Queer
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Queer

(ed. definitiva 25º aniversario)

  1. 200 páginas
  2. Spanish
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Queer

(ed. definitiva 25º aniversario)

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Escrita en 1952 pero no publicada hasta 1985 debido a su franca plasmación del deseo homosexual, Queer, obra temprana de William S. Burroughs, es al mismo tiempo un descarnado autorretrato narrativo, una historia de amor brutalmente realista, una grotesca fantasía tragicómica y una ingeniosa novela política. Un libro que proporciona muchas claves fundamentales para adentrarse en el arrollador universo literario del autor.

Esta edición definitiva, editada con motivo del 25 aniversario de su primera publicación, incorpora una extensa y documentada introducción de Oliver Harris en la que se repasan las complejas circunstancias personales en las que la obra fue escrita y que marcarían la vida y la posterior trayectoria literaria de Burroughs. Y se incluye también, a modo de epílogo, el texto que el propio autor escribió como prólogo para la edición de 1985.

Queer está ambientada en un inmenso suburbio, que Burroughs definiría más tarde como la «Interzona», y que abarca desde la Ciudad de México, capital mundial del delito, hasta Panamá. Un álter ego del escritor, Lee, teje su tela amorosa en torno a Allerton, un joven ambiguo, indiferente como un animal. Deambula por locales cada vez más sórdidos, en los que pulula una fauna en estado de descomposición, y en esas excursiones, como un pícaro alienado, nos regala astillas radiactivas de su negrísimo humor. Para resolver sus obsesiones mortíferas y sexuales, Lee parte con su amigo a la búsqueda de la ayahuasca, droga absoluta capaz de otorgar el control total sobre los cerebros, y por eso mismo codiciada por Rusia y Estados Unidos... y por todo adicto. Dispuesto a abismarse en todos los peligros, como un santo o un criminal con orden de búsqueda y captura, Lee no tiene nada que perder. En esta novela aflora por primera vez ese paisaje alucinado que hoy todo lector reconoce como el mundo particular de William S. Burroughs.

