El ruido del tiempo
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El ruido del tiempo

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El 26 de enero de 1936 el todopoderoso Iósif Stalin asiste a una representación de Lady Macbeth de Mtsensk de Dmitri Shostakóvich en el Bolshoi de Moscú. Lo hace desde el palco reservado al gobierno y oculto tras una cortinilla. El compositor sabe que está allí y se muestra intranquilo. Dos días después aparece en Pravda un demoledor editorial que lo acusa de desviacionista y decadente. Un editorial aprobado o acaso escrito de su puño y letra por el propio Stalin. Son los años del Gran Terror, y el músico sabe que una acusación como ésa puede significar la deportación a Siberia o directamente la muerte. Pero Shostakóvich sobrevive, compondrá música heroica y patriótica durante la Segunda Guerra Mundial y el régimen comunista lo enviará como uno de sus representantes al Congreso Cultural y Científico por la Paz Mundial en Nueva York, donde repetirá, sin salirse jamás del guión, aquello que le dictan los comisarios políticos. La historia de Shostakóvich y Stalin es un ejemplo particularmente desolador de las relaciones entre el arte y el poder. Uno de los más grandes compositores del siglo XX adaptó su arte a la estética oficial, abjuró de amigos y maestros, se postró ante el dictador para sobrevivir en un periodo en el que sus conocidos caían como moscas. Él salvó el pellejo y, ya muerto Stalin, acabó consagrado como uno de los grandes creadores soviéticos, pero por el camino dejó una parte de su alma, de su dignidad y de su ambición artística. En esta breve novela, tan hermosa como terrible, Julian Barnes reconstruye la vida del músico –los recuerdos de su infancia y su convulsa vida íntima, las relaciones con sus esposas, sus amantes y su hija–, pero sobre todo aborda las dolorosas decisiones que tuvo que tomar en unos momentos históricos sombríos, e indaga en el miedo y la culpa, en la dificultad de comportarse con honestidad en tiempos de barbarie, y en la difícil supervivencia del arte en esos años aciagos.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937124
Categoría
Literature

1. En el rellano

Lo único que sabía era que aquél era el peor momento.
Llevaba tres horas de pie junto al ascensor. Iba por el quinto cigarrillo y le patinaba la mente.
Caras, nombres, recuerdos. Turba cortada pesándole en la mano. Aves acuáticas suecas titilando por encima de su cabeza. Campos de girasoles. El olor del aceite de clavel. El olor cálido, dulzón de Nita al abandonar la pista de tenis. Sudor rezumando de un pico de viuda en el nacimiento del pelo. Caras, nombres.
También las caras y los nombres de los muertos.
Podría haberse llevado una silla del apartamento. Pero sus nervios, de todos modos, le habrían mantenido erguido. Y si se sentaba a esperar el ascensor tendría un aire decididamente excéntrico.
Su situación había surgido cuando menos lo esperaba, y sin embargo era perfectamente lógica. Como el resto de su vida. Como el deseo sexual, por ejemplo. Apareció como por arte de magia y sin embargo era perfectamente lógico.
Intentó seguir pensando en Nita, pero el pensamiento no le obedecía. Era como un moscardón, ruidoso y promiscuo. Aterrizaba en Tania, por supuesto. Pero luego volaba hacia aquella chica, Rozaliya. ¿Se sonrojaba al recordarla o estaba secretamente orgulloso de aquel incidente perverso?
El patronazgo del mariscal: eso también había surgido cuando menos se lo esperaba, y sin embargo era perfectamente lógico. ¿Se podía decir lo mismo del destino del mariscal?
La cara amable, barbuda de Jurgensen; y con ella, el recuerdo de los dedos violentos y furiosos de su madre alrededor de la muñeca. Y su padre, el padre adorable, bonachón y poco práctico, cantando al lado del piano «Los crisantemos del jardín se marchitaron hace mucho tiempo».
La confusión de sonidos en su cabeza. La voz de su padre, los valses y polcas que había tocado mientras cortejaba a Nita, el fa agudo de los cuatro pitidos de la sirena de una fábrica, perros ladrando a un fagotista inseguro, un alboroto de percusión y metales debajo de un palco del gobierno revestido de acero.
