Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 360 páginas
  2. Spanish
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Panorama de narrativas

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Citas

Información del libro

Caitlin Moran vuelve a la carga con una novela visceral y tronchante sobre el amor, la amistad y los gilipollas con los que a veces nos topamos.

A Johanna Morrigan, que firma sus crónicas musicales con el seudónimo de Dolly Wilde, la conocimos en Cómo se hace una chica, donde fuimos testigos de los últimos coletazos de su adolescencia y sus primeros pasos en el mundo adulto y el mundillo musical. Aquí nos la encontramos ejerciendo de columnista en pleno estallido del britpop de los años noventa.

Con esta banda sonora de lujo, Cómo ser famosa relata los amoríos de la protagonista con John Kite, que ahora se ha convertido en un cantante famoso con una apretada agenda; su amistad con la irreverente y ocurrente Suzanne, cantante del grupo femenino The Branks, y también su escarceo o encontronazo con un famoso comediante más bien impresentable que responde al nombre de Jerry Sharp. Acaban en la cama y él graba el acontecimiento, para después hacer correr entre sus colegas el vídeo, que terminará en boca de medio Londres y obligará a Johanna a tomar una decisión valiente y provocadora para atajar el bochorno...

Caitlin Moran nos ofrece una novela irreverente, deslenguada, mordaz y a ratos desternillante. En ella habla del amor, la amistad, los gilipollas con los que a veces nos topamos y la necesidad de aprender a ser una misma sin tapujos ni cortapisas. Y habla también de Londres, de la vitalidad del pop británico y de la perniciosa obsesión por la fama. Y lo hace desde una mirada feminista y desacomplejada, lanzando opiniones demoledoras y descacharrantes sobre todo lo que se le pone a tiro desde la columna que escribe la protagonista. Concebida como la segunda parte de lo que la autora planea como una trilogía, en la que cada volumen puede leerse de modo independiente, esta obra es Moran en estado puro, disfrutable de la primera página a la última.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433940438
Categoría
Literatura

