1. 2011
Comienzas a tener «una cierta edad» cuando caes en la cuenta de que un día más es, irrevocablemente, un día menos. ¡Gran descubrimiento, molesta constatación! Una buena frase de mi padre: «Cualquier día sin tierra encima es un buen día.» Mensajes para mí mismo, a clavar en una nevera imaginaria (y a ser posible, portátil): Sonríe. O, mejor, ríe. Que no se te vaya un día sin haber reído. Intenta ser amable y justo, hacer las cosas con alegría y con calma, buscar la belleza. Y no le des importancia a las pequeñeces (eso es lo más difícil). Así quizás evites ese entrecejo que comienza a parecerse a un surco, esa cara de señor mayor, entre aturdido y asustado, que algunas mañanas te saluda desde el espejo. (A veces, los propósitos de Año Nuevo suenan como los golpes de un escoplo intentando grabar las letras, una a una, en un pedrusco de sílex.)
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Una pareja de viejos en el banco del parque. Él, mirándose la mano:
«Vaya uñas tengo. Fíjate: amarillas y negras.»
«Como taxis», responde ella, sonriente, aparentemente distraída, siguiendo con la mirada a los niños que juegan.
Él rompe a reír. Y ella con él. Ríen juntos.
En realidad no son tan viejos.
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Escribo para fijarme. Para caer en la cuenta. Para fijarme en las cosas y en la gente y en lo que pienso y en lo que siento, que no siempre está claro. Fijarme en el sentido de observar todo con mayor precisión, porque todo pasa demasiado rápido, pasa por detrás y pasa por los lados, cuando andamos despistados, embabiecados, envueltos en ruido, y fijarme en la acepción de anclaje, de hincar los pies en el suelo, con las líneas como rieles, para que el viento del tiempo no se lo lleve todo y a mí con él, y no todo se afantasme antes de hora. Y para llegar a fin de mes.
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La ironía se tolera muy mal en cualquier forma, pero sobre todo por escrito, porque el lector no puede ver la cara de quien escribe. No sabe a qué carta quedarse, y eso le irrita. «¿Va en serio o en broma? Aclárese. O blanco o negro. Hay que posicionarse.» En estos tiempos, la ironía no cotiza, y menos si se trata de una ironía afable. Aquí lo que manda es el sarcasmo, cuanto más feroz y denigratorio mejor.
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En la estación. Un niño me pregunta:
«Usted es escritor, ¿verdad?»
«¿Cómo lo sabes?»
«Porque mira todo el rato y apunta mucho en esa libretita.»
Escritor o detective, podría haber dicho. Que tampoco son tan distintos.
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Sabiduría de William Layton, el gran maestro de actores: «No hay que compararse nunca con los demás, porque siempre habrá alguien mejor o con más suerte. Lo efectivo es compararse con lo anterior de uno mismo.»
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De repente ha vuelto esta riqueza. Amanecer de invierno. Mi abuela, sonriente, inclinándose sobre la cama para darme un beso, con aquella frase de La Moños: L’últim que em queda!
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«Me gustaría que cantaras como si te hubiera atropellado un camión y solo tuvieras tiempo de cantar una canción. Una canción por la que la gente te recordase para siempre. Una canción en la que le contaras a Dios qué tal te fue en tu paseo por la tierra. Una canción que te resumiera. Esa es la canción que quiero que cantes: algo que realmente sientas, porque esas son las canciones que la gente quiere escuchar, las canciones que realmente les salvan» (Sam Phillips a Johnny Cash en Walk the line).
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¿Cuándo se ha puesto de moda el adjetivo «solvente» aplicado a un artista? Hasta anteayer, como quien dice, «solvente» era un pagador o un hipotecado fiable. Aplicado a un artista es horrible, es un eufemismo o una simpleza que roza el insulto. Un artista es bueno o malo, estupendo o aburrido. «Solvente» lo será tu padre.
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Mi amigo Héctor volvió a Montevideo, que no pisaba desde los diecisiete años. Visitó a familiares y amigos de entonces, y una tarde, cuando faltaban pocas horas para su vuelta, se encontró paseando por el barrio donde había vivido su primer amor. La casa estaba idéntica. La misma inclinación del sol sobre el muro blanco, el balanceo de la glicina. Dudó un buen rato y al fin llamó al timbre. El mismo viejo sonido de campanita. Se abrió la puerta y salió ella. Idéntica. Como si no hubiera pasado el tiempo. Los mismos ojos, el mismo cabello negro, la misma sonrisa. Unos segundos de eternidad.
