El señor Wilder y yo
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El señor Wilder y yo

  1. 280 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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El señor Wilder y yo

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Una novela nostálgica, dulce, cultay encantadora, atemporal, con la que vuelve un Jonathan Coe cargado de sensibilidad y oficio.

A sus cincuenta y siete, la carrera como compositora de bandas sonoras de Calista Frangopoulou, griega afincada en Londres desde hace décadas, no pasa por su mejor momento. Tampoco lo hace su vida familiar: su hija Ariane se va a estudiar a Australia, sin que aparentemente eso la entristezca del mismo modo que entristece a su madre, y su otra hija adolescente, Fran, está pendiente de interrumpir un embarazo indeseado. Mientras su profesión la arrincona y sus hijas, decididas o titubeantes, empiezan a abrirse paso por sí solas, Calista recuerda el momento en el que todo empezó para ella; julio de 1976, cuando en Los Ángeles, y ostensiblemente poco arreglada para la ocasión, se presenta con su amiga Gill en una cena que celebra un antiguo amigo del padre de esta: un director de cine setentón del que ninguna de las dos sabe nada, y que resulta ser Billy Wilder; Wilder, que, con su esquiva bonhomía, termina contratando a Calista como intérprete para que la asista en la filmación de su nueva película, Fedora, que se rodará en Grecia el año siguiente.

Y así, en la isla de Lefkada, el verano de 1977, Calista Frangopoulou empieza a abrirse paso por sí sola como más tarde harán sus hijas: y descubre el mundo, y el amor, y, de la mano de uno de sus grandes genios, una particular forma de entender el cine que está empezando a desaparecer. «Eso es lo que se lleva ahora. No has hecho una película seria a no ser que los espectadores salgan del cine sintiendo que les apetece suicidarse. (...) Les tienes que dar algo más, algo un poco más elegante, un poco más bonito», dice, primero sardónico y luego tierno, un Billy Wilder excelentemente caracterizado en las páginas de este libro; y más adelante añade: «Lubitsch vivió la gran guerra de Europa (me refiero a la primera), y cuando ya has pasado por algo como eso lo has interiorizado, ¿entiendes lo que quiero decir? La tragedia pasa a formar parte de ti. Está ahí, no tienes que gritarla a los cuatro vientos y salpicar la pantalla con ese horror todo el tiempo.»

