ESE BULTO QUE CRECE POR MI MAGIA
Pasados tres días mi padre me llevó a la consulta de Damián. Aguardamos media hora en la sala de espera, sin hablarnos, y luego una enfermera me hizo pasar a una sala donde había una camilla y varios instrumentos metálicos dispuestos en bandejas relucientes. Un foco enorme de luz, con tres ojos intensos, me vigilaba mientras la mujer se dirigía a avisar al médico. Durante unos instantes mi imaginación divagó por entre las sombras del miedo, decorada con el semblante agrio e incómodo de mi padre, que se había convertido en mi juez y mi verdugo en menos de una semana y que amenizaba nuestra convivencia con unos silencios densos y amenazadores desde entonces.
De pronto apareció Damián en escena, vestido con una bata blanca, como un ángel que acabara de aterrizar en el planeta. Su inmediata presencia eclipsó la luminosidad de la lámpara. Era un sol ardiente y atómico, capaz de dar calor a varios universos. Y yo era un fragmento de tierra helada por el desamparo. Su radiación secó en un santiamén el sudor frío que recorría mi cuerpo y de improviso me sentí acogida, de nuevo, en un lugar sagrado, donde nadie podría hacerme daño. La experiencia fue tan benéfica que me noté hinchada de pronto por una euforia de pletórica salud. Era como haber resucitado del mundo de los muertos vivientes y subido al cielo sin transición. Un cielo donde el azul era el mar del Caribe, y el blanco era la arena de la playa, y los ángeles servían copas en cortezas de coco y con pajitas de colores. Allí estaba yo entonces. Sobre una hamaca de espuma blanca, echada en los brazos de mi nube favorita.
Antes de que Damián pudiera reaccionar corrí a abrazarlo. Era la primera vez que yo, espontáneamente, deseaba acercarme a alguien de ese modo. Nunca antes había querido o necesitado expresar mis sentimientos, pero con él fue diferente. Es que Damián me trataba de otra manera. Era un hombre sin máscara. No era ambiguo ni caminaba sobre el alambre de las medias verdades. Me hablaba de igual a igual, no como a un ser inferior al que se le debiera presuponer por sistema una inteligencia corta y limitada. Y conseguía encender esa parte de mi identidad que yo mantenía a oscuras por propia supervivencia. Abría para mí la botella del elixir que la naturaleza había inoculado en mi interior, y lo vertía en las copas de la complicidad, para beberlo conmigo, mano a mano, labio a labio, haciendo de ese rito una fiesta deliciosa.
Así pues, ante la primera oportunidad que se me presentaba de poder expresarle mi admiración y mi cariño, no lo dudé un segundo y me aferré a su bata, metiendo mi cabeza en su entrepierna –me quedaba a la altura–, lo mismo que se refugia un polluelo bajo el ala de su madre. Su olor me hipnotizó. Era la fusión de todos los sentidos, un aroma de intensidad suave pero tocando el fondo de una nota grave y sostenida, bajo árboles centenarios en el corazón de una selva agridulce. Él intentó separarme, tras una breve pausa, pero yo me agarré a su espalda con la fuerza de una ventosa, de tal forma que mi cara se apretaba más contra sus genitales. Notar ese bulto que Damián tenía entre las piernas me produjo una sensación curiosa. No quería separarme de mi héroe, pero tampoco quería separarme de aquello que llevaba debajo del pantalón. Porque era suyo. Porque de pronto era lo que lo definía, más allá de mi conocimiento racional de que Damián era un hombre, o de que su sexo era distinto al mío. Y tener mi rostro enfangado en mitad de esa excelsa y mórbida carne era como tocar la blandura de un dios, su centro más íntimo, lo reservado a escasas y privilegiadas criaturas. Me sentía dueña, por unos instantes, de todo su ser.
