Panorama de narrativas
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El esperado y sobrecogedor libro de Philippe Lançon, uno de los supervivientes del atentado de Charlie Hebdo.

El esperado y sobrecogedor libro de Philippe Lançon, uno de los supervivientes del atentado de Charlie Hebdo.

La única manera de entender algunas cosas es ponerlas por escrito. Quizá al final no se consiga desentrañar por completo el misterio, pero sí iluminar las zonas de sombra a su alrededor. Eso es lo que se ha propuesto y logrado Philippe Lançon en este libro memorable, mezcla de crónica, memoir y gran literatura. Con una prosa llana y un estilo depuradísimo, Lançon nos ofrece en El colgajo un vastísimo retrato de su vida –de París, de Francia, del mundo– después de haber sobrevivido al terrible atentado de Charlie Hebdo del 7 de enero de 2015. Ese retrato, que es necesariamente una reconstrucción, corre paralelo a otras reconstrucciones: la de su mandíbula –destrozada por una bala– y la de su nueva vida después de aquella mañana. Porque ¿cómo es posible vivir después de haber sufrido un atentado, uno en el que tantos compañeros y amigos han perdido la vida? ¿Qué supone seguir viviendo cuando se ha estado en el infierno en la tierra? ¿No es eso también una condena?

Con un tono mesurado, lleno de reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre las personas que fuimos y las que seremos, Philippe Lançon traza una estupenda cartografía emocional del individuo vulnerable de nuestros días. Sin rehuir la crueldad del acontecimiento, se detiene en los hechos cotidianos de antes y después del atentado, en la vida hospitalaria y la larga reconfiguración de una nueva identidad. El ingreso modifica su vida y la vida de las personas de su entorno; modifica sus sentimientos, sus recuerdos, su manera de leer, de escribir y hasta de respirar. El miedo, la dependencia y la culpa se apoderan del narrador, que busca señales sin cesar cuando las referencias se pierden de continuo.

Por estas páginas desfilan amigos, familiares, parejas y compañeros de trabajo que conocieron al viejo Lançon y que contribuirán a que nazca el nuevo, el otro. Pero sobre todo destacan los miembros del personal sanitario, esos ángeles que le darán al autor un nuevo rostro y cuya presencia, como la de la literatura (Shakespeare, Kafka, Proust) y la de la música (Bach, Bill Evans), va punteando todo el libro y el nacimiento de la nueva existencia. Aclamado por la crítica y el público, este no es un libro oscuro, sino tremendamente luminoso; un libro necesario que nadie querría haber escrito y cuya absorbente lectura abre tantos interrogantes como brechas de esperanza.

