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Información del libro

Sidney y Alicia Bartleby, un joven matrimonio, residen en un pequeño cottage en la campiña inglesa, él escribiendo, ella pintando. Están casados desde hace varios años y llevan una vida muy aislada. Sidney está redactando e intentando vender unos guiones para una serie televisiva, lo que les permitiría paliar sus estrecheces económicas, mientras sigue esperando la respuesta de un editor norteamericano sobre la publicación de una novela que han rechazado ya varias editoriales. La relación entre ambos se va deteriorando y Alicia para descargar la tensión decide, como ya ha hecho en otras ocasiones, ir a pasar un tiempo a Brighton. Aunque en esta ocasión convienen que la separación será indefinida, hasta que ella sienta deseos de volver... Sidney, cuya imaginación trabaja sin descanso, fabula sobre qué pasaría si él hubiera asesinado a Alicia, en vez de tratarse simplemente de una separación provisional, y empieza a comportarse de forma extraña... Y, a fuerza de imaginar cosas horribles, acaban por suceder cosas horribles que dejarán al lector sin aliento.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433935601
Categoría
Literature

1

El terreno que rodeaba la casita de dos pisos de Sydney y Alicia Bartleby era llano, al igual que la mayor parte del condado de Suffolk. Una carretera asfaltada, de dos carriles, pasaba a unos veinte metros de la casa. A un lado del paseo frontal, construido con losas ligeramente torcidas, cinco olmos jóvenes proporcionaban cierta intimidad, mientras que al otro lado un seto alto y espeso formaba una pantalla todavía mejor a lo largo de treinta metros. Por esta razón Sydney nunca lo había recortado. El césped del jardín estaba tan descuidado como el seto. La hierba crecía en manojos y en algunos puntos dejaba al descubierto retazos de tierra entre marrón y verde. Los Bartleby se ocupaban más del jardín situado detrás de la casa y, además de un pequeño huerto y varios macizos de flores, tenían un estanque ornamental, de alrededor de metro y medio de ancho, construido por el propio Sydney, en cuyo centro había una columna de piedras unidas por medio de argamasa. Pero nunca habían logrado conservar vivos en el estanque peces de colores; incluso las dos ranas que habían metido en él habían decidido trasladarse a otra parte.
La carretera llevaba a Ipswich y Londres en una dirección y a Framlingham en otra. Detrás de la casa se extendían los terrenos de su propiedad, sin ningún límite visible, y más allá había un campo que pertenecía a un agricultor cuya casa no se veía desde la de los Bartleby. Éstos vivían en Blycom Heath, aunque Blycom Heath propiamente dicho se encontraba a unos tres kilómetros en dirección a Framlingham. Vivían en la casa desde hacía año y medio, casi tanto tiempo como el que llevaban casados. La casa, en buena parte, era el regalo de bodas de los padres de Alicia, aunque ésta y Sydney habían pagado mil libras de las tres mil quinientas que costaba. Era un paraje solitario, en lo que respecta a gente y vecinos, pero Sydney y Alicia tenían sus propias ocupaciones –escribir y pintar–, se hacían compañía el uno al otro durante todo el día y habían hecho algunos amigos que vivían desparramados por los alrededores hasta puntos tan lejanos como Lowestoft. Pero tenían que conducir varios kilómetros para llegar a Framlingham aunque sólo fuese para llevar un par de zapatos a remendar o comprar un frasquito de tinta china. Los dos suponían que si la casa de al lado estaba vacía, era por lo solitario de aquel paraje. A simple vista, la casa de al lado, que era sólida, tenía dos pisos, fachada de piedra y una ventana en la buhardilla, parecía hallarse en mejor estado que la suya, pero les habían dicho que era necesario hacer muchas obras, ya que llevaba cinco años desocupada, aparte de que sus últimos habitantes, un matrimonio de edad avanzada, no habían podido hacer mejoras por falta de medios. La casa se alzaba a doscientos metros de la de los Bartleby, y a Alicia le gustaba asomarse a la ventana de vez en cuando y contemplarla, aunque estuviese vacía. A veces se sentía geográficamente muy sola, como si ella y Sydney vivieran aislados en el fin del mundo.
A través de Elspeth Cragge, que vivía en Woodbridge y conocía al señor Spark, un corredor de fincas, Alicia se enteró de que una tal señora Lilybanks acababa de comprar la casa de al lado. Elspeth le había dicho que la señora Lilybanks era una anciana de Londres, añadiendo que hubiera resultado más divertido que la casa la ocupara una pareja joven.
–La señora Lilybanks se ha instalado en la casa –dijo alegremente Alicia una noche, cuando se encontraban en la cocina.