Interrumpió estos ruidos uno del mundo real: el repentino zumbido y rugido de la maquinaria del ascensor. Ahora fue su pie el que patinó, derribando la maletita que descansaba contra su pantorrilla. Aguardó, con la memoria repentinamente vacía de recuerdos, llena sólo de miedo. El ascensor se detuvo en un piso que estaba más abajo y sus facultades se activaron de nuevo. Recogió la maleta y notó que su contenido se desplazaba con suavidad. Lo cual hizo que su pensamiento saltara a la historia del pijama de Prokófiev.
No, no como un moscardón. Era más como uno de aquellos mosquitos de Anapa. Posándose en todas partes y succionando sangre.
Plantado aquí había pensado que gobernaría su pensamiento, pero por la noche, solo, le parecía que era el pensamiento el que lo gobernaba a él. Bueno, nadie escapa a su destino, como nos aseguró el poeta. Y nadie escapa a su mente.
Recordó el dolor de la noche antes de que le extirparan el apéndice. Vomitó veintidós veces, le soltó a una enfermera todos los juramentos que sabía y después suplicó a un amigo que fuera a buscar al miliciano para que le pegara un tiro y pusiera fin al dolor. Dile que venga y que me pegue un tiro para acabar con el dolor, le había suplicado. Pero el amigo se negó a ayudarle.
Ahora no necesitaba un amigo y un miliciano. Ya había voluntarios suficientes.
Todo había empezado, muy concretamente, le dijo a su mente, la mañana del 28 de enero de 1936, en la estación ferroviaria de Arcángel. No, respondió su mente, nada empieza exactamente así, en una fecha concreta y en un lugar concreto. Todo empezó en muchos sitios y en muchos momentos, algunas incluso antes de que nacieras, en países extranjeros y en las mentes ajenas.
Y después, sucediera lo que sucediese a continuación, todo seguiría igual, en otros lugares y en las mentes ajenas.
Pensaba en cigarrillos: paquetes de Kazbek, Belomor, Herzegovina Flor. En un hombre desmenuzando el tabaco de media docena de papirosi dentro de su pipa, dejando en el escritorio los restos de papel y cilindros de cartón.
Incluso a esas alturas, ¿eso se podría reparar, volver atrás, revocar? Conocía la respuesta: lo que el médico dijo sobre la reconstrucción de la nariz. «Por supuesto que se puede restaurar, pero le aseguro que será peor.»
Pensó en Zakrevski, y en la Casa Grande, y en quién podría haber sustituido allí a Zakrevski. Alguien lo habría hecho. Nunca escaseaban los Zakrevskis, no en aquel mundo, tal como estaba constituido. Quizá cuando se alcanzase el Paraíso, casi exactamente dentro de doscientos mil millones de años, la existencia de los Zakrevskis ya no sería necesaria.
Por momentos su mente se negaba a creer lo que estaba ocurriendo. No puede ser, porque nunca pudo ser, como dijo el comandante cuando vio a la jirafa. Pero podía ser, y era.
Destino. Era sólo una palabra grandiosa para algo contra lo que no podías hacer nada. Cuando la vida te decía, «Pues sí», tú asentías y lo llamabas destino. Y así había sido su destino llamarse Dmitri Dmítrievich. No había nada que hacer al respecto. Naturalmente, no se acordaba de su propio bautismo, pero no tenía motivos para dudar de la verdad de la historia. Toda la familia se había congregado en el estudio de su padre, alrededor de una pila bautismal portátil. El cura llegó y preguntó a los padres qué nombre querían ponerle al recién nacido. Yaroslav, respondieron. ¿Yaroslav? Al cura no le complació este nombre. Dijo que era de lo más inusual. Dijo que en la escuela se burlaban y reían de los niños con nombres inusuales; no, no podían llamar Yaroslav al niño. Su madre y su padre se quedaron perplejos ante una oposición tan franca, pero no deseaban ofender al cura. ¿Qué nombre propone, entonces?, le preguntaron. Pónganle algo normal, dijo el cura: Dmitri, por ejemplo. Su padre alegó que él mismo se llamaba así, y que Yaroslav Dmítrievich sonaba mucho mejor que Dmitri Dmítrievich. Pero el cura no estaba de acuerdo. Así que le llamaron Dmitri Dmítrievich.
¿Qué importaba un nombre? Había nacido en San Petersburgo, empezó a crecer en Petrogrado y terminó de crecer en Leningrado. O San Leninsburgo, como a veces le gustaba llamarlo. ¿Qué importaba un nombre?