Tercera parte

20

A la mañana siguiente me despierto muy agobiada.
Me parece muy bien que Suzanne se enfrente a Jerry en un bar, sin cortarse ni un pelo, delante de toda la industria musical, pero mi problema es que no entiendo suficiente de sexo como para afirmar con absoluta certeza: «Lo que hizo Jerry estuvo mal.»
El sexo es tan misterioso (no sé, la mayor parte pasa dentro de ti, ¿no es flipante?) que ni sé si «un hombre grabando tu polvo de mierda» está mal. Solo he tenido relaciones sexuales seis veces y nunca he leído ninguna lista que incluya lo que se considera «normal» en el sexo. No existen pautas oficiales. No puedes buscarlo en la biblioteca, como suelo hacer con todos los demás aspectos de mi vida. A lo mejor resulta que todo el mundo echa polvos de mierda tipo Jerry y lo único que hago es revelar mi inexperiencia si protesto y me lamento diciendo: «¡Pues mira, no me moló nada lo que hiciste!»
No quiero decir que no me gustara follar con Jerry, porque quizá ese tipo de polvos sean como las aceitunas: primero te dan náuseas y no entiendes cómo puede ser que a la gente le gusten, pero, si sigues probándolas, al final lo entiendes. Se te recompensa por tu tenacidad ¡y te empieza a gustar grabarte cuando follas con Jerry! (o comer aceitunas). ¡Ahora eres una adulta sexualmente sofisticada, que huele a aceitunas y a atrevimiento sexual!
Eso es lo que yo quiero: ser una adulta sexualmente sofisticada que huele a aceitunas y a atrevimiento sexual.
Pero también quiero follar como a mí me guste. Y os aseguro que ese polvo no me gustó nada.
El gran problema con Jerry es que no consigo decidir cuál de las dos verdades posibles sobre nuestro polvo me jodería más:
1) que he sido sexualmente ingenua y me ha sorprendido algo que, al fin y al cabo, es perfectamente normal, o
2) que he sido víctima de un caso flagrante de abuso sexual.
No quiero ninguna de esas dos cosas, pero son mis únicas opciones y por eso me he propuesto olvidarlo todo.
Y ahora, en medio de toda esta confusión, Suzanne ha empezado una guerra y ha convertido mi vagina en un terreno de batalla feminista. Eso no tiene nada que ver con lo que yo había planeado para mi vagina. Siempre he aspirado a algo así como «un adorable espacio público, con aparcamiento limitado».
Toda esta situación me está angustiando mucho. Decido llamar a Suzanne y decirle que tenemos que disculparnos. Solo para calmar las cosas. Es lo correcto. No debes provocar una Guerra de Géneros nuclear en toda regla si te sientes un poco floja.
Marco y marco su número y el teléfono suena durante horas hasta que finalmente lo coge, lo deja caer y, antes de que yo pueda decir nada, grita: «Quienquiera que seas, que te jodan hasta el mediodía» con una voz muy ronca antes de colgar.
Aunque sea una respuesta típica de Suzanne (solo son las diez de la mañana), no me ayuda a remediar la ansiedad o la paranoia, así que llamo a Zee para tranquilizarme. Hablar con Zee es como comerse una agradable patata al horno. Es el carbohidrato humano.
–¿Qué tal? –le pregunto, sentada en la cama, algo pachucha.
–Un poco estresado –dice Zee–. Ahora mismo Suzanne tendría que estar en el estudio grabando las voces. Cada vez que la llamo, dice «Que te jodan hasta el mediodía» y cuelga. Hasta ahora, su silencio me ha costado doscientos setenta pavos. El sofá de mi madre, mira.
–¿Puedo pedirte un consejo? –le pregunto.
Le pongo al día sobre lo de anoche: sobre lo de Jerry y la chica y aquello de llamarlo pervertido.
–Y ahora hay como muy mal rollo y creo que debería pedirle perdón a Jerry, para que todo vuelva a la normalidad.
–Y, exactamente, ¿por qué le pedirías perdón? –me pregunta Zee, confuso–. ¿Por darle un consejo a una víctima sexual en potencia?
–Dicho así, ¡suena tan razonable!
–Bueno, es que es razonable. Está permitido hablar, decirle cosas a la gente –dice Zee–. Puedes decir cómo te sientes. Puedes compartir tu conocimiento. Es una característica propia de los seres humanos.
–Pero es que se está armando un lío –me lamento–. No me gusta.
–A veces, sin necesidad de que hagas nada, solo por estar vivo, ya armas líos –me dice–. La vida ya es complicada. Mira, tengo que dejarte, tengo que hacerle de despertador a Suzanne. Cuídate. Llámame luego si estás preocupada, pero no le pidas perdón a Jerry.
Me paseo un rato por el piso pensando qué puedo hacer. Tengo la impresión de que todo está... mal. John, Suzanne, Zee, yo: nadie está en el lugar correcto. Estamos todos atascados. La vida empieza a pesar. Londres, la gran máquina tragaperras, se ha jodido. ¿Cómo podríamos arreglar todo esto?
Me preparo una bañera para la resaca y contemplo mis pechos flotando en el agua.
–¿Qué me aconsejáis que haga, tetas? –les pregunto.
Ellas siguen flotando, parecen un poco desconcertadas. Supongo que es porque normalmente no ven nada: están tapadas, dentro de mi sujetador, como aves de presa. ¡Deben de sorprenderse tanto cada vez que salen! Ya sea en la bañera o cuando me las soba un pavo. ¡Sorpresa!
–Algún día os contaré todo lo que pasa entremedias –les prometo–. En resumen, estoy yo sola escribiendo.
Mientras meneo perezosamente mis pechos y les prometo una vida mejor, me doy cuenta de que lo que necesitamos es ¡una fiesta! Una fiesta para todos los que estamos jodidos, porque seguro que, si reunimos a un grupo de personas con problemas, algunas ya relacionadas entre ellas o peleadas entre ellas, y las emborrachamos, las cosas mejorarán inmediatamente. Si la máquina tragaperras se atasca, solo hay que... golpearla un poco. Dale un porrazo en un lado para que vuelva a funcionar. Una fiesta es eso: un porrazo en un lado de la máquina. Voy a darle un par de hostias.