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940797

1. NOCHE DE REYES

La víspera del atentado fui al teatro con Nina. Fuimos al Théâtre des Quartiers d’Ivry, en las afueras de París, a ver Noche de Reyes, una obra de Shakespeare que no había leído o de la que no me acordaba. El director escénico era amigo de Nina. Yo no lo conocía e ignoraba por completo su trabajo. Nina había insistido para que la acompañara. Estaba feliz de mediar entre dos personas que le caían bien, un director de escena y un periodista. Fui con las manos en los bolsillos y el ánimo sereno. No había ningún artículo previsto, lo cual es siempre la mejor manera de terminar escribiendo uno, cuando se hace por entusiasmo y en cierto modo de improviso. En esos casos, el joven que en su día iba al teatro coincide con el periodista en que se ha convertido. Después de un momento más o menos largo de vacilación, timidez y aproximación, el primero contagia al segundo su espontaneidad, su incertidumbre y su virginidad, y abandona la sala para que el otro, bolígrafo en mano, pueda retomar su actividad y, desgraciadamente, su seriedad.
No soy ningún especialista en teatro, aunque siempre me ha gustado ir. Nunca he pasado en él cinco o seis noches a la semana, y no me considero un crítico de verdad. Antes que nada fui reportero. Me convertí en crítico por casualidad, y lo seguí siendo por costumbre y tal vez por dejadez. La crítica me ha permitido pensar –o tratar de pensar– en lo que veía y darle una forma efímera poniéndolo por escrito. Es el resultado de una experiencia a la vez superficial (no dispongo de las referencias necesarias para emitir un juicio sólido sobre las obras) e interior (soy incapaz de leer o de ver lo que sea sin pasarlo por el tamiz de imágenes, ensoñaciones y asociaciones de ideas que nada exterior a mí justifica). El día que lo entendí, creo, me sentí más libre.
¿Me permite la crítica luchar contra el olvido? Por supuesto que no. He visto muchos espectáculos y leído muchos libros de los que no recuerdo nada, ni siquiera después de haberles dedicado un artículo, probablemente porque no despertaron ninguna imagen, ninguna emoción verdadera. Peor aún: muchas veces olvido que he escrito sobre ellos. Cuando, por casualidad, uno de estos artículos fantasma sale a la superficie, me siento siempre un poco asustado, como si lo hubiera escrito otro que se llamara como yo, un usurpador. Entonces me pregunto si no habré escrito para olvidar lo antes posible lo que había visto o leído, como esa gente que lleva un diario para liberar cotidianamente a su memoria de lo que ha vivido. Me lo preguntaba, al menos, hasta el 7 de enero de 2015.
Durante la función saqué mi libreta. Las últimas palabras que anoté esa noche, a oscuras y de cualquier manera, son de Shakespeare: «Nada de lo que es, es.» Las siguientes están en español, en letras mucho más grandes y con un trazo no menos inseguro. Están escritas tres días más tarde en otro tipo de oscuridad, en el hospital. Están dirigidas a Gabriela, mi novia chilena, la mujer de la que estaba enamorado: «Hablé con el médico. Un año para recuperar. ¡Paciencia!» ¿Un año para recuperar? Nada de lo que te dicen es, cuando entras en un mundo en el que lo que es no puede en verdad decirse.
Conocía a Nina desde hacía poco menos de dos años. Nos habían presentado en una fiesta, en verano, en el parque de un castillo en Lubéron. Tardé bastante en comprender de dónde venía la simpatía que enseguida me inspiró. Era una intermediaria nata, delicada y poco dada a la afectación. Tenía esa sencillez, esa ternura, esa calidez que llevan a mezclar a los amigos, como si sus virtudes, al restregarse unas con otras, pudieran incrementarse. Ella se calentaba con los destellos, pero era demasiado modesta para presumir de ello. Casi se borraba, como una madre discreta, sarcástica y bondadosa. Cuando la veía, tenía siempre la impresión de ser un pájaro de su parvada y de volver al nido del que, por imprudencia o descuido, me había caído. La tristeza o la preocupación que flotaban en su mirada oscura y viva se esfumaban a la primera conversación. No siempre me porté bien con ella. Se enfadó conmigo y dejó de estar enfadada. Tenía menos rencor que generosidad.
De vez en cuando pasábamos una velada juntos, como aquella noche. Como es la última persona con la que compartí un momento de placer y despreocupación, se ha convertido para mí en alguien tan apreciado como si hubiera pasado una vida entera con ella; una vida interrumpida, hoy casi soñada, y que se detiene aquella noche, en una sala de teatro, con el viejo Shakespeare. Desde entonces veo poco a Nina, pero no necesito verla para saber lo que me recuerda ni para sentir que me sigue protegiendo. Tiene este extraño privilegio: ser una amiga y un recuerdo, una amiga que se ha alejado y un recuerdo que está vivo. No hay peligro de que la olvide, pero, si en lo que sigue de este libro está poco presente, es porque me cuesta hacerla vivir fuera de aquella noche y de todo lo que esta me recuerda. Pienso en ella, todo revive y todo se apaga, unas veces sucesivamente, otras de forma paralela. Todo es un sueño y un pasaje, tal vez una ilusión, como en Noche de Reyes. Nina sigue siendo el último punto de la orilla opuesta, en la entrada del puente que el atentado hizo volar por los aires. Hacer su retrato me permite quedarme un poco, haciendo equilibrios, en las ruinas del puente.
