Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 168 páginas
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Narrativas hispánicas

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Hay gentes, libros y ciudades que no entendemos, pero que nos atrapany nos obligan a visitarlos una y otra vez porque seguramente advertimos en ellos indicios de que esconden algo que buscamos. Estambul, Venecia, Roma, Alejandría, Creta o Valencia son algunos de los hilos que forman el deslumbrante tapiz de los Mediterráneos de Rafael Chirbes: a la vez rico espacio geográfico, tumultuoso escenario de la historia y fuente de inspiración literaria.

En esta colección de textos, se nos propone un fructífero recorrido que nos traslada a los perdidos paraísos de la infancia, para devolvernos a esa última costa en la que se desvanecen todos los caminos. Con su escritura, Chirbes se reclama deudor de una sabia tradición milenaria alimentada por múltiples generaciones de marineros, comerciantes, pastores, agricultores y guerreros, pobladores de las orillas de este mar luminoso. Se confiesa, sobre todo, apasionado lector de un volumen literario que firmaron Homero, Virgilio, Heródoto o lbn Jaldún, y, más recientemente, Kavafis, Graves, Durrell, Camus, Ritsos, Sciaccia, Pla, Brines o Blasco lbáñez. Todos ellos sintieron la fascinación del inagotable mar, y pusieron la pluma a su servicio.

Fernand Braudel, el hombre que más nos ha enseñado a leer la gramática del Mediterráneo, les pedía a los escritores que colorearan con su propia visión lo que él consideraba la seca aportación de la historia; solicitaba que, con sus palabras, le ayudaran a recrear la vasta presencia del complejo mar interior. Con este libro, Rafael Chirbes le rinde su particular homenaje, incitándonos a emprender un sensual recorrido literario de la mano de su escritura más luminosa.