Tenía treinta y un años. Su mujer Nita estaba tendida a unos metros de distancia con la hija de ambos, Galina, a su lado. Galia tenía un año. Últimamente parecía que su vida había adquirido estabilidad. A él nunca le había parecido sencillo aquel lado de las cosas. Experimentaba emociones intensas, pero nunca había sido capaz de expresarlas. Ni siquiera en un partido de fútbol gritaba y perdía los estribos como todos los demás; se limitaba a tomar nota en silencio de la habilidad de un jugador, o de su torpeza. Algunos lo consideraban la típica formalidad retraída de un residente en Leningrado. Pero por encima de esto –o por debajo– sabía que era una persona tímida e inquieta. Y, con las mujeres, cuando perdía la timidez, oscilaba entre un entusiasmo absurdo y un desesperante desamparo. Era como si siempre estuviese en la posición errónea del metrónomo.
Aun así, al final su vida había adquirido cierta regularidad, y con ella, el ritmo correcto. Salvo que ahora todo volvía a ser inestable. Inestable: era algo más que un eufemismo.
El maletín de fin de semana que descansaba contra su pantorrilla le recordó la vez en que había intentado escaparse de casa. ¿Qué edad tenía? Siete u ocho años, quizá. ¿Y llevaba consigo una maletita? Seguramente no; la exasperación de su madre habría sido inmediata. Fue un verano en Irinovka, donde su padre trabajaba de director general. Jurgensen era el factótum de la finca. El que hacía las cosas y las reparaba, el que resolvía los problemas de una manera que un niño podía entender. El que nunca le ordenaba que hiciera algo, sino que le dejaba observar cómo un pedazo de madera se transformaba en una daga o un silbato. El que le daba un trozo de turba recién cortada y le permitía que lo oliera.
Había llegado a tenerle mucho aprecio a Jurgensen. Así que cuando las cosas le desagradaban, como sucedía con frecuencia, decía: «Pues muy bien, me iré a vivir con Jurgensen.» Una mañana, todavía en la cama, había formulado esta amenaza o promesa por primera vez aquel día. Pero una vez ya era suficiente para su madre. Vístete y te llevo allí, le había contestado ella. Él aceptó el desafío –no, no había habido tiempo de preparar el equipaje–, Sofia Vasilievna le había agarrado firmemente de la muñeca y ambos habían empezado a atravesar el campo hacia donde vivía Jurgensen. Al principio él había mantenido su insolente amenaza y caminaba arrogante al lado de su madre. Pero poco a poco sus talones empezaron a arrastrarse, y la muñeca, y después la mano, a desasirse de su madre. En aquel momento pensó que era él quien se soltaba, pero ahora reconocía que la madre lo había ido soltando, dedo a dedo, hasta dejarlo libre. No libre para vivir con Jurgensen, sino libre para dar media vuelta, romper a llorar y correr a casa.
Manos, manos que se soltaban, manos que aferraban. De niño tenía miedo de los muertos; temía que se levantaran de sus tumbas y lo atraparan y lo arrastraran hacia la fría y negra tierra que le llenaba la boca y los ojos. Este miedo había desaparecido lentamente, porque las manos de los vivos resultaron ser más aterradoras. Las prostitutas de Petrogrado no habían respetado su juventud e inocencia. Cuanto más duros eran los tiempos, más agarraban las manos. Se estiraban hasta apoderarse de tu polla, tu pan, tus amigos, tu familia, tu sustento, tu existencia. Además de a las prostitutas, tenía miedo a los porteros. También a los policías, fuera cual fuese el nombre que hubieran elegido para denominarse a sí mismos.
Pero luego surgió el miedo contrario: el de soltarse de las manos que te mantenían a salvo.
El mariscal Tujachevski le había mantenido a salvo. Durante muchos años. Hasta el día en que vio el sudor que caía del nacimiento del pelo del mariscal. Un gran pañuelo blanco había revoloteado y dado unos ligeros toques, y supo que ya no estaba a salvo.
El mariscal era el hombre más sofisticado que había conocido. Era el más famoso estratega militar ruso: los periódicos le llamaban «el Napoleón rojo». Era también amante de la música y fabricante aficionado de violines; un hombre de mente abierta e inquisitiva al que le gustaba hablar de novelas. En la década en que había conocido a Tujachevski le había visto a menudo recorrer Moscú y Leningrado, después de anochecer, con su uniforme de mariscal, medio por trabajo, medio por diversión, mezclando la política con el placer; hablaba y discutía, comía y bebía, ansioso de mostrar que había echado el ojo a una bailarina. Le gustaba explicar que los franceses le habían enseñado un día el secreto de beber champán sin tener nunca resaca.