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Información

Año
2013
ISBN
9788433940445
Categoría
Literatura

Queer

1

Lee centró su atención en un chico judío llamado Carl Steinberg, a quien conocía superficialmente desde hacía cerca de un año. La primera vez que vio a Carl, Lee pensó: «Podría usar eso, si no tuviera las joyas de la familia empeñadas con el tío Caballo.»
El chico era rubio, de cara delgada y angulosa con algunas pecas, siempre un poco rosada alrededor de las orejas y la nariz como si acabara de bañarse. Lee nunca había conocido a nadie de aspecto tan limpio como Carl. Con aquellos ojos marrones, pequeños y redondos, y el pelo rubio rizado, le recordaba un pájaro joven. Nacido en Múnich, Carl había crecido en Baltimore. En cuanto a modales y aspecto parecía europeo. Al estrechar la mano era como si diera un taconazo. A Lee le resultaba mucho más fácil hablar con los jóvenes europeos que con los norteamericanos. La mala educación de muchos norteamericanos lo deprimía; era una mala educación basada en un auténtico desconocimiento del concepto de modales y en la propuesta de que, a efectos sociales, todas las personas son más o menos iguales e intercambiables.
Lo que Lee buscaba en toda relación era la sensación de contacto. Sentía algo de contacto con Carl. El muchacho escuchaba con educación y parecía entender lo que decía Lee. Después de algunas reservas iniciales, aceptó el hecho del interés sexual de Lee en su persona.
–Como no puedo cambiar de parecer respecto a ti, tendré que cambiar de parecer respecto a otras cosas –le dijo a Lee.
Pero Lee pronto descubrió que no podía hacer progresos. «Si hubiera llegado a este punto con un chico norteamericano», razonó, «podría seguir hasta el final. Así que no es marica. La gente puede ser amable. ¿Dónde está el obstáculo?» Finalmente Lee adivinó la respuesta: «Lo que lo hace imposible es que a su madre no le gustaría.» Lee supo que era hora de dejar el asunto. Recordó a un amigo judío homosexual que vivía en la ciudad de Oklahoma. Lee le había preguntado: «¿Por qué vives aquí? Tienes dinero suficiente para vivir donde quieras.» La respuesta fue: «Mi madre se moriría si yo me fuera.» Lee se había quedado mudo.
Una tarde Lee caminaba con Carl por el parque de la avenida Ámsterdam. De repente Carl hizo una ligera reverencia y estrechó la mano de Lee.
–Mucha suerte –dijo, y corrió a coger un tranvía.
Lee se quedó mirando cómo se iba su amigo; después regresó al parque y se sentó en un banco de hormigón moldeado para que pareciera de madera. Unas flores azules de un árbol habían caído en el banco y en el camino que pasaba por delante. Lee miró cómo se movían empujadas por un cálido viento de primavera. El cielo se nublaba, preparando un chaparrón para la tarde. Lee se sentía solo y derrotado. «Tendré que buscar a algún otro», pensó. Hundió la cara entre las manos. Estaba muy cansado.
Vio una vaga fila de chicos. Cada vez que uno llegaba al frente decía «Mucha suerte» y corría a subir a un tranvía.
«Lo siento..., se ha equivocado de número..., inténtelo de nuevo..., llame a otro sitio..., a otro lugar..., aquí no..., a mí no..., no me interesa, no lo necesito, no lo quiero..., lo siento. ¿Por qué me ha escogido a mí?» La última cara fue tan real y tan fea que Lee dijo en voz alta: «¿Quién te ha preguntado a ti, feo hijo de puta?»
Lee abrió los ojos y miró alrededor. Por delante pasaron dos adolescentes mexicanos abrazados. Los miró relamiéndose los labios secos y agrietados.
Después Lee siguió viendo a Carl hasta que finalmente el chico dijo «Mucha suerte» por última vez y se fue. Más adelante Lee oyó que se había ido con su familia a Uruguay.
Lee estaba sentado con Winston Moor en el Rathskeller, bebiendo tequilas dobles. Los relojes de cuco y las cabezas de ciervo apolilladas daban al Rathskeller un aspecto sombrío, fuera de lugar, tirolés. Un olor a cerveza derramada, a inodoros desbordados y a basura rancia flotaba en el aire como una niebla espesa y salía a la calle por una estrecha e inoportuna puerta de vaivén. Un televisor estropeado la mitad del tiempo emitía horribles chillidos guturales como un monstruo de Frankenstein.
–Estuve aquí anoche –dijo Lee–. Conversé con un médico marica y con su novio. El médico es comandante en el Cuerpo Médico. El novio algo así como ingeniero. Una bruja horrible. El médico me invitó a tomar una copa con ellos y el novio se puso celoso y yo, de todos modos, no tenía ganas de cerveza, cosa que el médico tomó como una reflexión sobre México y su propia persona. Empezó con eso de ¿te gusta México? Así que le dije que México, en algunos sentidos, estaba bien, pero que él, como persona, era un coñazo. Te imaginarás que se lo dije con delicadeza. Además, yo ya tenía que irme a casa, donde me esperaba mi mujer.
»Entonces él dijo: “Tú no tienes mujer. Eres tan marica como yo.” Y yo le expliqué: “No sé lo marica que eres, doctor, y no me interesa averiguarlo. Para eso tendrías que ser un mexicano buen mozo y no lo que eres: un mexicano feo y viejo. Y eso va por partida doble para tu apolillado novio.” Yo, por supuesto, esperaba que la situación no llegara a un punto extremo...
»¿No conociste a Hatfield? Claro que no. Es anterior a tu época. Mató a un cargador en una pulquería. La cosa le costó quinientos dólares. Y suponiendo que un cargador es lo último, imagina cuánto costaría matar a un comandante del ejército mexicano.
Moor llamó al camarero.
Yo quiero un sándwich –dijo, sonriéndole–. ¿Qué sándwiches tiene?
–¿Qué quieres? –preguntó Lee, molesto por la interrupción.
–No lo sé exactamente –dijo Moor, mirando la carta–. ¿Me podrán hacer un sándwich de queso derretido con pan integral tostado?
Moor se volvió hacia el camarero con una sonrisa que quería ser juvenil.
