Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 560 páginas
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A Shep Knacker no le ha ido nada mal en los negocios, pero desde la adolescencia sueña con retirarse todavía joven a un paraíso tercermundista, donde sus dólares valdrán mucho más y le durarán para siempre. Shep ya tiene el capital necesario para hacer real su sueño, pero su esposa, a quien él suponía comprometida con su proyecto, ha ido demorando la partida con distintos pretextos. Pero ahora Shep ha quemado las naves –o eso cree él– y ha comprado billetes, sólo de ida, para la isla de Pemba, cerca de Madagascar. Y entonces ella le revela que tiene una enfermedad rara y de muy mal pronóstico, un mesotelioma peritoneal, y que él no puede dejar su trabajo porque ella necesita su seguro médico para los tratamientos todavía experimentales que pueden salvarla... Una novela sobre el esplendor y las miserias de la clase media-baja americana, escrita con un notable despliegue de talento y ferocidad. «Una novela vigorosa» (Terry Apter, Times Literary Supplement). «Un grito furioso... La autora va mucho más allá de las fábulas hollywoodienses y pide cuentas a la sociedad americana y a un sistema que profundiza las desigualdades sociales» (Christine Ferniot, Lire). «Shriver, una escritora arriesgada y con una imaginación proteica, nos presenta otra novela deslumbrante y provocativa» (Publishers Weekly).

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Información

Año
2012
ISBN
9788433941992
Categoría
Literatura

1

Shepherd Armstrong Knacker
Merrill Lynch - N.º de cuenta 934-23F917
1 de diciembre de 2004 - 31 de diciembre de 2004
Cartera neta: 731.778,56 dólares
¿Qué pone uno en la maleta cuando se marcha para el resto de su vida?
En los viajes de investigación –Glynis y él nunca los habían llamado «vacaciones»–, Shep siempre había puesto demasiadas cosas, para hacer frente a cualquier contingencia: ropa para la lluvia, un jersey por si en Puerto Escondido hacía demasiado frío para la estación. Enfrentado a un número infinito de contingencias, el impulso era no llevar nada.
No había ningún motivo racional para andar sigilosamente por esos pasillos como un ladrón que ha venido a asaltar su propia casa –sin hacer ruido, apoyando en las tablas del suelo primero el talón y luego la punta del pie, sobresaltándose cuando crujían–. Dos veces se había cerciorado de que Glynis no estaría en casa a última hora de la tarde (una «cita»; le molestaba que no le hubiese dicho con quién ni dónde). Recurriendo al pretexto, poco convincente, de preguntar por los planes para la cena cuando el hijo de ambos llevaba un año sin estar presente en una comida familiar digna de ese nombre, había confirmado que Zach no representaba ningún peligro, pues se había instalado en casa de un amigo y pasaría allí la noche. Estaba solo en casa. No tenía por qué andar saltando cuando llegara la pasma. Y tampoco meter la mano en el cajón de arriba de la cómoda, temblando, para buscar los calzoncillos como si en cualquier momento alguien fuese a agarrarlo por la muñeca y decirle que tenía derecho a un abogado.
Salvo que, a su manera, Shep era un ladrón, y quizá de la clase más temida por cualquier familia norteamericana. Había vuelto del trabajo un poco antes de lo habitual para así poder robarse a sí mismo.
El sobre de la enorme Samsonite negra lo esperaba con la cremallera abierta encima de la cama, como lo había estado para partidas menos drásticas año tras año. Hasta el momento contenía un peine.
