Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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El reencuentro de dos amantes. Una tormenta que asola el norte de Europa. Una tierra sumergida bajo las aguas. Una novela fascinante.

Diciembre de 2013. La potente depresión atmosférica bautizada como Xaver se cierne sobre el norte de Europa convertida en una bomba meteorológica. Desde el Met Office de Exeter, Ted Hamilton es uno de los meteorólogos que lanza la alerta sobre la peligrosa tormenta que se avecina. Y avisa también a su hermana Margaret, profesora de Arqueología en la Universidad de St Andrews, que tiene previsto viajara Dinamarca para dar una conferencia sobre Doggerland, la porción de tierra que en el Mesolítico unía las costas del Reino Unido con el continente y que acabó sumergida bajo las aguas del océano.

Pero Ted no logra disuadirla de su viaje, y en Dinamarca Margaret coincidirá con Marc Berthelot, con quien en sus años de estudiante mantuvo una relación amorosa. Marc, que ahora trabaja para la industria petrolífera y también participa en el simposio, se siente inquieto por la sospecha de que se pueda repetir en un futuro no muy lejano un desplazamiento de capas tectónicas como el que supuso la desaparición de Doggerland, lo cual tendría consecuencias catastróficas.

En medio de la tormenta, que ha tocado ya tierra y vacía las calles, se produce el reencuentro de los antiguos amantes tras dos décadas sin verse... Pero estos personajes conforman tan solo una de las dimensiones de una novela que tiene muchas: la humana, la geológica, la ecológica, la económica.

Con una prosa absorbente, Élisabeth Filhol explora las simas de los seres humanos y de los continentes, escruta las depresiones atmosféricas y la explotación y especulación petrolífera que amenaza el equilibrio ecológico del planeta... Osada, arriesgada y portentosa, en Doggerland se entrecruzan los insondables deseos y sentimientos humanos con los no menos insondables misterios geológicos.