Al cabo de un minuto de forcejeo con Damián empecé a sentir que el bulto se iba endureciendo, como por arte de magia, y ese proceso de metamorfosis me dejó fascinada. Sin duda él era un dios capaz de todo. Yo no conocía a nadie que dominara su cuerpo de esa manera y que pudiera cambiar la consistencia de la carne como quien trueca el agua en vino. Desde luego Damián era un superhombre, y ante el viraje de los acontecimientos, yo decidí que no iba a soltar mi presa hasta que no comprobara qué niveles de dureza podía alcanzar su magia. Entonces él soltó sus brazos de mis hombros y dejó de hacer fuerza para que me despegara de su bata. Se quedó lacio y callado. Parecía entregado por fin al destino de lo que no tiene remedio.
Una energía arrolladora y a la vez desmayada, de potencia latente y subterránea, emanaba de Damián y de su bulto, cada vez más prominente y duro. De forma que yo ya no pude más y separé la cara, subí el mentón lo que pude hacia lo alto, intentando mirarlo a los ojos, y le dije, transida de deslumbramiento: «Eres mago.» Me contestó desde las alturas, en el tono más desgarrado y dulce que jamás había oído, que la magia era mía.
Entonces, aprovechando que estaba desprevenida rumiando la extraña información recabada, Damián tensó de nuevo sus músculos y consiguió despegarme de su cuerpo. Luego dobló las rodillas, que le temblaban levemente, y se agachó de tal modo que su cara quedó a la altura de la mía. Me miró a los ojos con los suyos azules y me explicó algo más: «La maga eres tú, Martina. Tú haces que ese raro objeto que tengo entre las piernas, y que se llama pene o también polla, cambie de tamaño y de textura. Tú haces que se expanda y se endurezca en contacto contigo, y que pueda hasta llorar de alegría. Es lo que les ocurre a la mayoría de los hombres con las mujeres. Pero ya lo aprenderás cuando crezcas. Ahora debes esperar a que tu cuerpo esté preparado para aprender esa lección. Es cosa de pocos años. Digamos que es un juguete que los seres humanos nos guardamos para empezar a jugar con él cuando llegamos a adultos.»
Ante semejante declaración me quedé pasmada. Yo era la maga. Yo tenía poderes. Podía cambiar el cuerpo de un hombre, aunque todavía no sabía cómo. En el caso de Damián había sido tal vez por el roce, poniendo mi rostro contra su bulto, pene o polla, o como rayos se llamara. Pero lo mejor de todo es que era un juguete para jugar con él de mayor. Menos mal, pensé yo en ese instante. Menos mal que queda algún juguete para estrenar entonces. Porque a mí la vida de los adultos me parecía un poco rollo, y la comprobación sobre la marcha de la existencia del bulto ese que crecía por arte de magia me daba ciertos ánimos para encarar la mayoría de edad con una esperanza que hasta el momento me faltaba. Pero al mismo tiempo, conforme rumiaba el poder de ese nuevo divertimento anunciado, me nació dentro una melancolía lacerante. Porque mi infancia, mejor mirado, tampoco es que fuera un parque de atracciones, sino más bien el túnel del terror, o una jaula de serpientes venenosas. Y los juguetes con los que yo contaba me dejaban habitualmente fría. No eran juguetes para compartir, sino para aislarme más todavía del mundo. Eran objetos mudos y yertos que me recordaban a cada paso que no había vida a mi alrededor, sino un montaje de naturalezas muertas con rostros de plástico y ojos bizcos, fijos en ningún horizonte. Un conjunto de esqueletos con máscara de payaso ocultando sus calaveras, amontonados en el paraje de un enorme baúl, rellenando el hueco de los compañeros de juego que jamás tuve. Y mi soledad en aquel momento se me hizo un eterno peregrinaje por los años de vida que me quedaban por pasar, con hábito de monja que arrastrara los pies sobre el suelo blindado de la felicidad, esa inalcanzable meta que siempre quedaba del otro lado, mientras el bulto de Damián se me desdibujaba cada vez más, borroso en lontananza, al final del camino largo, largo, largo, que me esperaba. Un camino solitario por el que nadie me iba a llevar de la mano. Sola yo. Solo yo. Hasta llegar al bulto quién sabe de qué hombre, cuando mayor. Porque no iba a ser el de Damián. Damián se moriría. Eso estaba claro. Damián, con treinta y cinco años que tenía, era para mí un viejo. Si tenía que esperar a que yo creciera, mal lo llevábamos. Él ya podía usar el juguete. Eso era obvio. ¿Y con quién lo habría usado? Me había dicho que somos las mujeres las que ponemos duro el bulto. Luego Damián llevaba varios años usando su juguete con todas las que pillara. De pronto sentí celos. Tal vez los primeros celos sexuales de mi existencia, aunque entonces lo entendí de otro modo.