Shep se obligó a poner un champú tamaño viaje y el estuche con los productos para el afeitado aun cuando dudase de seguir afeitándose en la Otra Vida. Pero el cepillo de dientes eléctrico era un dilema. En la isla había electricidad, sin duda, pero se había olvidado de averiguar si los enchufes eran los planos norteamericanos de dos clavijas, los voluminosos tripolares británicos o los de la clase europea, delgados, redondos y con las clavijas muy separadas una de la otra. Tampoco estaba absolutamente seguro de si la corriente local era de 220 o 110. Menudo descuido; ésos eran precisamente los detalles prácticos que habrían apuntado rigurosamente en anteriores incursiones de reconocimiento. Sin embargo, la verdad era que en los últimos tiempos se habían vuelto menos sistemáticos, sobre todo Glynis, a quien, con ocasión de ciertos viajes más recientes al extranjero, a veces se le había escapado la palabra vacaciones. Un lapsus, y no fue el único.
Resistente, al principio, al discordante zumbido craneal del Oral B, al final Shep había llegado a disfrutar del pulido de los dientes una vez terminado el tedioso cepillado. Como con todos los avances de la técnica, parecía antinatural ir hacia atrás, volver al cepillado irregular con cerdas de nailon engastadas en un palito de plástico. Pero ¿y si cuando volviese, Glynis iba al cuarto de baño y advertía que faltaba el cepillo de dientes de Shep, el del anillo azul, mientras que el suyo, el del anillo rojo, seguía en el lavabo? Mejor que no empezara a mostrarse perpleja o suspicaz precisamente esa noche. Él siempre podía llevarse el de Zach –nunca había oído que el chico lo usara–, pero no se veía mangando el cepillo de dientes de su hijo. (Lo había pagado él, por supuesto, junto con muchas otras cosas de esa casa. Con todo, era poco o nada lo que ahí parecía suyo. Y si bien eso solía fastidiarlo, en ese preciso momento simplificaba cuestiones como abandonar la centrifugadora de ensalada, el StairMaster y los sofás.) Lo peor era que Glynis y él compartían el cargador. No quería dejarla con un cepillo de dientes que duraría cinco o seis días (en realidad, no quería dejarla, pero ése era otro asunto), un cepillo cuyos débiles últimos estertores serían la banda sonora de la caída de su mujer en otra de sus depresiones periódicas.
Así, tras desatornillar el soporte sólo una o dos vueltas, volvió a ajustarlo, y después de dejar el mango de su cepillo en el cargador –un gesto tranquilizador–, sacó del armario uno manual. Tendría que acostumbrarse a la regresión tecnológica, algo que, de un modo que no sabía definir concretamente, sin duda hacía bien al alma. Se parecía a retroceder a una fase comprensible del desarrollo.
Shep no planeaba sencillamente hacer borrón y cuenta nueva, desaparecer sin aviso ni explicación. Eso sería cruel, o más cruel. Tampoco iba a dejar a Glynis ante un hecho consumado, diciéndole adiós con la mano en la puerta. Oficialmente iba a enfrentarla a una alternativa que, por mor de la credibilidad, le había costado un riñón. Lo más probable era que sólo hubiese comprado una ilusión, pero una ilusión podía no tener precio. Por eso no había comprado sólo un billete, sino tres. Y no eran reembolsables. Si todos sus instintos ya no le servían para nada y Glynis lo sorprendía, a Zach seguiría sin gustarle la idea. Pero el chico tenía quince años, y qué tal eso para la regresión en el proceso del desarrollo. Por una vez un adolescente norteamericano haría lo que le decían.
Preocupado por que lo pillaran en flagrante, al final le sobró tiempo. Glynis aún tardaría un par de horas en volver, y en la Samsonite ya no cabía nada. Dada la confusión con los enchufes y la corriente, había metido algunas herramientas manuales y una navaja del ejército suizo; en una crisis normal, se seguía estando mejor con un par de alicates puntiagudos que con una BlackBerry. Sólo dos o tres camisas, porque quería ponerse camisas diferentes. O ninguna camisa. Y dos o tres cosas que, como sabía un hombre de su profesión, marcarían la diferencia entre la autosuficiencia satisfecha y el desastre: cinta adhesiva; un surtido de tornillos, pernos y arandelas; lubricante de silicona; sellador plástico; gomas elásticas (o «elásticos» para los viejos de New Hampshire como su padre) y un rollo pequeño de alambre. Una linterna para los cortes de luz y una reserva de pilas AA. Una novela que debería haber escogido con más cuidado si sólo llevaba una. Un sencillo manual de conversación inglés-swahili, pastillas para la malaria, repelente de insectos. La receta de crema de cortisona para un eczema rebelde en el tobillo, un tubo que no tardaría en terminarse.