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Información

Año
2008
ISBN
9788433932129
Categoría
Viajes

La puerta del mar

I

A las cinco de la tarde de un día de mayo, con la vieja estación del Orient Express bañada por el sol allí enfrente, los pescadores ocupaban, como de costumbre, la ribera del Karaköy y voceaban ofreciendo pescados frescos a los caminantes. El puente de Gálata –también llamado de Karaköy– flota en las aguas del Cuerno de Oro y separa la que fue antigua Bizancio de la ciudad de Pera, donde los comerciantes occidentales instalaron durante siglos sus almacenes y oficinas. Es un puente especial, porque efectivamente flota encima del agua y se mueve cuando las corrientes lo agitan. Posee unas articulaciones en su estructura metálica que le permiten abrirse para que pasen los barcos.
Sobre el puente de Gálata –o de Karaköy– los coches y los hombres se empujan y se evitan, en uno de esos enclaves en los que Estambul se muestra ciudad callejera y abigarrada. A las cinco de la tarde de un día de mayo, con la vieja estación del Orient Express bañada por el sol allí enfrente, los pescadores ocupaban, como de costumbre, la ribera del Karaköy y voceaban ofreciendo pescados frescos a los caminantes: chicharritos, rodaballos, rubios.
De pie en la cubierta de las barcas agitadas por la corriente que, desde el Bósforo penetra en el callejón sin salida del Cuerno de Oro, los pescadores llamaban a los clientes. Parecía un milagro que aquellos hombres pudiesen mantener el equilibrio sobre las balanceantes barcas de madera, como parecía también milagroso que no se incendiaran los frágiles cascos, porque en las cubiertas de todas las embarcaciones ardían enormes hogueras que calentaban recipientes con aceite. Crepitaba la carne de los peces al hundirse en el aceite hirviendo y los mejillones se encogían pinchados en los espetos.
Los niños saltaban con agilidad de gatos desde el muelle a la cubierta de las barcas, y desde la cubierta de las barcas al muelle. Cuando un turista quiso fotografiar a uno de los marineros que vendían pescado, el hombre le pidió sonriente y por gestos que esperase un instante y, luego, llamó a dos de aquellos niñosgato, los envolvió con sus brazos y posó para el turista enseñando una hilera de blanquísimos dientes bajo su gigantesco mostacho.
Bajo el puente de Karaköy (hay que descender por unas escaleras metálicas), un grupo de emigrantes turcos, que sin duda habían regresado a su país para pasar el inminente Ramadán, se fotografiaban en acto de beber con tres o cuatro alemanes, que, a juzgar por el trato, debían ser compañeros de trabajo de los emigrantes en alguna lejana fábrica de Hamburgo o de la Selva Negra.
Turcos y alemanes habían compartido durante meses la triste lluvia ácida y el crujido de las hojas muertas de los olmos bajo los zapatos embarrados, y ahora compartían la mesa de un pequeño bar que se llama La Casa de la Cerveza, las jarras empañadas por el frío, los hígados encebollados, los pepinos con yogur, el temblor del puente flotante bajo las ruedas de los camiones y los golpecitos de las olas de este confín de mar, donde el Mediterráneo vuelve a cambiar de nombre. El Bósforo.
Se estaba bien allí.
El viajero estaba bien allí, bajo la axila de la ciudad, contemplando las hogueras encima de las barcas de los pescadores y el ballet de los ferries que van, sin parar, de Europa a Asia: ferries que se alejan del muelle de dos en dos, de tres en tres; que se abren –cinco o seis– en abanico y forman dibujos de espuma sobre el agua, como si hubiera sido el encargado de darles la salida un coreógrafo de Nueva York.
El viajero tomaba raki (la cazalla, el pastis de los turcos) en La Casa de la Cerveza, bajo el puente de Karaköy al lado de los emigrantes que se limpiaban los pulmones contaminados por la tristeza centroeuropea con un chorro fresco y espumoso. La tarde era una belleza.
Desde el muelle de Karaköy hasta Asia la travesía en barco dura poco más de un cuarto de hora. Asia (la tercera orilla de Estambul) está ahí enfrente, apenas a un kilómetro. Uno se despierta con los ojos hinchados y cruza el Mediterráneo antes de tomarse el primer café de la mañana. En Turquía, el café deja un poso de un dedo en el fondo de la taza y seguramente es más fácil adivinar en ese caparazón oscuro el porvenir. Si uno excluye el desmesurado peso de los nombres, ir de Asia a Europa es un acto sin mayor trascendencia. Claro que si se excluye la magia de los nombres (Europa, Asia, el Bósforo), el mundo entero se convierte en un monótono desierto. Estambul.
The sun shines in the sky –le dijo de improviso un caballero en mitad del trayecto Europa-Asia, y el viajero no supo qué responderle.
Istambul is a beautiful city –añadió el hombre. Había empezado a interesarse por el viajero en cuanto advirtió los complicados aparatos fotográficos que llevaba. Eran las siete de la tarde del mismo día de mayo. El ferry atravesaba el Bósforo frente a la hermosa llaga de agua del Cuerno de Oro e iba cargado de oficinistas, comerciantes y jovencitas que aprovechaban el trayecto para repasar su lección de matemáticas. Los pasajeros –entre los que se abría paso a duras penas el viajero-fotógrafo– habían concluido su jornada laboral y regresaban a casa.
El caballero demostró una capacidad casi teológica para hacerse entender sobre la balanceante cubierta del ferry. Tarde de Pentecostés, a medio camino entre Europa y Asia, con ejercicios prácticos de lengua inglesa. Las orillas europeas, pinchadas de fantásticos alminares; las asiáticas, abriéndose a espacios que, hasta hace un siglo, fueron infinitos como la noche que envuelve las estrellas. Persia, la India, China y las cumbres nevadas del Tíbet se escondían por allí, en alguna parte.
Consiguió aquel hombre que el viajero (coriáceo para las lenguas) entendiese su inglés, cuando procedió a explicarle, en un torpe y sincopado monólogo, que era turco, que trabajaba en un banco de Estambul, que vivía en Üsküdar, el barrio asiático, y que aprovechaba las travesías marítimas de cada día para practicar idiomas con los turistas que frecuentaban los ferries. El viajero estaba de buen humor y no se sintió ofendido porque aquel hombre lo utilizase para aprobar sus cursos.
A lo lejos se veía el perfil del magnífico puente colgante, construido hace poco sobre el Bósforo. Si uno miraba en aquella dirección, la fatigada ciudad de Estambul parecía una postal de San Francisco. Hacia el otro lado, hacia poniente, sobre la gastada colina de la vieja ciudad se elevaban las cúpulas de Santa Sofía y las de la mezquita del Sultán Ahmed, la célebre Mezquita Azul. Por encima de las cúpulas se veía el perfil de los fantásticos alminares, como si todo fuera un decorado de El ladrón de Bagdad imaginado por la mente febril de Zoltan Korda. Además, por si eso no resultara suficiente, se veían otros muchos alminares y, cayendo en el mar, el palacio de Topkapi, la arquitectura repetida de sus cocinas, de sus misteriosos serrallos, de sus habitaciones para eunucos y para verdugos, y con sus vitrinas que encierran delicados rubíes y esmeraldas imposibles, de más de tres kilos de peso. El jardín escondía a la mirada del viajero los frágiles kioscos que los turistas toman cada día al asalto.
Caía lentamente la tarde y, desde la orilla asiática, el viajero pensó que en aquel decorado no deberían autorizar otro medio de transporte que las alfombras voladoras. El ferry, que tras atracar se había quedado vacío frente a él, le pareció de repente prosaico y sucio. En el atardecer, las lanzas de los alminares pinchaban los pedazos de niebla que empezaban a formarse en lo alto y era como si, allá arriba, tejieran un poder envolvente e inconsútil paralelo al que nos parece que poseen las palabras. Europa, Asia, Bósforo, Mediterráneo, Constantinopla, Estambul.