Atenta a las enseñanzas del maestro, El señor Wilder y yo apuesta por una amabilidad cargada de contenido, capaz también de abordar con la mayor sobriedad el drama: las incertidumbres de la juventud, pero también las de la edad adulta; las fragilidades de la familia, sus fortalezas; el trauma privado y colectivo del Holocausto... todos comparecen en esta novela nostálgica, dulce, atemporal y encantadora, con la que vuelve un Jonathan Coe cargado de sensibilidad y oficio.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433943996
MÚNICH
La mañana siguiente a que Ariane se fuese a Sídney, me preparé una tostada y un café, y estaba a punto de clavar los dientes en la tostada cuando, en un momento de debilidad, me acerqué al frigorífico y saqué el Brie de supermercado que había guardado allí. Brie con tostada no es una combinación especialmente buena en mi opinión, pero no tenía cuerpo para ponerme quisquillosa. Me tomé aquel gratificante desayuno a solas, luego subí al primer piso con el corazón encogido y entré en el cuarto de invitados: mi estudio, como solíamos llamarlo. Geoffrey volvía a dar clases en Beaconsfield, y Fran andaba por alguna parte de la casa, no sabía dónde, guardando las distancias, manteniéndose bien alejada de mí. Todo estaba muy silencioso. Me dejé caer en mi asiento del escritorio junto a la ventana, inicié mecánicamente el ordenador y encendí el teclado MIDI, aunque estaba completamente segura de que no iba a componer nada aquel día.
Busqué la carpeta de «Música» que contenía dos subcarpetas, una llamada «Música de cine» y otra llamada «Otras». «Música de cine» contenía también una subcarpeta llamada «En desarrollo», pero de momento estaba vacía. «Otras» contenía a su vez una subcarpeta llamada «Billy», y esa fue la carpeta que abrí. Hice clic en un archivo llamado «Conferencia de prensa» y se me abrió en Pro Tools.
En la pantalla un antiguo fragmento de metraje de película cobró vida en un parpadeo. Lo había encontrado en internet unas semanas antes. Era un reportaje en color de una conferencia de prensa dada en los Bavaria Studios justo cuando la preproducción de Fedora estaba a punto de empezar, como un mes antes de que yo me uniera al equipo de rodaje en Grecia. El estilo y la moda de finales de los setenta (de los que eran un claro ejemplo el naranja apagado de los respaldos de las sillas de plástico donde estaban sentados los periodistas, y los desaliñados vestidos de flores que llevaban un par de reporteras) me trajeron un vivo recuerdo de aquella época, y de mis veintipocos años en general. En cuanto a Billy, iba vestido en plan informal pero elegante, como siempre: un jersey de pico azul marino sobre un polo blanco abrochado hasta arriba. Llevaba el pelo canoso impecablemente peinado hacia atrás, y sus gafas de montura negra le daban un aire de distinguido y reconocido intelectual.
Le había pedido a Geoffrey que retocara un poco aquel fragmento para mí. Empezaba con un plano de Billy entrando en la sala y dirigiéndose al escenario. Duraba unos veinte segundos, pero Geoffrey lo había hecho mucho más lento, y ahora duraba casi tres minutos y medio. De esa forma, daba la oportunidad al espectador de entender a Billy un poco mejor, observando atentamente su manera de andar, cómo se desenvolvía su cuerpo, el proceso intelectual que acompañaba sus pasos comedidos y tranquilos, su expresión de divertida y en cierta forma arrogante expectativa, basada (sin duda) en el hecho de que ya llevaba unas cuantas buenas respuestas en la manga. Era un público alemán y se dirigiría a ellos en alemán, y hablaría, entre otras cosas, de cómo se sentía al estar de vuelta en Alemania. Sabía que iba a levantar algunas ampollas y lo estaba deseando.
Ralentizar el metraje también suponía que el paseo de Billy hasta el escenario adquiriese un aire sofisticado: hacía que pareciera un astronauta paseándose por la luna o un buzo de las profundidades avanzando con mucha parsimonia por el fondo del mar. Inspirándome en el ritmo lento y majestuoso de sus pisadas, estaba componiendo un sombrío acompañamiento musical, una pequeña pieza para orquesta de cámara en clave menor, con los chelos y los bajos tocando insistentemente la primera nota de los acordes menguantes, y las delicadas coloraciones de las cuerdas y el viento siendo puntuadas, cada segundo compás, por la voz de una soprano entonando la misma nota repetida sin vibrato. El objetivo era transformar aquel metraje de archivo, congelarlo en el tiempo, incluso como un momento histórico. Le daba a aquel paseo sin importancia hasta la embocadura de un escenario la solemnidad de un desfile imperial, y a Billy mismo un aire tanto de bufón como de mártir; porque aquella ocasión, al fin y al cabo, marcaba su regreso a un país que treinta años antes había desgarrado a su familia, y ahora allí estaba él, concediéndoles el enorme favor de su presencia, y al mismo tiempo entregándose a su merced: triunfante a la par que humillado.
Mi intención era componer cuatro movimientos más de la suite Billy, pero ese era el único que casi estaba acabado. Ni siquiera me había puesto a pensar qué podría hacer con aquellas piezas una vez terminadas. Desde luego, nadie querría interpretarlas o grabarlas jamás. Como todo en mi vida en ese momento, componer me parecía quijotesco e inútil, e incluso ese fragmento de la «Conferencia de prensa» del que, hasta ese mismo instante, me sentía muy orgullosa, de repente me irritaba. Así que hice clic en el botón de Mute en Pro Tools, y en el silencio resultante fui consciente de una voz proveniente del jardín.
Era la voz de Fran, y estaba hablando con alguien por el móvil. Por la urgencia de su tono estaba claro que no era una conversación normal. Supuse que hablaba con una de sus mejores amigas, pero no se distinguían las palabras. Bueno, eso lo remedié enseguida: abrí la ventana unos centímetros para poder escuchar lo que pasaba.
Lo único que oí de la conversación, claro, fue la parte de Fran:
–No. Nada. No quiere saber nada. ...

Índice

  1. Portada
  2. Londres
  3. Los Ángeles
  4. Grecia
  5. Múnich
  6. París
  7. Londres
  8. Agradecimientos y fuentes
  9. Créditos