Y, antes de poner nada más, el talonario de Merrill Lynch. No le gustaba considerarse un hombre calculador, pero era una suerte haber mantenido esa cuenta siempre sólo a su nombre. Podía, y por supuesto lo haría, ofrecerle a ella su mitad; Glynis no se había ganado un centavo de lo que había en esa cuenta, pero estaban casados y ésa era la ley. No obstante, tendría que advertirle que, en Westchester, ni cientos de miles de dólares le durarían mucho, y que tarde o temprano tendría que dejar de hacer «su trabajo» y empezar a hacer el de otro.
Rellenó la Samsonite con papel de periódico para evitar que sus míseras pertenencias hicieran ruido en la bodega de British Airways. Luego la metió en su armario, cubriéndola, por si acaso, con un albornoz. Una maleta llena encima del cubrecama alarmaría a Glynis mucho más que la desaparición de un cepillo de dientes.
Shep se instaló en la sala con un vaso de whisky, para animarse. No acostumbraba empezar la noche con algo más fuerte que cerveza, pero esa noche las costumbres tendrían que aplazarse indefinidamente. Levantó los pies y paseó la vista por la sala, por los muebles baratos, pero agradables, incapaz de lamentar la pérdida de ningún elemento del entorno familiar que se disponía a dejar atrás, excepto la fuente. En cuanto a separarse de los cojines o de la nada especial mesita de cristal sobre la cual caía el agua, se sentía verdaderamente contento. La fuente, en cambio, siempre le había hecho sentir esa codicia característica de la clase media, el deseo de lo que ya se posee. Se preguntó –Shep, el fantasioso– si envuelta en las capas de periódico que protegían su escaso botín, entraría en la Samsonite.
Aún seguían llamándola «la Fuente de la Boda». El artilugio, de plata de ley, había hecho las veces de centro de mesa floral en la modesta reunión de amigos celebrada veintiséis años antes, conjugando en una sola pieza el trabajo, el talento y el carácter mismo de la novia y el novio. Shep se hizo responsable de los aspectos técnicos del chisme. La bomba estaba bien escondida detrás del metal bruñido que rodeaba la pila; puesto que el mecanismo era una encarnación del movimiento continuo, a lo largo de los años había tenido que cambiarlo varias veces. Entendido en temas relacionados con el agua, había aconsejado sobre el ancho y la profundidad de los desagües, la longitud que debían tener las gotas al pasar de un nivel al siguiente. Glynis había decidido cómo debía fluir el metal, el diseño artístico, y había forjado y soldado las partes en su viejo estudio de Brooklyn.
Para el gusto de Shep, la fuente era austera; para el de Glynis, muy ornamentada; así pues, incluso estilísticamente la construcción encarnaba un encuentro de dos mentes a mitad de camino. Y era romántica. Rozándose en lo alto, dos ondulantes canalillos de plata se separaban y se juntaban como cuellos de cisne, uno a modo de sostén mientras el otro se quebraba para verter el líquido en la bandeja de su compañero, que lo esperaba. Estrechas en la cúspide, las dos líneas centrales de su creación se abrían y caían en picado en las variaciones, más amplias y cada vez más traviesas, que descendían hacia la pila, donde las contribuciones de los dos tributarios formaban un lago cubierto y poco profundo, haciendo un fondo común en el sentido más literal de la expresión. La calidad del trabajo de Glynis era impecable. Por ocupado que estuviera, Shep siempre había hecho honor a su virtuosismo manteniendo la fuente llena y vaciándola regularmente para pulir la plata. Sin su trabajo de conservación, el tono amarillo que la plata iba adquiriendo cada vez más rápido podía sugerir una falta de lustre en algo más que metal. Si él se iba, lo más probable era que Glynis la apagara y la pusiera en algún lugar donde no pudiera verla.