–¿De veras? ¿La has visto?
–Muy fugazmente. Es bastante mayor.
Eso ya lo sabía Sydney. Los dos habían visto a la señora Lilybanks un mes antes, cuando había visitado la casa en compañía del corredor de fincas. Durante más de un mes varios trabajadores habían merodeado por la casa y el jardín dando martillazos aquí y allá, y ahora la señora Lilybanks ya estaba instalada en ella. Aparentaba unos setenta años y probablemente escribiría una breve nota de queja si los Bartleby celebraban alguna fiesta ruidosa en el jardín de atrás aprovechando el verano. Sydney preparó cuidadosamente dos martinis en un jarro de cristal y los sirvió en sendas copas.
–Hubiese ido a verla, pero había un par de personas con ella y me dije que tal vez pasarían la noche allí.
–¡Hum! –dijo Sydney.
Estaba preparando la ensalada, como solía hacer para la cena.
Con gesto automático sujetó con una mano el armarito de metal antes de abrir la puerta pegajosa y sacar la mostaza. Luego, sin darse cuenta, levantó súbitamente la cabeza, se dio un golpe en la frente y soltó una maldición.
–Oh, cariño –dijo distraídamente Alicia, atenta al pastel de carne y riñones que se cocía en el horno. Llevaba pantalones ceñidos color azul celeste; parecían tejanos, pero tenían una abertura en forma de uve en el extremo inferior de las perneras. Su camisa era de algodón, también azul, regalo de una amiga americana. El pelo, rubio y descuidado, le caía sobre los hombros. Su rostro era delgado, bien formado y bonito; grandes y de un gris azulado los ojos. Sobre el muslo izquierdo aparecía una mancha de pintura azul que seguía allí a pesar de numerosos lavados. Alicia pintaba en una habitación situada en la parte posterior del piso de arriba.
–Pero es probable que mañana le haga una visita –dijo Alicia, refiriéndose de nuevo a la señora Lilybanks.
El pensamiento de Sydney estaba a muchos kilómetros de allí, en la tarde que había pasado con Alex en Londres. Le molestó la tercera intrusión de la señora Lilybanks. ¿Por qué Alicia no le preguntaba cómo había pasado la tarde, sobre su trabajo, como hubiera hecho cualquier esposa? A veces se empeñaba en hablar y hablar de lo mismo, a sabiendas de que él se aburría. De modo que Sydney no se molestó en contestar.
–¿Qué tal Londres? –preguntó finalmente Alicia, cuando ya se encontraban sentados a la mesa del comedor.
–Oh, igual. Sigue en el mismo sitio –dijo Sydney con una sonrisa forzada–. También Alex sigue siendo el mismo. Quiero decir que no tiene ideas nuevas.
–Ah. Creía que hoy ibais a preparar otra cosa.
Sydney suspiró, vagamente irritado, pero era el único tema del que quería hablar.
–Ésa era nuestra intención. Yo tenía una idea. Pero no dio resultado. –Se encogió de hombros. La tercera serie que él y Alex habían escrito (en realidad la había escrito él, y Alex se había limitado a convertirla en un guión televisivo) había sido rechazada la semana anterior por el tercero y último de los posibles compradores de Londres. Tres o cuatro semanas de trabajo, por lo menos cuatro sesiones con Alex en Londres, una sinopsis completa y detallada, y el capítulo primero, de una hora de duración, todo ello cuidadosamente empaquetado y enviado a uno, dos, tres posibles compradores. Y todo para nada, sin contar la sesión de aquel mismo día. Diecisiete chelines para el billete de Ipswich a Londres, más ocho horas y cierta cantidad de energía física, más la frustración que producía ver cómo la cara ancha y sombría de Alex se ensombrecía aún más, y luego el silencio denso, roto finalmente por un «No, no. Esto no sirve». Era como para arrancarse los cabellos, tirar la máquina de escribir al arroyo más cercano y luego saltar tras ella.
–¿Cómo está Hittie?
Hittie era la esposa de Alex, una chica rubia y silenciosa, absorbida totalmente por el cuidado de sus tres hijos de corta edad.
–Como siempre –dijo Sydney.
–¿Hablasteis de tu nueva idea, la del hombre del petrolero? –preguntó Alicia.
–No, querida. Ésa es la que me acaban de rechazar. –Sydney se preguntó cómo Alicia era capaz de olvidarlo, teniendo en cuenta que había leído el primer capítulo y la sinopsis–. Mi nueva idea, no sé si te he hablado de ella, es una historia de tatuajes. El hombre que se hace un tatuaje falso para parecerse a otro hombre al que se da por muerto.
