visitas tempranas solían ser un consuelo. Sus hijos gemelos en sus camas gemelas. Marius y Marco no eran gemelos idénticos. Ni gemelos fraternales tampoco, decía Richard (injustamente, quizá), en el sentido de que mostraban poco cariño fraterno. Pero eso es lo que eran, hermanos, nacidos al mismo tiempo. Era posible, teóricamente (y, como Gina era su madre, Richard suponía que también prácticamente), que Marco y Marius tuviesen distinto padre. No se parecían mucho, y eran notablemente distintos en aptitudes e inclinaciones. Ni siquiera coincidieron en el día de su nacimiento: una sanguinaria noche de verano se interpuso entre ambos niños y su (una vez más) muy diferente estilo de venir al mundo: Marius, el mayor, sometió el paritorio a un escrutinio inteligente y sistemático, su juicio negativo suspendido por el asco y el pudor, mientras Marco se limitó a reírse ahogadamente y suspirar complacido, sacudiéndose como si hubiese llegado felizmente al término de un viaje a través de una espantosa tormenta. Ahora, al amanecer, por la ventana y bajo la lluvia, las calles de Londres parecían el interior de una vieja válvula de desagüe de cisterna de retrete. Richard contempló a sus hijos, cuyos cuerpos siempre inquietos estaban entregados de mala gana al sueño y anudados entre las sábanas, y pensó, como correspondía a un artista: es que los jóvenes duermen en otro reino, a la vez muy peligroso y en el que nada malo puede ocurrir, perennemente húmedo de inocua libido; son águilas neutras posadas en la ventana, al acecho, protectoras y amenazantes.
Richard pensaba y sentía a veces como un artista. Lo era al contemplar el fuego, incluso la cabeza de una cerilla (ahora estaba en su estudio, encendiendo el primer cigarrillo): por instinto reconocía su cualidad elemental. Era un artista cuando contemplaba la sociedad: jamás se le pasaba por la cabeza que la sociedad tuviera que ser como es, que tuviera algún derecho, alguna razón para ser como es. Un coche por la calle. ¿Por qué? ¿Por qué coches? Así debe ser un artista: atormentado hasta la demencia o la estupefacción por los principios fundamentales. Las dificultades empezaban cuando se sentaba a escribir. Las dificultades, en realidad, empezaban mucho antes. Richard miró el reloj y pensó: Yo no puedo llamarle todavía. O mejor: No puedo llamarle todavía. Pues el monólogo interior implica prescindir del pronombre inicial de primera persona, por respeto a Joyce.1 Aún debía de estar en la cama, no con el abandono de los niños, sino tumbado como es debido, durmiendo satisfecho. Para él, o no habría información, o la información, fuera la que fuera, sería siempre positiva.
Durante una hora (era su nuevo sistema) trabajó en su última novela, deliberada aunque provisionalmente titulada Sin título. Richard Tull no tenía madera de héroe. Pero había algo heroico en aquella temprana hora de trabajo inseguro, vacilante, el sacapuntas, el típex, la enredadera frente a la ventana abierta, amarillenta de nicotina, y no de otoño. En los cajones de su escritorio, o mezcladas con facturas o requerimientos judiciales en los estantes inferiores de la librería, e incluso rodando por el suelo del coche (el atroz Maestro rojo), entre húmedos cartones de refrescos y viejas pelotas de tenis, yacían otras novelas, todas tercamente tituladas Sin título. Y estaba seguro de que, en el futuro, se le amontonarían más novelas, sucesivamente tituladas Inacabada, No escrita, No intentada y, finalmente, No imaginada.
Entonces llegaron los chicos; como un torbellino, hubiera podido decirse, de no ser tan largo y además ir acompañado de tantos detalles rutinariamente arraigados que hacían que Richard pareciera un piloto del puente aéreo, venerable pero tácitamente alcohólico, metido en la destartalada cabina con una tablilla anotadora con sujetapapeles, una lista de nueve páginas de cosas que verificar y una tremenda resaca: calcetines, sumas, cereales, libros, zanahoria rallada, lavado de cara, cepillado de dientes. Gina apareció en medio de todo eso y, de pie, tomó una taza de té frente al fregadero... Aunque en algunos aspectos los niños le resultaban un misterio, gracias a Dios, Richard conocía su repertorio infantil y el sabor de sus vidas ocultas. Pero de Gina sabía cada vez menos. El pequeño Marco, por ejemplo, suponía que el mar era obra de un conejo que vivía en un coche de carreras. Eso podía discutirse. Richard ignoraba lo que Gina creía. Cada vez sabía menos de su cosmogonía particular.
Ahí estaba, con los labios levemente pintados, algo de maquillaje y un ligero vestido de lana, sosteniendo la taza de té con las manos juntas. Otras prostitutas cuyo lecho había compartido Richard se levantaban hacia las once de la noche para adaptarse a la configuración del mundo exterior. Gina lo hacía todo en veinte minutos. Su organismo no le ponía obstáculos: el pelo lavado y secado rápidamente, las inocentes órbitas que solo requerían el énfasis más tenue, la lengua asalmonada, los diez segundos de movimiento intestinal, el cuerpo que adoraban todas las prendas. Gina trabajaba dos días a la semana, a veces tres. Lo que hacía, en el ámbito de las relaciones públicas, le resultaba a Richard mucho más misterioso que lo que hacía él, o era incapaz de hacer bien, en su estudio del otro lado de pasillo. Como el sol, ahora, el rostro de Gina impedía toda mirada directa a los ojos, aunque el sol, desde luego, lanza distraídamente sus rayos por todas partes sin importarle quién lo mira. Agachado, con la bata arrugada en torno a las piernas, Richard abrochaba a Marius los botones de la camisa con sus dedos de uñas comidas.