Como alegoría, los dos arroyuelos que alimentaban un fondo común representaban un ideal que ellos no habían alcanzado. No obstante, la fuente integraba a la perfección los elementos de ambos. Glynis no sólo trabajaba (o había trabajado) con metal; era metal. Rígida, poco dispuesta a cooperar e inflexible. Dura, refractaria y de una radiante rebeldía. El cuerpo largo, estilizado y anguloso como las joyas y la cubertería que una vez diseñó; en la escuela de artes y oficios no había elegido su medio por casualidad. Se identificaba naturalmente con cualquier material que se negara encarnizadamente a hacer lo que uno quería, cuya forma fuese resistente al cambio y sólo respondiera al trato violento. El metal era un escándalo. Si alguna vez se lo maltrataba, sus abolladuras y arañazos captaban la luz como rencores ocultos.
Le gustase o no, el elemento de Shep era el agua. Adaptable, fácil de manipular y propensa a tomar el camino de la menor resistencia; seguía la corriente, como se decía en su juventud. El agua era flexible, dócil y se dejaba atrapar con facilidad. Él no estaba orgulloso de esas cualidades; la maleabilidad no parecía masculina. Por otra parte, la aparente pasividad del líquido era engañosa. El agua tenía recursos. Como sabía bien cualquier propietario con un terrado que empezaba a envejecer o con las cañerías podridas, el agua era insidiosa y, a su manera silenciosa, encontraba su camino. El agua tenía una taimada tozudez propia, una insistencia solapada –se filtraba– y un instinto para encontrar la grieta o la junta que se deja sin sellar. Antes o después entra si eso es lo que quiere; o, más vitalmente en el caso de Shep, sale.
Las primeras fuentes de su infancia, improvisadas con materiales poco apropiados, como madera, perdían por todas partes, y su austero padre lo había castigado por esos «bebederos», como él los llamaba, que sólo gastaban agua. Pero Shep llegó a ser más ingenioso con objetos encontrados: tazones desportillados, las piernas de las muñecas que su hermana ya no quería. Las creaciones posteriores perdían agua sólo por evaporación. Esas fantasías empezaron a tener movimiento gracias a paletas, tazas que se llenaban y rebosaban, chorros que mantenían a raya un objeto suspendido en el aire y que cabeceaba, aspersores que hacían tintinear conchas marinas o fragmentos de vidrios de colores. Había seguido practicando ese hobby hasta hoy. Como contrapeso a la despiadada funcionalidad de su vocación, las fuentes eran fabulosamente frívolas.
Ese pasatiempo poco convencional no tenía su origen en una ampulosa metáfora de su carácter, sino en las asociaciones comunes de la infancia. Todos los años, en julio, los Knacker alquilaban en las White Mountains una cabaña junto a la cual discurría un arroyo ancho y torrentoso. En aquel entonces, los niños tenían el privilegio de auténticos veranos, extensiones de un tiempo no programado que iba perdiéndose de vista en el horizonte brumoso. Un tiempo cuya aparente eternidad era una mentira, pero la mentira seguía siendo seductora. Propicio para la improvisación, el tiempo podía tocarse como un saxofón. Por eso Shep siempre había asociado la cadencia del agua con la paz, con la lasitud y una lánguida falta de urgencia, algo que, entre campamentos de matemáticas, clases para adelantar, lecciones de esgrima y encuentros organizados para jugar con otros niños, los chicos de ahora nunca parecían experimentar. Y de eso trataba la Otra Vida, reconoció Shep, no por primera vez, y se sirvió otro dedo de whisky. Quería volver a tener su verano. Todo el año.