Él nunca sería tan mundano. Le faltaba la seguridad en sí mismo y también, quizá, el interés. No le gustaba la comida complicada y aguantaba mal la bebida. Cuando era estudiante, cuando todo se estaba repensando y rehaciendo, antes de que el Partido asumiera el control total, él, como todos los estudiantes, se había atribuido un refinamiento mayor del que conocía. Por ejemplo, había que replantearse la cuestión del sexo, ahora que los viejos usos habían desaparecido para siempre; y apareció alguien con la teoría del «vaso de agua». El acto sexual, sostenían los jóvenes sabelotodo, era exactamente lo mismo que beber un vaso de agua; cuando tenías sed, bebías, y cuando sentías deseo, tenías sexo. Él no se había opuesto a este sistema, aunque dependía de que las mujeres desearan tan libremente como eran deseadas. Algunas lo hacían, otras no. Pero la analogía sólo te llevaba hasta este punto. Un vaso de agua no comprometía el corazón.
Y, además, Tania ya había entrado en su vida por entonces.
Cuando solía anunciar su intención periódica de irse a vivir con Jurgensen, sus padres probablemente suponían que estaba irritado con las restricciones de la familia, e incluso con la propia infancia. Ahora que lo pensaba, no estaba tan seguro. Había habido algo extraño –algo profundamente erróneo– en aquella casa suya de veraneo en la finca de Irinovka. Como cualquier niño, asumía que las cosas eran normales hasta que le decían lo contrario. Así que sólo cuando oyó a los adultos comentarlo y reírse se dio cuenta de que todo en la casa era desproporcionado. Las habitaciones eran enormes, pero las ventanas muy pequeñas. De modo que una habitación de cincuenta metros cuadrados podía tener sólo una ventana diminuta. Los adultos pensaban que los constructores se habían hecho un lío con las medidas, sustituyendo metros por centímetros y viceversa. Pero el efecto, en cuanto lo notaba, era alarmante para un niño. Era como una casa preparada para el más oscuro de los sueños. Quizá fuera de eso de lo que había estado huyendo.
Siempre venían a buscarte en mitad de la noche. Por eso, para que no le sacaran del apartamento en pijama, o le obligaran a vestirse delante de algún hombre impasible y despreciativo del NKVD, se acostaba totalmente vestido, tumbado encima de las mantas, con una maletita ya preparada a su lado, en el suelo. Apenas dormía y velaba imaginando las peores cosas que un hombre podía imaginar. Su inquietud, a su vez, impedía dormir a Nita. Los dos yacían en la cama fingiendo; además, fingiendo que no oían ni olían el pánico del otro. Una de sus pesadillas recurrentes cuando estaba despierto era que el NKVD cogiera a Galia y se la llevase –si la niña tenía suerte– a un orfanato especial para niños de los enemigos del Estado. Allí le cambiarían el nombre y le forjarían un nuevo carácter; la convertirían en una ciudadana soviética modélica, un pequeño girasol que alzaría la cara hacia el gran sol que se llamaba a sí mismo Stalin. Por consiguiente, había pensado pasar aquellas inevitables horas de insomnio en el rellano junto al ascensor. Nita, inflexible, había querido que pasaran uno al lado del otro la que quizá fuera su última noche juntos. Pero aquélla fue una de las pocas disputas que él ganó.
La primera noche junto al ascensor había decidido no fumar. Había tres paquetes de Kazbek en su maleta, y los necesitaría cuando llegasen para interrogarle. Y, si se daba el caso, para detenerle. Mantuvo su resolución las dos primeras noches. Y después se le ocurrió: ¿y si le confiscaban los cigarrillos en cuanto llegara a la Casa Grande? ¿O si no había interrogatorio, o sólo uno muy breve? Quizá se limitasen a ponerle delante una hoja de papel y ordenarle que firmase. ¿Y si...? Su pensamiento no iba más allá. Pero en cualquiera de estos casos desperdiciaría los cigarrillos.
Y entonces no concibió ningún motivo para no fumar.
Y por lo tanto fumó.
Miró el Kazbek entre sus dedos. Malko había comentado una vez, de un modo comprensivo, en realidad admirativo, que tenía las manos pequeñas y «no pianísticas». Malko también le h...

Índice

  1. Portada
  2. 1. En el rellano
  3. 2. En el avión
  4. 3. En el coche
  5. Nota del autor
  6. Créditos