Damián era por fin el compañero de juegos que yo tanto necesitaba, y lo que allí sentí fue el miedo de perder su interés mezclado con la rabia de pensar que hiciera caso a otras, que no fuera yo la única protagonista de su recreo, o por lo menos la más especial de todas. Y además me ponía enferma tener que relegar mi nuevo descubrimiento al futuro lejanísimo de diez años después. Así que, movida por la confianza que me daba Damián, de quien nunca hubiera esperado una bronca o una amenaza por nada que yo hiciera, alargué la mano y la posé sobre su entrepierna, primero con sobresalto y pudor, mas luego con la osadía de una inocencia curiosa. Como estaba agachado y con las rodillas abiertas, la prominencia era mayor que antes, y más asequible. La apreté tímidamente al principio, y después atenacé más la mano, para poder apreciar de forma más intensa el hundimiento de su carne fofa bajo la presión de las yemas de mis dedos. Pero me encontré con una sorpresa, y es que no había vuelto a reblandecerse, sino que seguía hecha un bloque de titanio.
–¿Con quién lo usas tú? –le pregunté, mientras él permanecía petrificado en cuclillas con mi mano entre las piernas.
–Pues con mi mujer. Sabes que estoy casado –dijo muy despacio.
–¿Solo con ella? –seguí inquiriendo.
–Responder a esa pregunta es complicado. Únicamente puedo decirte que los mayores tenemos dos opciones: usar nuestro juguete solo con una persona o, por el contrario, con varias.
–¿Qué es lo mejor?
–Depende. En ese terreno no hay leyes ni normas. Cada uno debe decidirlo por sí mismo.
–¿Y tú?
–Martina, a mí me gustan mucho las mujeres.
–O sea, que lo usas con varias.
–No es tan sencillo.
–Pero si me acabas de decir que solo hay que escoger...
–Sí, es cierto. Pero no me he explicado del todo. Aunque para la naturaleza no hay más leyes que las de lo que te apetece en cada momento, la sociedad pone sus normas, y no puedes ir por ahí usando tu juguete con cualquiera que pillas. Debe ser algo consentido mutuamente. Hay algo así como una negociación previa.
–Vale, eso lo entiendo. Pero si dicen que sí, entonces ya no hay problema.
–Existe otra cuestión.
–¿Cuál?
–Una cosa llamada fidelidad.
–¿Fidelidad?
–Sí. Se supone que cuando te casas o cuando te emparejas con alguien, debes asumir que solo puedes usar tu juguete con esa persona.
–Pero eso es una tontería.
–Sí. En efecto.
–¿Entonces?
–Los seres humanos nos regimos muchas veces por criterios que parecen tonterías, y algunas lo son sin duda.
–¿Y no podría arreglarse?
–Algunos lo hacen. Hay gente que pacta con su pareja la libertad de usar su juguete con otros.
–Eso es genial.
–Sí. Así lo creo.
–¿Y tú has pactado?
–Yo no.
–¿Por qué? Si tú no eres idiota, Damián. Eres maravilloso.
–Mi mujer no está de acuerdo.
–Tu mujer es idiota.
–Sí.
–¿Y le haces caso?
–En realidad no.