21

Dos semanas más tarde, me pongo a limpiar mi apartamento de arriba abajo. La verdad es que últimamente parece un vertedero.
Esta mañana he tirado seis bolsas podridas a punto de explotar de la cocina. Me he dado cuenta de que algunas hasta han goteado un poco de jugo de basura por el suelo y, cuando las he levantado, he visto varias pandillas de gusanos flotando por ahí y nadando entre la porquería; aquello parecía la piscina de bichos de una pesadilla. Me he avergonzado de mí misma.
–Tu objetivo en la vida no era acabar teniendo una granja de gusanos, Johanna –me digo mientras los recojo con un trapo y los echo al jardín–. Tú puedes hacerlo mejor.
Decidida a mejorar, espero hasta que no pasa nadie por la calle, robo unos tulipanes del jardín del vecino y los pongo en una botella de leche encima de la mesa.
–¡Eleváis el espíritu y deleitáis la vista! –les digo mientras aspiro las seis toneladas de pelo de perra mohoso que recubren la alfombra.
Cuando he invitado a mis amigos a la fiesta, les he explicado que, por el carácter del colectivo y, fundamentalmente, porque estoy pelada, yo pondré el local y, a cambio, ellos tienen que traer alcohol (John), comida (Suzanne) y refrescos (Zee). The Face aún no me ha pagado y la semana pasada me cortaron la luz y tuve que ir a pagar con dinero en metálico a una oficina en la calle Bond para que volvieran a darme de alta.
Me llevé a la perra conmigo, pero le da pánico el metro e intentó bajar por la escalera mecánica de subida y luego no paraba de gimotear mientras yo hacía cola para pagar. No entiendo cómo puede ser que una gran compañía como la compañía eléctrica no disponga de una vía rápida para los consumidores y usuarios que son dueños de un perro. Teniendo en cuenta lo molesta que parecía la gente, sería lo mejor para todos, especialmente para los perros.
Pero volver a tener luz en el piso tuvo sus inconvenientes. Cuando no tenía luz, iluminaba el apartamento con velas y puse unas cuantas encima del televisor. Al tener luz de nuevo, me di cuenta de que la cera de las velas había goteado por detrás del televisor y se había colado dentro. Me di cuenta porque la tele explotó. Fue bastante dramático.
Hoy, mientras ordeno y preparo el salón, intento tirar el televisor destrozado en el contenedor de mis vecinos, pero está demasiado lleno y no cabe. ¿Cómo pueden ser tan vagos? ¡Vaciad vuestro contenedor, tíos!
Así que lo dejo en la acera, junto al contenedor. Poco a poco, voy resolviendo temas.
Zee es el primero en llegar. Era de esperar que así fuera. Trae una botella de Ribena, una de Dandelion & Burdock y una de refresco de vainilla.
–¡Qué bueno todo! –digo–. Rápido, antes de que llegue Suzanne: ¿cómo va el álbum?
–Madre mía. Va a acabar conmigo –se lamenta Zee–. Dice que ha cambiado todo y ha empezado desde cero. El estrés me está provocando gingivitis. Se me concentra todo en las encías.
Nunca lo había visto tan afligido.
–Te voy a servir una copa para que recuperes las fuerzas –digo antes de verter el Dandelion & Burdock en una taza–. La necesitas. ¿Quieres empezar a fumar? Yo creo que ayuda.
–El cáncer de pulmón sería menos estresante que esto, desde luego –dice Zee con tristeza–. Me está volviendo loco. Yo creo que no entiende lo que significan las fechas de entrega. Ni el dinero. Da la impresión de que nada... la asusta. Nada. No sabe lo que es preocuparse por algo.
–Supongo que eso es lo bueno que tiene Suzanne –especulo sin mucha convicción.
Suena el timbre y voy a abrir.
Es Julia. Está plantada en el umbral con sus botas de agua y su impermeable amarillo y no parece que le apetezca mucho estar aquí.
–Suzanne me ha dicho que venga –dice al ver mi cara de desconcierto.
–¡Ah!
–No puedo dejar que se beba más de cinco copas y tengo que meterla en un taxi a medianoche –recita Julia con resquemor–. Ahora va de «profesional».
–Me alegro mucho de que hayas venido –digo con cordialidad.
–Me está poniendo de los nervios –continúa Julia–. En serio, que le den a todo. Yo estudié arquitectura. Podría dejar esto cuando me diera la gana.
Finalmente entra y mira alrededor buscando una copa.
–Lo siento mucho, la bebida aún no ha llegado –digo señalándole una silla para que se siente–. No creo que tarde mucho.
Julia ve a Zee.
–Ah, vale –dice–. Ahora lo entiendo. «Profesional», los cojones. Por eso quiere que la meta en un taxi a medianoche: porque está el jefe.
–Hola, Julia –la saluda Zee.
Julia suspira.
–¿Podemos ser sinceros? –dice Julia mientras se sirve un vaso de refresco de vainilla–. Ahora que estamos todos. Es una capulla, ¿no?
Vuelve a sonar el timbre.
–¿Es Suzanne? –pregunta Zee y Julia se ríe.
–Estás de broma, ¿no? –Le da una calada al cigarrillo–. Suzanne siempre llega tarde, ya lo sabéis. Mira, yo todavía estoy esperando a que se presente en una comida a la que la invité. Hace dos meses.
Es John. Lleva un abrigo de piel enorme y destrozado y en sus dedos brillan varios anillos de sello. Veo que en las dos últimas semanas ha engordado: tiene la cara un poco hinchada y está orondo y reluciente como una botella de champán Ruinart (hago esa comparación porque, de repente, saca seis botellas de Ruinart de su bolsa y las pone encima de la mesa; son preciosas: parecen un grupito de pequeños reyes). John ya está borracho. Era de esperar que así fuera. Y creo que también colocado. Veo el frío de la cocaína en sus ojos.
–¿Sabes lo fácil que es empezar a fundirse un millón de libras? –dice señalando la colección de botellas–. Fabulosamente fácil. Es l...

Índice

  1. Portada
  2. Nota de la autora
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Tercera parte
  6. Cuarta parte
  7. Créditos