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Información

Storegga

15

Trabajan en todo lo que debería desmantelarse. Empezando por los cables y las tuberías submarinas, las plataformas en la superficie. Algunos forman parte de la comunidad científica, principalmente geólogos, hidrógrafos, que parten del principio de que existe un riesgo mínimo y tratan de tomar medidas. Porque ya sucedió una vez. Y se conoce la fecha. Al menos una vez, hace ocho mil doscientos años, seguramente con más frecuencia, pero este, el suceso de ahora, en el estado actual de sus investigaciones, por el grosor de las tsunamitas extraídas de las costas de Noruega, de Escocia y hasta Groenlandia, es el más espectacular. Y si, hablando con propiedad y rigor, no es el último que se prevé, como precisará dentro de unos minutos uno de los oradores, como mínimo es, entre los acontecimientos recientes, el más devastador. Entre otras consecuencias, se prevé la sumersión definitiva de Doggerland en unas horas. Una Atlántida en el mar del Norte es la hipótesis que circula, más fantasiosa que realista, y que Margaret Ross no suscribe, pero que suscita auténticas preguntas que merecen que se piense en ellas. Es el tema de su intervención en Esbjerg el segundo día del coloquio. Según un orden de intervención que está debatiendo con sus colegas y el moderador encargado de dirigir la mesa redonda, mientras que los técnicos de estudio van y vienen, circulan entre las bambalinas y el escenario, ultimando los preparativos.
El patio de butacas se eleva en suave pendiente hasta las puertas de doble hoja al fondo de la sala abiertas al vestíbulo del Palacio de Congresos convertido durante el coloquio en sala de exposiciones. Las zonas centrales, entre los dos pasillos, son tres veces más largas que las de las partes laterales. Se ha apartado del grupo y se acerca a la escalerita, a la derecha del escenario, que permite acceder al foso de la orquesta. Llegan los primeros oyentes, bajan tranquilamente los escalones, se reúnen en el espacio que les está reservado. Ella observa la distribución de la sala. No se la imaginaba así. Se la imaginaba acogedora y luminosa, con paneles de madera clara y un diseño bosquejado según el gusto escandinavo. En lugar de eso, se trata de un decorado barroco y crepuscular a un tiempo, un poco ansiogénico, una sala para ilusionistas, para una de esas puestas en escena de gran espectáculo teñidas de ciencias ocultas como las que se montaban en el período de entreguerras, con una especie de terciopelo azul noche en los asientos, murales pintados de negro, y los palcos del primer balcón que se destacan en cuadrados rojo sangre, como un envés o un forro, como esas capas bajo las chisteras, negras por fuera, rojas por dentro. Calcula un aforo de mil localidades. Unos cordones y señalizaciones guían a los participantes hacia una zona circunscrita a una quincena de filas, lo que le parece suficiente. Evita mirar al público, percibir con detalle las caras de la gente sentada. Intenta ignorar esa posibilidad. Dejar la cuestión para más tarde. Concentrarse en lo que tiene que decir, en lugar de meditar cómo gestionará la etapa siguiente. Los técnicos han probado la iluminación, regulado la sonorización, uno detrás de otro sus colegas se instalan tras las mesas dispuestas en hemiciclo. Una enorme pantalla de retroproyección desciende del techo casi hasta el centro del escenario, reduciendo aún más su superficie. Ella ha ocupado su lugar. Tras las cinco presentaciones está previsto un debate de unos cuarenta minutos. En el momento en que el moderador toma la palabra para presentar el tema de la mesa redonda, la intensidad de la iluminación baja progresivamente en la sala, sin por ello sumirla en la oscuridad.
Storegga. El Gran Borde. Con este término designan los noruegos el margen de la plataforma continental situada al noroeste de su litoral. Este margen se ha vuelto inestable debido a la acumulación, sobre los fondos marinos, de enormes deslizamientos de arena y rocas que han acompañado el derretimiento glaciar finoescandinavo. Hace 8.150 años, según su colega de la Universidad de Oslo encargado de exponer su método de datación y su margen de error aproximado, se produjo un deslizamiento de terreno en el mar de Noruega que desplazó miles de metros cúbicos de sedimentos submarinos, sobre una superficie equivalente a la de Escocia. Se ha analizado y establecido el modelo del maremoto subsiguiente. Se trata del tsunami Storegga. Se observan cuatro niveles de depósitos, lo que significa que cuatro olas rompieron sucesivamente sobre las costas. Se puede estimar la longitud y la velocidad de la onda, pero en lo que se refiere a la altura de la ola más alta, como explica una compatriota de Margaret que expone la síntesis de su trabajo sobre el litoral de las islas Shetland, no basta con medir la distancia entre el límite superior de los depósitos y la playa. Porque en aquella época el nivel de los mares era mucho más bajo. ¿A qué velocidad tuvo lugar la crecida de ciento veinte metros después de la