–Iris –dijo, conmovido, casi mareado por el impacto.
–Me parece que usted pregunta por mi madre –dijo la muchacha.
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Me gusta la frase que Harley Granville-Barker, la noche del estreno de su puesta de Cuento de invierno en el Savoy, escribió en el espejo del camerino de Cathleen Nesbitt, que interpretaba a Perdita: «Be swift, be swift, not poetical» («Rauda, rauda, no poética»). Aunque casi prefiero la acepción de «ligera».
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«Se ha escapado un loro en la avenida de Roma, desde mediados de febrero. Tamaño aproximado: una paloma mediana. Plumaje verde con algún punto negro. Cabeza blanca. Vientre entre fucsia y rojizo. Alas con plumas azules y turquesa. La cola, que despliega cuando vuela, es amarilla y roja. Atiende por el nombre de Kostia. Es jovencito. Necesita dieta especial. Es muy importante que vuelva a casa pronto por terapia depresiva de un familiar. Se gratificará.»
(¿Cuándo tomé esta nota? Al pie solo dice: «Cartel encontrado en un árbol de la avenida de Roma.»)
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Un sinvivir agazapado, que viene de gazapo. Creciente embotamiento de los sentidos y las voluntades, con ocasionales y esplendorosos arrebatos. Debería hablar de toda la porquería de ahí afuera, pero me sale por las orejas. Sería empezar y no acabar. Otro día, otra hora, aunque esta ya va durando demasiado: cada día se repite la misma portada.
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Hoy he ido a pasear por Gracia. Las calles estaban casi vacías, recién regadas, y parecía un pueblo. En una esquina tocaba un violinista irreal (húngaro, me dijo) con sombrero de media copa y barba, que parecía salido de un cuadro de Chagall. En otra esquina, un par de albañiles estucaban una pared y silbaban, al alimón y muy bien, por cierto, «La Raspa», que hacía como mil años que no escuchaba.
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Ya tenemos aquí la primavera. Por la mañana se oyen mirlos en el jardín; en el atardecer clarísimo se recortan contra el cielo los murciélagos.
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Con Lady Espert, a la salida del teatro. Está guapísima. Más allá de la belleza física, que también: el brillo en los ojos, en la oscuridad del restaurante; la calidad de la risa. Recordé aquellos días en Londres, con ella y con Bárbara, su nieta: las veía reír y era inevitable creer que eran madre e hija, en vez de abuela y nieta.
O dos amigas que hacía tiempo que no se veían y retomaban el diálogo en el punto justo donde lo habían dejado. Lady Espert va camino de los ochenta, ha hecho una función de dos horas, y ahora salimos a la noche. En el restaurante, los camareros cantan ópera y zarzuela, entre plato y plato. Podría quejarse: de lo inesperado de la circunstancia, que nos impide conversar, o de la cosa general, que, como se sabe, es mala en muchos frentes, por no decir en todos: sensación de caída libre hacia el fondo de un pozo cada vez más cercano (no solo será la caída, dice, lúcida, sino la dificultad de volver a subir).
Come con apetito pero con mesura, y sobre todo canta, se suma a las arias de ópera, a las romanzas de zarzuela, cuya letra recuerda muy bien, sin saltarse frases, y con una estupenda entonación. Cuenta que cuando viajaba con Alberti para hacer recitales mano a mano, solo escuchaban zarzuelas y las utilizaban como sistema métrico. «¿A qué distancia está el bolo?» «A tres zarzuelas y media.» Y cantaban juntos.
Voz joven, voz de muchacha. Una gran alegría en todo lo que dice y hace. Inevitable preguntarse: ¿cómo haré para estar así a su edad? Y su admirable mano izquierda a la hora de esquivar a los pelmazos. Una chica, con ojos desaforados, hablando muy rápido, le pide hacerse una foto con ella. Sin dejar de sonreír, tomándole la mano, contesta: «Ahora no, cariño, estoy cenando; luego, la hacemos luego.» Gente que la reconoce. Para todos tiene una palabra amable, nada formularia. Una de las camareras/ cantantes había trabajado con ella veinte años atrás. Flota en su voz un aire de tren perdido, y ella hace todo lo posible para que se encuentre a gusto, para que sus triunfos no la entristezcan. Se abrazan. La comida no es...