II

Desde aquella orilla, Estambul parecía dormir en la lejanía. El viento le había puesto la carne de gallina al viajero, que pisaba Asia por vez primera en su vida. Aquel acto le devolvía una vieja experiencia de contactos establecidos en la distancia de los libros y las enciclopedias. A este lado del mar, en Üsküdar, seguramente a un paso del pisito empapelado del señor que estudiaba inglés, Constantino, emperador de la Eterna Roma, luchó a muerte contra su enemigo Licinio y lo venció. Luego, miró, como miraba el viajero ahora, el laberinto del agua y el perfil de las colinas, por entonces aún despobladas, y decidió establecer, en este lugar al que llamaban Bizancio, su capital.
El emperador se había dejado contaminar, tiempo atrás, por las extrañas filosofías extendidas en Roma por un grupo de judíos de clase baja. La refinada capital del Imperio no acababa de entender aquellas doctrinas dietéticas que predicaban el amor sin tocarse, el gozo del ayuno y la abstinencia de placeres sensuales. En su locura, llegaban a exaltar el dolor. Además, habían exigido la supresión de los mejores espectáculos, como las luchas entre gladiadores y las exhibiciones de danzarinas.
Nadie se creía que esas doctrinas arraigaran en palacio, pero el emperador, sin duda influenciado por su madre, aseguraba haber visto, marcado sobre el cielo, el signo de la cruz, y se esforzaba por convencer a los nobles romanos de las ventajas –por otra parte tan discutiblesdel arduo camino que los disidentes judíos proponían. Nada de todo aquello resultaba demasiado atrayente para las gentes civilizadas, amantes de los libros, la música, los vestidos cómodos y elegantes, la mesa y la cama. Las refinadas damas seguían quemándoles incienso a dioses que eran atletas de nalgas musculosas.
Constantino, cansado de aquel páramo romano, en el que tan difícilmente podía brotar la espiritualidad, creyó que podría establecerse en este espacio de colinas flotando sobre el agua. En la apartada Bizancio, las nuevas ideas habían arraigado con mayor facilidad. Las fronteras de Asia siempre habían estado abiertas a todas las modas religiosas, incluidas las más extravagantes. Florecían los esoterismos en las ciudades de la costa y llegaban cada día nuevos símbolos mágicos procedentes de Persia, de la India misteriosa que había fascinado a Alejandro, del fondo de la pesada noche que envolvía reinos desconocidos e islas que vagaban a la deriva en mares aún sin descubrir. En las dudosas fronteras del Imperio los dioses perdían su identidad y se confundían con los recién llegados.
Además, Pablo –el primero de los nobles romanos que se convirtió a las extrañas filosofías judaizantes– se había caído del caballo cerca de estas riberas y sus enviados habían trabajado a fondo entre la permeable población de Bizancio. Constantino tenía que sentirse a gusto aquí, entre sus correligionarios, lejos de las ironías de los escépticos patricios romanos. Le dio a la ciudad su nombre (Constantinopla) y la convirtió en la capital del imperio más grande del mundo.
Estaba en el profundo límite de todas sus ambiciones, ante el teatro de todas las guerras, cerca de las brumosas fronteras del Danubio, más allá de las cuales se agitaban los pueblos bárbaros; a un paso de las llanuras que se abrían detrás del Ponto Euxino, donde lloró Ovidio su destierro y donde vagaban las alimañas salvajes, mucho antes de que ondearan las banderas rojas al viento tenaz de las estepas; cerca de la Mesopotamia, en la que peleaban (y siguen peleando) oriente y occidente; miraba hacia la nariz helada de Asia, hacia sus inmensas praderas y sus cumbres nocturnas y desconocidas en las que se acurrucaban hombres de los que aún nadie había oído hablar.
Bizancio fue Constantinopla, con su hipódromo (hoy anegado por un mar de cámaras japonesas), sus acueductos y sus iglesias de nombres helenizantes. Desde aquí se vació como una copa el Imperio romano, cuando Roma ya no era capital de ninguna parte, sino una pradera sobre la que cabalgaban bárbaros caballos y sembrada de mármoles grabados con letras que nadie sabía leer. Es verdad que Constantinopla heredó los restos de un imperio maltrecho y que sus monumentos jamás tuvieron la grandeza y perfección de los levantados en la Urbe, pero, con su mezcla de razas, pueblos, supersticiones y lenguas, ayudó al alumbramiento de un mundo nuevo y efímero de iglesias cubiertas con mosaicos deslumbrantes, ideas extrañas y mitos que se multiplicaban y renacían en interminables discusiones siempre condenadas a ser teológicas y en las que corría más sangre que saliva.