No se sentía con fuerzas para contarle la complicada historia. Él y Alex habían creado un detective llamado Nicky Campbell, un joven que tenía un empleo corriente y una novia, y siempre se tropezaba con crímenes y resolvía misterios y capturaba delincuentes y siempre salía vencedor de las peleas a puñetazos y tiros. Pero nunca les compraban las historias. Alex, no obstante, estaba seguro de que algún día alcanzarían el éxito. A Alex le habían aceptado un guión para la televisión dos años antes y desde entonces había escrito cinco o seis que no le habían aceptado, pero se trataba de espacios normales, de una hora de duración, y Alex estaba convencido de que lo que necesitaban ahora los de la televisión era una buena serie. Por suerte para él, Alex tenía un empleo fijo en una editorial. Sydney no tenía ningún empleo y no había conseguido colocar su última novela, aunque años antes le habían publicado en los Estados Unidos las dos primeras. Sus ingresos fijos consistían en unos cien dólares mensuales que recibía cuatro veces al año y eran el fruto de unas acciones que un tío suyo de América le dejara en herencia. Vivían de ellos y de la renta de cincuenta libras mensuales que cobraba Alicia; con aquel dinero compraban tubos de pintura y lienzos, papel, cintas para la máquina de escribir y papel carbón, las herramientas de sus respectivos oficios, aquellos oficios que tan pocos beneficios les proporcionaban. El dinero que Alicia había ganado hasta la fecha con sus cuadros se reducía a cinco libras, aunque ella no se tomaba la pintura tan en serio, como actividad lucrativa, como Sydney se tomaba su profesión de escritor. No compraban nada que pudiera considerarse artículo de lujo, salvo licor y cigarrillos, aunque, dado que ello resultaba tan caro en Inglaterra, el simple hecho de comprarlos parecía un lujo, una verdadera locura. Fumar cigarrillos era como enrollar billetes de diez chelines y encenderlos, mientras que el licor daba la impresión de ser oro derretido. Llevaban meses sin comprar un disco. El televisor lo habían alquilado en una tienda de Framlingham. La mayoría de los ingleses tenían un televisor alquilado, ya que constantemente aparecían modelos nuevos y el televisor que comprabas enseguida quedaba anticuado. Sydney justificaba el alquiler del televisor diciendo que lo necesitaba para el trabajo que hacía con Alex.
–¿Piensas seguir trabajando con Alex? –preguntó Alicia a punto de comerse el último bocado.
–¿Qué otra cosa puedo hacer? Detesto desperdiciar días en Londres como hoy, pero a lo mejor en el futuro tendremos suerte.
De pronto una sensación de rabia se apoderó de él, sintió odio hacia Alicia y la casa, y ganas de cambiar de tema; deseó borrar de su mente todas las palabras y pensamientos de aquel día, olvidarse de Alex y de sus malditos guiones. Encendió un cigarrillo, justo en el momento en que Alicia le pasaba la ensalada, y con gesto maquinal se sirvió un poco. Al día siguiente volvería a trabajar en la sinopsis, intentando incluir o mejorar las endebles ideas que se le habían ocurrido a Alex. Después de todo, se suponía que las historias las inventaba él, que él era la fuente de las mismas.
–Querido, esta noche toca la basura. No te olvides –dijo Alicia, con tal dulzura que Sydney se habría reído de haber estado de mejor humor o de haber estado presentes otras personas.
Probablemente Alicia quería hacerle reír, o sonreír, pero Sydney se limitó a mover distraídamente la cabeza, con expresión seria, y luego su mente se concentró en la palabra basura, como si se tratase de un problema vital, importantísimo. Los basureros sólo pasaban una vez cada quince días, de manera que la cosa era seria si se olvidaban de dejar toda la basura al borde del camino. Tenían un solo cubo de basura, de tamaño inadecuado, que se hallaba siempre al borde del camino y en el que únicamente tiraban botellas y latas. Los papeles los quemaban y los restos de verduras y frutas los utilizaban como abono compuesto; pero, dado que el zumo de naranja, los tomates y otras muchas cosas se vendían en latas y botellas, siempre tenían mucha basura y en el cobertizo del jardín había ya varias cajas de cartón llenas a rebosar cuando llegaban los basureros. Normalmente llovía la víspera de la recogida, por lo que Sydney se veía obligado a arrastrar las cajas de cartón por el terreno embarrado, dejarlas al lado del cubo y esperar que no se deshicieran durante la noche.
–Es una lata que tengas que sentirte avergonzado de tener basura en la campiña inglesa –dijo Sydney–. ¿Qué hay de anormal en tener basura? Me gustaría saberlo. ¿Acaso creen que la gente no come?