Ninguna de las clases de la escuela dominical ni los grupos de las juventudes cristianas habían surtido efecto, y la única educación auténticamente formadora de carácter que Gabriel Knacker había ofrecido a su hijo fue un viaje a Kenia cuando Shep tenía dieciséis años. Bajo los auspicios de un programa presbiteriano de intercambio, el reverendo había aceptado un puesto temporal de profesor en un pequeño seminario de Limuru, a una hora en coche de Nairobi, y había llevado a la familia. Para desesperación de Gabe Knacker, lo que más intensamente impresionó a su hijo no fue el fervor con que los estudiantes del seminario abrazaban el Evangelio, sino hacer la compra. La primera vez que salieron a buscar provisiones, Shep y Beryl, su hermana, siguieron a los padres a los puestos del mercado local a comprar papayas, cebollas, patatas, maracuyás, alubias, calabacines, un pollo esquelético y un enorme trozo de ternera de un corte no diferenciado; en total, víveres suficientes para llenar cinco bolsas de red al máximo de su capacidad. De mentalidad siempre monetaria –una de las objeciones del padre seguía siendo que su hijo pensaba demasiado en el dinero–, Shep convertía mentalmente los chelines. Todo ese botín había costado menos de tres dólares. Incluso en moneda de 1972, una miseria por más de una semana de provisiones.
Tras manifestar su consternación, Shep había preguntado cómo esos comerciantes podían ganar algo con precios tan míseros. El padre subrayó con mucho ímpetu que esa gente era muy pobre; en ese continente sumido en la pobreza y la ignorancia, eran legión los que vivían con menos de un dólar al día. Así y todo, el reverendo admitió que los campesinos africanos podían cobrar sólo unos peniques por sus productos porque los gastos también los contaban en peniques. Shep ya conocía las economías de escala; ésa fue su primera introducción a la escala de las economías. Así pues, el valor de un dólar no era fijo, sino relativo. En New Hampshire se podía comprar una caja de clips; en el campo de Kenia, una bicicleta. De segunda mano, sí, pero perfectamente aprovechable.
–Entonces ¿por qué no cogemos nuestros ahorros y nos venimos a vivir aquí? –había preguntado Shep mientras llevaba a cuestas la compra por el sendero de unas tierras de labranza.
En un raro momento de ternura, Gabe Knacker dio al muchacho una palmada en el hombro y, mirando a través de los verdeantes campos de café bañados por el luminoso sol ecuatorial, dijo:
–A veces me lo pregunto.
Shep también se lo preguntaba, y había seguido preguntándoselo. Si en lugares como el África Oriental se podía al menos sobrevivir con un dólar al día, ¿cómo de bien se podía vivir con más de veinte pavos?
En el instituto Shep ya había tenido avidez de mando. En gran medida como Zach, ¡ay!, en sus estudios era competente en todas las asignaturas, pero no se distinguió en ninguna. En una época que valoraba cada vez más el dominio de lo abstracto –el embotador mundo de la «tecnología de la información» sólo estaba a una década de distancia–, Shep prefería los trabajos cuyos resultados podía captar con la cabeza igual que agarrarlo con las manos; por ejemplo, reemplazar una barandilla desvencijada. Pero su padre era un hombre culto, y lo último que esperaba era que el hijo fuese un obrero de la construcción. Con ese corazón de agua, Shep nunca fue un niño rebelde. Dada su inclinación a hacer y a arreglar cosas, un título de ingeniero había parecido lo suyo. Como le había asegurado al padre muchas veces desde entonces, había intentado de verdad, de verdad, ir a la universidad.
No obstante, esa fantasía concebida por primera vez en Limuru había ido consolidándose hasta ser una firme resolución. Puede que ahorrar hubiese llegado a ser una actividad pasada de moda, pero s...

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  1. Portada
  2. 1
  3. 2
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  5. 4
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  13. 12
  14. 13
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  16. 15
  17. 16
  18. 17
  19. 18
  20. 19
  21. Agradecimientos
  22. Notas
  23. Créditos