Nina es una mujer bajita, morena y gruesa de piel suave, nariz aguileña y ojos negros, brillantes y risueños, que envuelve de humor emociones siempre fuertes y como entregadas a los caprichos de los demás gracias a su bondad. Es jurista. Cocina bien. No olvida nada. Es socialista, pero de izquierdas (aún quedan). Parece un mirlo tierno, severo y bien alimentado. Vive sola con su hija, Marianne, a la que le regalé mi flauta travesera, un instrumento que ya no tocaba y que probablemente no podré tocar nunca más. Su experiencia con los hombres la ha desencantado, creo, sin amargarle el carácter. Puede que crea que no merece más placer y amor que el que ha recibido de ellos; pero en la amistad, y a su hija, se entrega lo suficiente como para que el enamoramiento, esa ficción que tratamos de escribir con los medios del cuerpo, no sea ya una necesidad absoluta. Quizá también, como en política, sienta siempre la inminencia de un desencanto que su buen carácter se prepara para superar. No renuncia menos a sus sentimientos que a sus convicciones. Que la izquierda no haga más que traicionar al pueblo no significa que Nina termine, como tantos otros, haciéndose de derechas. Que tantísimos hombres sean unos inútiles egoístas y vanidosos no significa que Nina deje de querer. La sensibilidad resiste a los principios. Un detalle por el que la admiro es que no se presenta en ningún lugar con las manos vacías, y que lo que lleva se corresponde siempre con las expectativas o las necesidades de aquellos con los que ha quedado. En resumen, se preocupa por los demás tal como son y en la situación en que se encuentran. No es algo muy frecuente.
Añado que es judía, no me olvido, y que esta condición le recuerda de manera sutil, discreta, que nunca estamos seguros de escapar del desastre. Es algo que noto en su sonrisa y en su mirada cuando la veo, cuando hablamos, ese algo que simplifica la existencia y que solo habita con esa naturalidad en muy pocas personas, y se lo agradezco. Siempre hay un chiste de judíos que flota en el ambiente, entre el vino y la pasta, como un perfume que no hay necesidad de mencionar. No creo que hubiera podido terminar mi vida de antes con una persona mejor adaptada a la situación.
Su padre, profesor de literatura estadounidense, había sido un destacado traductor de Philip Roth, escritor que me gustaba sin que hubiera podido terminar ninguno de sus libros –con la excepción de Patrimonio, donde narraba la enfermedad y la muerte de su padre, y de aquellos que tuve que reseñar, tarea de la que nunca salí airoso, probablemente porque nunca sabía muy bien qué pensar–. Era incapaz de ver a Nina sin imaginarme a ese padre, al que no conocía, traduciendo este o aquel libro de Roth, allá en Estados Unidos, en la nieve del invierno o bajo un gran sol de verano, delante de una cafetera y un cenicero llenos. Esta imagen, sin duda equivocada, me daba seguridad. Se sobreponía a la de Nina y yo trataba siempre de imaginar los parecidos entre padre e hija. Más tarde me enseñó una foto de él, de finales de los años setenta, creo. Llevaba una gran barba negra, el pelo largo y gafas de cristales ahumados. Desprendía la energía militante y la relajación libertaria de aquellos años. Por entonces yo era un niño, y ese mundo que aún parecía prometer algo distinto, otra vida, desapareció tan deprisa que ni siquiera tuve tiempo de experimentarlo, ni tampoco de renunciar a él. Es una época que ni viví ni olvidé.
La noche que fuimos al teatro, Nina ya no estaba sola. Hacía algún tiempo que tenía un compañero nuevo, que era agricultor en las Ardenas. Yo nunca lo había visto. No recuerdo si aquella noche me habló de él. Ella iba a verlo los fines de semana. Desde entonces me hablaba de la siega o de la cosecha de fresas. Yo lo llamaba «el jabalí»; le decía a Nina: «¿Y qué se cuenta el jabalí?» Ella me respondía con una sonrisita muda y de circunstancias, era demasiado delicada para decirme que, a pesar de todo, mis palabras la herían. «Un jabalí es torpe y brutal. Él no es así.» «Vamos», le dije un día, «es una manera de hablar, por lo de las Ardenas. Igual que podría haberlo llamado Verlaine o Rimbaud.» «Pero no lo has hecho.» No, no lo hice.