–Eso quiere decir que usas tu juguete a escondidas.
–Se puede decir que sí.
–¿Y lo usarás conmigo?
–Dios, Martina. No digas eso. Yo no puedo usar mi juguete contigo. Eres una niña de ocho años.
–Pero parezco mayor.
–Aunque tuvieras el doble de edad tampoco podría ser.
–Pero yo te gusto, ¿no?
–S...í. Me gustas tanto que no puedo entenderlo.
–¿Por qué? ¿Es tan extraño?
–Sí. Se supone que a un hombre mayor no debería gustarle una niña pequeña.
–¿Otra ley de la sociedad?
–Bueno, en este caso es una ley de la naturaleza. Supongo.
–Entonces, que yo te guste no es natural.
–Tal vez sea más natural de lo que parece.
–Pues si es natural, usa tu juguete conmigo, Damián, por favor.
–¡Martina! No me puedes pedir eso. No sabes lo que dices.
–Digo lo natural.
–Aunque fuera natural, que ya es decir, no es lícito.
–¿Lícito? ¿Qué es eso?
–Que no es legal, que no puedo, porque si lo hiciera podría ir a la cárcel.
–¿Es un crimen?
–Exacto. Bueno, no es como matar a alguien, pero es un delito.
–No entiendo nada.
–Martina, esta conversación debe terminar ahora mismo. No se trata de ir a la cárcel o no. Es que moralmente no puedo hacerlo. Sería un crimen ético. Tú tienes toda la vida por delante y ahora debes esperar el momento oportuno, cuando tu cuerpo se haya desarrollado y esté preparado para experimentar los placeres de ese tipo de juguete. Además, tú también tienes tu propio juguete.
–¿Sí? ¿Cuál?
–Tu coñito.
–¿Coñito?
–Sí. Esa rajita entre las piernas. La fresa que te estoy curando.
–¡Anda! ¿Y cómo se usa?
–Frotándolo te puedes dar mucho placer.
–¡Ah! Ya... Lo hice el otro día, en la bañera, con mi patito de goma. Me lo metí ahí y empecé a restregármelo. Me daba mucho gusto. Pero mi padre me lo quitó.
–¿Lo hiciste delante de tu padre?
–Sí. Se puso como una fiera y me lo arrancó.
–¿Y qué pasó entonces?
–Que me dolía mucho y luego salió sangre.
–Bueno, supongo que tu padre no puede aceptar que tienes sexualidad, Martina. Quiere que sigas siendo un bebé, para no afrontar que puede desearte como mujer.
–¿Y usar su juguete conmigo?
–Tu padre no puede usar su juguete contigo, cariño.
–¿Qué?
–Sí. Es algo muy estricto y debe ser así. Es una norma que se debe cumplir a rajatabla.
–Es una norma fea.
–No, créeme, no lo es. Lo que ocurre es que solemos confundir las cosas. Y a veces los hombres, por miedo a no saber dónde está la frontera de lo que se puede hacer, de lo que es bueno o malo, dejamos de tocar a nuestras hijas. Radicalmente. Esa es la pena. Las privamos de nuestras caricias y de nuestros besos, cuando el contacto físico es importantísimo para demostrar y dar ternura.
Y terminando de decir eso, Damián me pasó la mano por la cara y sentí su tacto como miel derretida por mis mejillas y mi cuello. Mmmmmm... No puedo evitar pararme aquí, aún cuando son tantas las cosas que deseo contaros. La caricia de un hombre es diferente. Tiene otros matices. Hay ternura, sí, pero una ternura compleja y oscura, tan íntima que te hace enloquecer de goce. Es una ternura sensual que se adueña de ti y te transporta a los fondos abisales de lo anhelado.
Aquella mano de Damián acariciándome supuso para mí el bautismo de mis afectos. Me dejó la marca al rojo vivo de la ganadería del amor. Yo era ya, sin remedio, una ternera joven recién estrenada por el macho de ...