Lee cerró los ojos mientras Moor intentaba transmitir el concepto de queso derretido sobre una tostada de pan integral. Moor se mostraba encantadoramente desvalido con su inadecuado español. Estaba montando el número del niño en un país extranjero. Moor sonreía a un espejo interior, una sonrisa sin rastros de calidez, pero no era una sonrisa fría; era una sonrisa sin sentido de la decadencia senil, la sonrisa que acompaña a una dentadura postiza, la sonrisa de un hombre envejecido y metido en la solitaria reclusión del exclusivo narcisismo.
Moor era un hombre delgado y joven, de pelo rubio habitualmente un tanto largo. Tenía ojos azul pálido y piel muy blanca, unas manchas oscuras debajo de los ojos y dos profundas arrugas a los lados de la boca. Parecía un niño y al mismo tiempo un hombre prematuramente envejecido. Su rostro mostraba los estragos del proceso de la muerte, las marcas del deterioro en una carne apartada de la carga vital que da el contacto. A Moor lo motivaba –literalmente lo mantenía vivo– el odio, pero en ese odio no había pasión ni violencia. El odio de Moor era una presión lenta y constante, débil pero de una infinita persistencia, que esperaba el momento oportuno para aprovecharse de cualquier debilidad del otro. El lento goteo del odio de Moor le había grabado arrugas decrépitas en la cara. Había envejecido sin la experiencia de la vida, como un trozo de carne que se pudre en el estante de una despensa.
Moor tenía la costumbre de interrumpir un relato cuando estaba a punto de llegar a su conclusión. Con frecuencia iniciaba una larga conversación con un camarero o con cualquiera que tuviera a mano, o se volvía distraído y distante, bostezaba y preguntaba: «¿Qué decías?» como si acabaran de traerlo a la sosa realidad arrancándolo de unas reflexiones de las que los demás no tenían noción.
Moor se puso a hablar de su mujer, Jackie.
–Al principio, Bill, dependía tanto de mí que literalmente tenía un ataque de histeria cada vez que yo me iba al museo donde trabajo. Logré fortalecerle el ego hasta el punto de que dejó de necesitarme, y entonces no tuve más remedio que irme. No podía hacer nada más por ella.
Moor se hacía el sincero. «Dios mío», pensó Lee, «se lo cree de verdad.»
Lee pidió otro tequila doble. Moor se levantó.
–Bueno, debo irme –dijo–. Tengo muchas cosas que hacer.
–Oye –dijo Lee–. ¿Qué te parece si cenamos juntos esta noche?
–Bien, de acuerdo –dijo Moor.
–A las seis en la K. C. Steak House.
–De acuerdo.
Moor se fue.
Lee bebió la mitad del tequila que el camarero le puso delante. Había frecuentado a Moor en Nueva York durante varios años y nunca le había gustado. A Moor no le gustaba Lee; en realidad, no le gustaba nadie. «Debes de estar loco», se dijo Lee, «intentando ligar en esa dirección cuando sabes la arpía que es. Esos personajes dudosos pueden ser más venenosos que cualquier maricón.»
Cuando Lee llegó a la K. C. Steak House Moor ya estaba allí, y le acompañaba Tom Williams, otro chico de Salt Lake City. «Se ha traído a una chaperona», pensó Lee.
«Me gusta el chico, Tom, pero no soporto quedarme a solas con él. Todo el tiempo trata de llevarme a la cama. Eso es lo que no me gusta de los maricas. No se puede mantener la relación en el plano de la amistad...» Sí, Lee oía esa conversación.
Durante la cena Moor y Williams hablaron de una barca que planeaban construir en Zihuatanejo. Lee creía que era un proyecto estúpido.
–Creía que la construcción de barcas era cosa de profesionales –dijo Lee. Moor hizo como que no oía.
Después de la cena Lee volvió a la pensión de Moor con Moor y Williams. En la puerta, Lee preguntó:
–Caballeros, ¿no les apetece un trago? Voy a buscar una botella...
Miró a uno y después al otro.
–Bueno, no. Es que queremos trabajar en el plan de construcción de la barca –dijo Moor.
–Entiendo –dijo Lee–. Bueno, os veré mañana. ¿Podríamos encontrarnos a tomar algo en el Rathskeller, a eso de las cinco?
–Yo creo que mañana estaré ocupado.
–Sí, pero tienes que comer y beber.
–Bueno, pero ahora esa barca es más importante para mí que cualquier otra cosa. Va a ocupar todo mi tiempo.
–Haz lo que quieras –dijo Lee, y se fue.
Lee estaba muy dolido. Oía a Moor diciendo: «Gracias por la interferencia, Tom. Bueno, espero que se haya dado cuenta. Claro que Lee es un tío interesante y todo eso..., pero no aguanto esta situación homosexual.» Tolerante, mirando las dos caras del asunto, hasta cierto punto comprensivo, finalmente forzado a poner un límite diplomático pero firme. «Y de veras se lo cree», pensó Lee. «Como toda esa estupidez de fortalecerle el ego a su mujer. Puede regodearse con las peores vilezas y al mismo tiempo considerarse un santo. Vaya truco.»
En realidad, el rechazo de Moor estaba calculado para causar el máximo dolor posible, dadas las circunstancias. Ponía a Lee en el lugar de un marica odiosamente insistente, demasiado estúpido o insensible para ver que sus atenciones no tenían eco, llevando a Moor a la desagradable necesidad de trazar una línea.
Lee se apoyó unos minutos en una farola. La impresión lo había despejado, quitándole la euforia de la borrachera. Ahora se daba cuenta de lo cansado y débil que estaba, pero aún no se sentía preparado para volver a casa.

2

«Todo lo que se fabrica en este país se cae a pedazos», pensó Lee. Estaba estudiando la hoja de la navaja de acero inoxidable. El cromado se le despegaba como si fuera papel de plata. «No me sorprendería nada encontrar a un chico en la alameda y que se le cayera el... Ahí viene el honesto Joe.»
Joe Guidry se sentó a la mesa con Lee, dejando caer unos fardos en la mesa y en la silla vacía. Limpió la boca de una botella de cerveza con la manga y bebió la mitad del líquido de un largo trago. Era un hombre grande ...

Índice

  1. PORTADA
  2. AGRADECIMIENTOS
  3. INTRODUCCIÓN
  4. QUEER
  5. DOS AÑOS MÁS TARDE: REGRESO A CIUDAD DE MÉXICO
  6. APÉNDICE
  7. NOTAS
  8. NOTAS
  9. CRÉDITOS