última glaciación? ¿Con qué grado de linealidad, qué nivel alcanzó el Atlántico Norte en ese período del Mesolítico? La ponente recopila diversos estudios de climatólogos, proyecta resultados y concluye adelantando la hipótesis de una altura de la ola del orden de treinta metros. Luego el moderador retoma la palabra y se la cede a Margaret. Han requerido su presencia porque Doggerland constituye una pieza clave en el esfuerzo de modelización de la propagación de un tsunami en el mar del Norte. Al hilo de lo que se acaba de exponer y de la curva de elevación del nivel de los mares, Margaret describe los dos escenarios que pueden plantearse. Si por entonces Doggerland era una isla de cinco a diez metros de altitud, una gran parte de la energía del tsunami se disipó contra sus costas. En caso contrario, más próximo a la configuración actual, la de un territorio ya medio sumergido en el mar del Norte, la onda se propagó por toda la cuenca, alcanzando el antiguo litoral de Bélgica, los Países Bajos y Alemania. La tesis que defiende Margaret, respaldada por los hallazgos de turba en el Dogger Bank posteriores al deslizamiento de Storegga, es que Doggerland sirvió de obstáculo. Las olas del tsunami azotaron de lleno el norte de la isla, la totalidad de la franja litoral fue devastada, a una profundidad que puede variar localmente, en función de la topografía y del revestimiento vegetal, de la presencia o no de dunas, por ejemplo, o de un bosque costero. En la última parte de su exposición, vuelve sobre la densidad de las poblaciones del Mesolítico y su distribución, estrechamente relacionadas, en los territorios vecinos al mar del Norte, con la explotación de los recursos pesqueros. Si, según ella, los ecosistemas de la costa sur de la isla no sufrieron, no sucedió lo mismo con las orillas y el entorno del gran lago del Outer Silver Pit, situado en efecto al suroeste de la isla, pero conectado con su costa norte por un río y un enorme estuario. Pone el ejemplo del Firth of Forth, el estuario del Forth de Escocia, donde se han identificado tsunamitas datadas a partir del deslizamiento de Storegga hasta a cincuenta millas, como unos ochenta kilómetros, en el interior de las tierras.
Después de que cada uno de los cinco oradores se haya explicado, dentro del tiempo estipulado, es decir, unos quince minutos, arranca el debate. Hay unos cuantos, pertenecientes a un pequeño grupo de investigadores de los cuales dos representantes están presentes en la mesa, que ven más lejos, prevén las probabilidades de que el episodio se repita, que un seísmo de fuerte magnitud en una zona sísmicamente activa provoque un derrumbamiento del margen Storegga. Un acontecimiento ciertamente imprevisible pero estadísticamente esperable, de una probabilidad baja a corto plazo pero efectiva en una escala de tiempo lo suficientemente larga, por eso es por lo que realmente trabajan, esa es la razón por la cual, una vez expuesto al público el fenómeno tal y como se produjo, una vez establecidas sus características y las tensiones que afectan hoy al Gran Borde, el debate evoluciona hacia la posibilidad de un nuevo tsunami y sus consecuencias previsibles, ya no en un pueblo de pescadores-recolectores del Mesolítico, sino en una franja litoral poblada por millones de personas, surgidas de entre las empresas más prósperas del continente europeo. Lo que sobrepasa la imaginación es que nadie se lo represente, ellos plantean, elaboran escenarios, se proyectan en el después, el después del gran vuelco, una vez que el proceso se haya desencadenado, sin que se sepa con certeza cuál será el factor desencadenante de entre todos los posibles, lo que sigue es modelizable, y también los estragos a distancia del epicentro, en función de la topografía de las costas, de la altura de la ola y de su velocidad de propagación. Cada día en su laboratorio reflexionan sobre una ficción catastrófica, discuten, se consultan, tanto entre ellos como a otros investigadores, reunidos en pequeños equipos pluridisciplinares, trabajan en la caída de un meteorito, la detención de la corriente del Golfo o la reactivación del Yellowstone, o varios centenares de científicos alrededor del mundo, financiados con dinero público, se da por hecho que a fondo perdido, comprometidos y rigurosos en un enfoque que parece tan delirante fuera del reducido círculo, en las minucias de cada instante y sus costumbres, ventanas abiertas al campus, integrados en su comunidad, atentos al mundo que los rodea, se permiten ir allí donde pocos se aventuran, se sumergen cada vez más según van atravesando etapas, en el transcurso de meses de estudio y de tiempo de simulación, por su cuenta y riesgo, conscientes de que proceder de esta manera, triturar la realidad para que engendre la peor de sus posibilidades, constituye un desafío al orden mental. Esta no es exactamente la manera de pensar de Margaret, que prefiere abrir las aguas, igual que hizo Moisés con el mar Rojo en Los diez mandamientos, antes que verlas cerrarse y engullirlo todo. Que prefiere, en lugar de imaginar el