La noche del 6 de enero de 2015 hacía frío y un poco de humedad. Dejé mi bicicleta en la estación de Jussieu y cogí el metro, línea 7, hasta la estación de Mairie-d’Ivry. Nina me mandó un SMS a las 18.53 para decirme que me esperaba en un garito cerca de la salida del metro. Ella conservó los mensajes, por eso sé la hora exacta, los míos desaparecieron junto con mi teléfono. Como yo llegaba tarde, Nina volvió al teatro y me los encontré, a ella y a un amigo, en el bar, donde bebían una copa de tinto y comían embutidos y quesos sentados a una mesita redonda. Pedí una copa de vino blanco y comí embutidos con ellos. «Estabas pletórico», me escribió unos meses más tarde, «acababas de saber que te irías a Princeton a enseñar literatura durante un semestre. Solo faltaba cerrar los últimos flecos.» No me acuerdo ni de esta alegría, ni de haber siquiera hablado de ello.
Sin embargo, los correos de aquellos días lo confirman: acababa de saber que, en cuestión de unos meses, estaría en Princeton y que mi vida, al menos por un tiempo, iba a cambiar. El padre de Nina, creía yo erróneamente, había enseñado en Princeton. La universidad está a una hora de Nueva York, donde vivía Gabriela, que se debatía con interminables problemas familiares, administrativos y profesionales. De este modo podría reunirme con ella, y la vida, guiada por un proyecto, encontraría de nuevo gracias a ello un principio de unidad. ¿Deseé esta historia que el atentado destruyó? ¿O la soñé hasta que aquel me despertó? No sabría decirlo.
Para mí, Princeton era la universidad de Einstein y de Oppenheimer (y también la del primer gran traductor de Faulkner, Maurice-Edgar Coindreau). Iba casi de chiripa, con una sensación de ilegitimidad absoluta, a enseñar algunas novelas sobre dictadores latinoamericanos. La relación entre literatura y violencia es un misterio que el territorio de Latinoamérica convirtió en especialmente fértil, y lo que había florecido allí, en la Historia y sobre las páginas, me cautivaba como si fuera un niño. Estudiarlo era la única manera de ver si era capaz de pensar algo sobre el tema como un adulto. Aunque las ideas de un adulto estén muy rara vez a la altura de las visiones –y del pavor– de un niño.
Antes de llegar yo al teatro, el director escénico había contestado a las preguntas de una clase de colegiales sobre la obra de Shakespeare que la compañía iba a representar, sobre su trabajo. Les había explicado que se había hecho director de teatro a pesar de no tener ninguna aptitud particular en la vida.
Nina se acuerda de mi llegada: «Ibas con ropa de abrigo, con un gorro, un jersey y una chaqueta gruesa.» Era la primera vez que dejaba la bicicleta en la estación de Jussieu. Me recordaba a mi infancia, a los años en que mi madre enseñaba Bioquímica en la universidad del mismo nombre –los años de la foto del padre de Nina–. La rue Cuvier olía a veces a tigre. En el laboratorio de mi madre, olía a productos químicos. Me gustaban todos aquellos olores. Me gustaban los olores de mi infancia, incluso o sobre todo los más fuertes, porque eran los rastros más intensos de aquella época, a menudo los únicos que me quedaban.
Un año después, en invierno de 2016, todos los viernes por la mañana pasaba por delante del edificio amarillento de la rue Cuvier y notaba de nuevo el olor de los tigres y los demás animales al bordear el muro del Jardín de las Plantas, por la orilla del río, de camino a la Pitié-Salpêtrière. El lento camino de la reparación se acercaba al de la infancia sin llegar nunca a coincidir con él. Unas veces iba a ver a uno de mis cirujanos, otras a mi psicóloga, a menudo a los dos, una después del otro, según uno de esos rituales hospitalarios que por entonces marcaban el ritmo de mi vida. Se habían convertido en mis amigos desconocidos. La psicóloga hacía un ruido de tacones seco, llevaba un corte de pelo recto y tenía un aspecto elegante y austero que me recordaba a mi madre cuando tenía su edad y trabajaba en el laboratorio. Cuando aparecía, durante unos segundos yo no sabía ni en qué época vivía ni qué edad tenía. Los psicólogos que saben escucharnos viven quizá en una edad ideal, porque nos hacen volver a aquella en la que éramos héroes rodeados de héroes, y porque, al ayudarnos a recordar esta edad, a comprenderla, nos ayudan a dejarla atrás.
Entraba en su consulta, dentro del servicio de estomatología, por unos pasillos pálidos del sótano en los que me perdía sistemáticamente entre bustos y fotografías de cirujanos muertos, creyendo encontrar detrás de cada puerta un laboratorio en el que mi madre y...

Índice

  1. PORTADA
  2. 1. NOCHE DE REYES
  3. 2. ALFOMBRA VOLADORA
  4. 3. LA REUNIÓN
  5. 4. EL ATENTADO
  6. 5. ENTRE LOS MUERTOS
  7. 6. EL DESPERTAR
  8. 7. GRAMÁTICA DE HABITACIÓN
  9. 8. POBRE LUDO
  10. 9. EL MUNDO DE ABAJO
  11. 10. LA ANÉMONA
  12. 11. EL HADA IMPERFECTA
  13. 12. LA PREPARACIÓN
  14. 13. CALENDARIO ESTÁTICO
  15. 14. LA CAJA DE GALLETAS
  16. 15. EL COLGAJO
  17. 16. ESCENA CONYUGAL
  18. 17. EL ARTE DE LA FUGA
  19. 18. EL SEÑOR TARBES
  20. 19. EL MAL DEL PACIENTE
  21. 20. LOS REGRESOS
  22. EPÍLOGO
  23. CRÉDITOS