III

Los genoveses habían conseguido el privilegio –y lo mantuvieron durante la ocupación otomana– de instalarse en una ciudad amurallada sobre la colina de Gálata. Durante siglos comerciaron en sus almacenes con absoluta libertad al pie de la sombría e imponente torre que sigue dominando la colina. A veces, esa ciudad occidental de Estambul, que llamaron Pera, fue más importante que la otra. Griegos, judíos, venecianos, catalanes, eslavos y genoveses se repartían el comercio en este rincón mediterráneo. Luego fueron llegando franceses, ingleses y alemanes.
Aún queda en este barrio de Pera la arquitectura de los viejos palacios, de las casas construidas al estilo del París de la Restauración, o del lejano Petersburgo que se hundía en los hielos del Neva. El palacio de Dólmabahçe, con su columnata a orillas del Bósforo y sus leones de piedra mirando sin ojos el paso de los cargueros soviéticos, es un palacio veneciano. Antes de que Atatürk (Padre de los Turcos quiere decir el nombre) decidiera modernizar Turquía y les arrancara las chilabas a los musulmanes y europeizara su alfabeto, Europa se había instalado aquí y vigilaba con codicia el dibujo azul de los estrechos.
Europa está en Estambul por todas partes: en las tiendas Benetton de la avenida Istiklal que aquellos días de mayo exhibían –verde y azul– los colores de moda de la primavera; en el edificio de Correos, que parece arrancado con pinzas del Faubourg-Saint Honoré de París; en el Tünel, el funicular que sube la pesada cuesta de Gálata, y que podría estar al pie del Sacré-Coeur de París, o del Tibidabo de Barcelona; en los pasajes cubiertos, esa invención que ayudó a definir el espacio urbano de las grandes ciudades europeas de preguerras; en sus iglesias eclécticas de nombre francés: Saint-Benoit, la Trinité.

IV

A un paso del edificio que ocupa el Centro Cultural Español –una casa que podría estar situada en Barcelona, Valencia o Palma de Mallorca, por su arquitectura– hay un restaurantito que se llama Rejans, que no es otra cosa que la adaptación al turco de la palabra francesa régence. La propietaria, una mujer de edad indefinida, aunque sin duda pasados los ochenta, recibió al viajero –que había anunciado de antemano su visita y se había presentado como periodista gastronómico– vestida de negro y con collar de perlas.
«Nuestro restaurante quiere parecerse a uno que existió en París allá por los años treinta», le dijo. «Tenemos algunos platos de cocina francesa...

Índice

  1. Portada
  2. Ecos y espejos
  3. Fragmentos de la Edad de Oro
  4. Añoranza de alguna parte
  5. La puerta del mar
  6. En el camino
  7. Paseo por la vieja Génova
  8. El naufragio interior
  9. Arqueología del humo
  10. Las frutas del olvido
  11. El tamaño de las cosas
  12. La herencia del mundo
  13. Desde el Estado de bienestar
  14. El tiempo de los dioses
  15. Postadata
  16. Créditos