desastre inminente, sacar a la luz, en el campo del conocimiento, lo que se había perdido. Y sin embargo escucha a sus colegas, concentrada en lo que dicen, ni más ni menos desconectada que antes, sus hipótesis futuristas respaldadas, correlacionadas con el pasado del planeta; interviene poco, dos veces en el debate en respuesta a preguntas del moderador, nunca se siente cómoda en esta clase de actos, desprevenida, empujada por una sociedad que ha hecho de la comunicación su valor central, contrariamente a su temperamento, se obliga a desempeñar el papel dentro de su campo de especialización, del perímetro que le es propio, pero no le gusta salir de ahí, se abstiene tan a menudo como puede de hacerlo, que es precisamente lo que se le pide ahora, que se implique en un debate que actualiza un acontecimiento pasado y en eso sobrepasa su campo de investigación. Los observa, activos, bajo presión, contentos cada vez que tienen ocasión de difundir sus trabajos y ampliar su audiencia, y aunque se mantenga deliberadamente al margen, sigue atenta, tan buen público como el público de la sala, sin la emoción de lo espectacular, los escucha revisitando a su manera nuestro planeta y el lugar del Hombre, reviviendo el reflejo de un afuera, lo que los mesolíticos sabían antes que nosotros, sin necesidad de ser geólogos, biólogos o astrofísicos, de un exterior al Hombre en el cual se inscribe quien tarde o temprano, pase lo que pase, hagamos lo que hagamos, recuperará el control, y no estaremos aquí para ver el vuelco que llevará entonces a cabo el superviviente que ya conoció otras extinciones en masa. ¿Acaso nos lo podemos representar siquiera? El moderador se ha vuelto hacia ella. Tratando de mantener las formas, ella explica que los científicos pueden efectivamente emplearse en la tarea, intentar prever el curso que tomará la evolución, conscientes de que nos encontramos en el mismísimo centro de lo imprevisible, en lo que sobrepasa el entendimiento y la imaginación que es con diferencia la única enseñanza que podemos sacar del pasado, a diferencia de procesos geológicos que responden a principios mucho menos aleatorios el devenir del superviviente se nos escapa, siempre podemos tratar de imaginarnos lo inimaginable, pero a la hora de la verdad no sirve de mucho, es una pérdida de tiempo, incluso, aunque no lo dice con estas palabras.
Al final de la intervención del moderador que clausura la mesa redonda, la intensidad luminosa aumenta de nuevo en la sala. Margaret y sus colegas se ponen en pie, dan unos pasos, charlan, empiezan a recoger sus cosas. El público hace lo mismo, algunos vecinos de Esbjerg se han unido a los congresistas, cabezas rubias o blancas, activos en la pirámide de las edades de uno y otro lado, estudiantes y personas de la tercera edad que intercambian impresiones entre ellos, se vacían las filas, es un fenómeno masivo de reflujo, la evacuación se realiza por la parte alta de la sala, por uno de los dos pasillos que dividen el patio de butacas en tres, la pendiente es regular, la progresión es suave, un escalón detrás de otro, a un ritmo impuesto por el embotellamiento que forma el apiñamiento, a la salida gente que se espera, se reagrupa, se agolpa frente al panel de información donde se cuelga la programación, las puertas se abren y se cierran, Marc Berthelot aprovecha un momento de tregua para deslizarse dentro de la sala. Baja algunos escalones y se para. Se queda ahí, inmóvil, hace de su mirada un cedazo para que no se le escape nada de lo que sucede en el escenario, impasible, la cara inexpresiva, indiferente a los que suben a su encuentro o pasan de largo. Y es entonces cuando ella lo ve. Su silueta no destaca, a pesar del desnivel, se funde con la masa. Solo es localizable por la asimetría que produce entre los dos pasillos, por la leve perturbación que crea en el flujo de salida, plantado de cara al escenario y con la mirada fija, como uno de esos peñascos que afloran en mitad del río y obstaculizan la corriente, más o menos invisibles desde la orilla pero que provocan un remolino en la superficie, y es gracias a esa anomalía por lo que se los detecta. Ella está reorganizándose el bolso, poniendo un poco de orden para poder meter el ordenador, se detiene. Él no se mueve, esperando a que ella reaccione, que dé a entender que nota su presencia, que haga un gesto en su dirección y demuestre así una voluntad común. Ella lo hace. Se aparta y avanza hacia el borde del escenario, el bolso y el abrigo detrás encima de una mesa, el teléfono en la mano. Solo entonces cruza una mirada con ella, acusa recibo asintiendo con la cabeza, alza una mano y señala como punto de encuentro la sala de exposiciones detrás de él, luego se da la vuelta, se coloca en el sentido de la circulación, se une al movimiento general del reflujo cuya fuente se seca progresivamente, reducida al público que no tiene obligaciones horarias o prefiere tomarse su tiempo, sube a su ritmo el último tramo de escal...

Índice

  1. Portada
  2. Margaret
  3. Marc
  4. Storegga
  5. Epílogo
  6. Créditos