–¿Puedes abrocharme? –dijo Marius.
–¿Quieres una taza de té? –ofreció Gina, sorprendentemente.
–Toe, toe –dijo Marco.
–Estoy abrochándote. No, gracias, me siento bien. ¿Quién es? –contestó Richard, por orden.
–Tú –dijo Marco.
–Pero abróchame –insistió Marius–. ¡Vamos, papá!
–¿Quién es tú? Querrás decir que te abroche más deprisa. Eso intento.
–¿Están listos? –inquirió Gina.
–¡A quién llamas! Toe, toe –dijo Marco.
–¿Y los impermeables?
–Buuu.
–No les hacen falta, ¿verdad?
–No salen sin impermeable con este tiempo.
–Buuu –dijo Marco.
–¿Los llevas tú?
–¿A quién le haces buuu? Sí, eso pensaba.
–¡Por qué lloras!
–Mírate. Ni siquiera te has vestido todavía.
–Ahora me visto.
–¡Por qué lloras!
–Son las nueve menos diez. Yo los llevaré.
–No, los llevo yo.
–¡Papá! ¿Por qué lloras?
–¿Qué? Si no lloro.
–Anoche lloraste –dijo Gina.
–¿Ah, sí? –dijo Richard.
Todavía en bata, y descalzo, Richard siguió a su familia al pasillo y bajó los cuatro pisos. Pronto lo dejaron atrás. Cuando dobló el último rellano, la puerta de la calle se abrió y se cerró, y con su portazo final cesó el torbellino de aquellas vidas.
Richard recogió el Times y el correo de escaso interés (tan marrón, tan mal acogido, de tan lenta circulación por la ciudad). Examinó y escudriñó el periódico hasta encontrar las Onomásticas. Allí estaba. Incluso venía una foto suya, mejilla contra mejilla con su mujer: lady Demeter.
Richard Tull marcó el número a las once de la mañana. Sintió que el pulso se le aceleraba, excitado, cuando el propio Gwyn Barry contestó al teléfono.
–¿Diga?
Richard soltó el aliento y, despacio, dijo:
–... ¡Vejete cabrón!
Gwyn hizo una pausa. Luego su confusión se resolvió en una carcajada, que fue gradual, tolerante e incluso bastante genuina.
–¡Richard!
–No te rías así. Te va a dar un tirón en algún músculo. Te vas a descoyuntar el cuello. Cuarenta años. He visto tu esquela en el Times.
–Oye, ¿vas a ir a eso?
–Yo sí, pero creo que a ti no te conviene. Quédate sentado junto al fuego. Con una manta en las piernas. Y una de esas pastillas que toman los ancianos con leche caliente.
–Sí, bueno. Vale –repuso Gwyn–. ¿Vas a ir?
–Sí, claro. ¿Quieres que pase a buscarte a las doce y media y cogemos un taxi?
–Doce y media. De acuerdo.
–¡Vejete cabrón!
Richard sollozó brevemente y luego hizo una larga y penosa visita al espejo del cuarto de baño. Su mente era suya y asumía plena responsabilidad por ella, por todo lo que hubiera hecho o pudiera hacer. Pero su cuerpo... Pasó el resto de la mañana tratando de escribir la primera frase de un artículo de setecientas palabras sobre un libro de setecientas páginas acerca de Warwick Deeping. Como los gemelos, Richard y Gwyn Barry solo se llevaban un día. Richard cumpliría los cuarenta al día siguiente. La información no aparecería en el Times: el periódico que daba fe. En el 49E de Calchalk Street solo vivía una persona prodigiosa; y no era famosa. Gina era un prodigio genético. Hermosa, toda ella, y no cambiaba. Cumplía años, pero no cambiaba. En la galería de las fotos antiguas siempre era la misma, con aquella mirada fija que se clavaba en tus ojos hasta que te obligaba a bajarlos, mientras los demás resultaban lamentablemente mudables, Mesías con caftán, Zapatas con patillas. En su actual tormento, Richard deseaba a veces que no lo fuese: que no fuese hermosa. El hermano y la hermana de Gina eran personas corrientes. Como lo había sido su difunto padre. Su madre seguía viva de momento, gorda y desmoronándose, inmensamente bella en cierto sentido, tendida en una cama en algún sitio.
Estamos de acuerdo –venga, hombre: estamos de acuerdo– en la belleza de la carne. En eso es posible el consenso. Y, en la matemática del universo, la belleza nos ayuda a averiguar si las cosas son falsas o verdaderas. Podemos ponernos rápidamente de acuerdo sobre la belleza, en lo celestial y lo carnal. Pero no en todas partes. En lo escrito no, por ejemplo.
En la furgoneta, Scozzy miró a Trece y dijo:
–Morrie va al médico, ¿vale?
–Vale –repuso Trece.
Trece tenía diecisiete años, y era negro. Su verdadero nombre era Bently. Scozzy tenía treinta y uno, y era blanco. Su verdadero nombre era Steve Cousins.
–Morrie va –prosiguió Scozzy–, y dice al méd...