Alicia se dispuso serenamente a defender a su país.
–No es vergonzoso tener basura. ¿Quién dijo que lo fuera?
–Puede que no lo sea, pero hacen que lo parezca –dijo Sydney con igual serenidad–. Al ser tan espaciadas las recogidas, hacen que la gente se fije en ello..., es como si les restregasen la cara en la basura. Justamente igual que ocurre con el horario de los pubs. Te dan con la puerta en las narices cuando tienes ganas de beber, de modo que luego, a la primera ocasión, bebes todavía más.
Alicia defendió el horario de cierre de los pubs alegando que así se evitaban los excesos, y defendió la infrecuente recogida de la basura diciendo que, de recogerse más a menudo, subirían los impuestos municipales, y de esta manera la discusión, que no era la primera que tenían, se prolongó otros dos o tres minutos y al final los dos quedaron un tanto irritados, ya que ninguno de ellos consiguió convencer al otro.
Alicia no estaba tan irritada como Sydney, en realidad fingía estarlo. Era su país, a ella le gustaba y a menudo tenía ganas de decirle a Sydney que se marchara si no se sentía a gusto allí, pero nunca había llegado a hacerlo. Le encantaba tomarle el pelo a su marido, incluso en un tema tan delicado como era su trabajo, porque a ella la respuesta a su problema le parecía muy fácil: Sydney debía relajarse, ser más natural, más feliz, y escribir lo que le apeteciese; entonces lo que escribiera sería bueno y se vendería. Así se lo había dicho muchas veces y él le daba alguna respuesta compleja y masculina, defendiendo las virtudes de pensar mucho y dirigir la producción a unos mercados concretos.
–Pero si decidimos vivir en el campo para relajarnos... –le había dicho varias veces.
Pero era como arrojar gasolina al fuego, y entonces Sydney se inflamaba de veras, le preguntaba si creía que vivir en el campo con un millón de tareas bucólicas era más relajante que vivir en un piso de Londres, por pequeño que fuese. Bueno, los alquileres eran altos en Londres y cada vez subían más y, si quería saber la verdad, en realidad Sydney no deseaba vivir en Londres, porque prefería el paisaje del campo y vestir despreocupadamente y, en realidad, hasta le gustaba reparar la valla de vez en cuando y trabajar en el jardín. Lo que necesitaba Sydney, desde luego, era vender una de las series que escribía con Alex o su novela Los estrategas, a la que seguía dando los últimos toques. Alicia opinaba que ya le había dado suficientes toques y que, si era preciso, debía mostrársela a todos los editores de Londres. Se la había enseñado a seis de ellos, incluyendo la Nerge Press, que era la editorial donde trabajaba Alex, y a tres de los Estados Unidos, y todos la habían rechazado, pero había muchas más editoriales y Alicia sabía de libros rechazados hasta treinta o más veces antes de que un editor los aceptara finalmente.
Mientras lavaba los platos, alzaba de vez en cuando la vista para mirar a Sydney, que iba de un lado a otro calzado con sus zapatillas con suela de goma; se las había puesto tan pronto como llegó a casa. Ya había sacado las cajas de cartón llenas de basura y ahora contemplaba el jardín a la luz del crepúsculo, agachándose de vez en cuando para arrancar algún hierbajo. Las lechugas acababan de brotar, pero eran lo único que había hecho.
Cada dos por tres Sydney miraba la luz solitaria que brillaba en una de las ventanas de la casa de la señora Lilybanks. Supuso que sería una mujer a la que le gustaba retirarse temprano o que quería ahorrar electricidad. Probablemente ambas cosas. Resultaba extraño tener otra persona viviendo tan cerca de ellos, una persona que pudiera asomarse a la ventana en aquel preciso momento, por ejemplo, y verle, al menos vagamente, dando vueltas por el jardín posterior. A Sydney no le gustaba. Entonces se dio cuenta de que no miraba la ventana iluminada para ver a la señora Lilybanks, por la que no sentía ni pizca de curiosidad, sino para ver si ella le estaba observando. Pero no vio absolutamente nada en la ventana salvo dos cortinas verticales y amarillentas que prácticamente ocultaban lo que estuviera ocurriendo detrás de ellas.

2

En aquel momento, las nueve y diecisiete minutos de la noche, la señora Lilybanks no estaba pensando en acostarse a pesar de que había tenido un día muy agitado. Estaba colocando la mesita de noche en la posición más conveniente junto a la cama y pensando si debía colgar su cuadro de Cannes (pintado casi cincuenta años antes, durant...

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  31. Notas
  32. Créditos