Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 144 páginas
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Una novela provocadora, desternillante e incómoda sobre la identidad nacional, la identidad sexual y el pene de Hitler.

Una joven alemana residente en Londres acude a la consulta de su médico, el doctor Seligman. Durante la visita empieza a hablar y sigue hablando y no para de hablar... El resultado es un torrencial monólogo en el que la chica habla sin tapujos mientras el médico la examina y ella ve tan solo la parte superior de su cabeza.

A medida que avanza el parlamento, el lector irá descubriendo que el doctor Seligman es judío y que la narradora siente necesidad de sincerarse con él como alemana indignada por cómo manejan el pasado sus compatriotas. Esa indignación la llevó a poner tierra por medio, aunque ahora ha tenido que regresar por la muerte de su abuelo. Pero la incomodidad que siente se extiende también a su condición de mujer, y su relato aborda asimismo los roles establecidos, la percepción que tiene de su cuerpo, la fuerza del deseo, sus conflictos con la identidad y la sexualidad o las fantasías que recorren su mente. La joven habla también sobre la presencia abrumadora de las madres o sobre las transformaciones físicas entendidas como reparación histórica, y se pierde en impagables divagaciones a propósito del pan alemán y su relación con el sexo oral o de los estrambóticos usos –también sexuales– de la cola de una ardilla. Y así, hablando y hablando, se acabará desvelando el verdadero motivo de su visita médica...

Un debut sin pelos en la lengua, que provoca la carcajada a la vez que incomoda por su tono vehemente y visceral, no muy alejado del de Thomas Bernhard, con el que la autora comparte contundencia y mala baba. En La cita, Katharina Volckmer retrata a una joven que realiza un mordaz ajuste de cuentas con la herencia recibida, con su género y consigo misma, y al hacerlo logra un texto de lectura trepidante, de un humor subversivo y muy negro, que no deja a nadie indiferente.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433943002
Categoría
Literature
Sé que puede que este no sea el mejor momento para sacar el tema, doctor Seligman, pero me acabo de acordar de que una vez soñé que era Hitler. Aún hoy me avergüenza hablar de ello, pero era de verdad él, con una fanática masa de incondicionales a mis pies, y daba un discurso desde un balcón. Llevaba el uniforme ese de las perneras raras, abombadas, me notaba el bigotito en el labio superior, y mi mano derecha volaba por los aires mientras yo hipnotizaba a todos y todas con mi voz. No recuerdo exactamente de qué hablaba –creo que tenía algo que ver con Mussolini y algún sueño absurdo de expansión–, pero da igual. ¿Qué es el fascismo, además, sino una ideología por la ideología? No contiene ningún mensaje, y al final Italia nos ganó. No puedo andar más de cien metros por esta ciudad sin toparme con las palabras pasta o espresso, y su bandera espantosa cuelga en cada esquina. No veo nunca en ninguna parte la palabra sauerkraut. Nunca estuvo a nuestro alcance subyugar un imperio durante un millar de años con nuestra deplorable gastronomía; tiene unos límites, lo que se le puede imponer a la gente, y en cuanto le sirvieran dos veces eso que llamamos comida cualquiera se liberaría. Fue siempre nuestro punto débil: jamás creamos nada que pudiera ser disfrutado sin un propósito mayor; no es casualidad que no haya en alemán ninguna palabra para referirse al placer: solo conocemos la lujuria y la alegría. Nunca se nos ensaliva lo bastante la garganta como para chupar a nadie con devoción, porque nos han criado con demasiado pan seco. ¿Sabe, ese pan horrible que comemos y del que le hablamos a todo el mundo, como si fuese una especie de mito capaz de autoperpetuarse? Creo que es un castigo de Dios por todos los crímenes que hemos cometido, y de ahí que nada tan sensual como una baguette, o tan jugoso como las magdalenas de arándanos que sirven aquí, vaya a salir nunca de ese país. Fue uno de los motivos por los que tuve que irme: no quería seguir siendo cómplice de la mentira del pan. Pero, en fin, mientras daba lo que hoy en día tendríamos que llamar un discurso de odio, sentí que aquel aplauso orgiástico que llegaba desde abajo solo servía de mísera compensación por mis deformidades evidentes. Era consciente a extremos dolorosísimos de que no me parecía en nada al ideal ario con el que llevaba dando la vara todos esos años. A ver, no es que tuviera los pies zambos, pero aun así, ni todos los fiambres judíos del mundo, ni siquiera mi supuesto vegetarianismo, me convertirían en apto para una de esas fotos sexis de Riefenstahl. Me sentía un fraude. ¿Es que nadie se había dado cuenta de que parecía una patata arrugada con el pelo de plástico? Aún puedo sentir la tristeza con la que me levanté aquel día, la tristeza de saber que nunca conseguiría ser uno de esos rubios y hermosos muchachos alemanes, con esos cuerpos griegos y esa piel que se torna tan maravillosamente dorada con los rayos de sol, la impresión de que no sería nunca lo que sentía que debería haber sido.
No quiero decir que le tuviese lástima a Hitler, y seguiría sin ser aceptable exterminar a una civilización entera porque no te gusta el cuerpo que te ha tocado y porque esa otra gente personifica lo que odias en ti, pero sí que me llevó a pensar en su vida privada. En el día a día de Hitler. ¿Se ha imaginado alguna vez al Führer en pijama, doctor Seligman, despertándose con el pelo alborotado, trastabillando por el cuarto en zapatillas? Estoy segura de que alguna persona triste ha escrito un libro sobre su vida doméstica, pero prefiero imaginármela yo misma; los libros no harían más que encontrar una forma de hacerla parecer aburrida. Veo las sábanas con estampado de esvásticas y el pijama a juego, todo, hasta el tazón del desayuno. Vi unos en Polonia, en una de esas tiendas raras de antigüedades dedicadas por completo a la parafernalia de su martirio, en las que venden tazones y platos con esvásticas diminutas en el fondo. Parecía casi una especie de universo Barbie degenerado en el que si ahorrabas lo suficiente podías comprarte una vida nueva, flamante y a conjunto. Imaginaba hasta anuncios de televisión con un muñeco de Hitler perfectamente engrasado y montado en uno de esos caballos relucientes, rescatando a una decente mujer alemana de las manos de un judío lascivo, cabalgando hacia la puesta de sol, la raza protegida y a salvo. Hábil como era en lo tocante a los medios, creo que el nazismo perdió ahí una oportunidad de marketing; imagine lo que se podría haber llegado a divertir la chiquillería alemana con algo así como un campo de concentración de Lego llamado Freudenstadt: construye tu propio horno, organiza tus propias deportaciones, y no te olvides de conquistar suficiente Lebensraum. Podrían haber sacado hasta una línea adulta: además de todos esos guantes y pantallas de lámpara confeccionados con piel humana podrían haber fabricado tapones anales de temática equina hechos con auténtico pelo enemigo. Pero supongo que ese tren ya lo hemos perdido. Y no pretendo ofenderle, doctor Seligman, en particular ahora, que tiene usted la cabeza entre mis piernas, pero ¿no le parece que el genocidio tiene un punto retorcido?
El otro día cuando volvía a casa se había tirado una persona bajo el tren, alguien que quería marcharse por todo lo alto y dar por culo al resto del pasaje a modo de despedida en nuestra moderna guerra de la desesperación. Así que tuve que volver caminando por una de esas zonas de Londres en las que vive gente de generaciones anteriores, con muebles de verdad y bañeras limpias, con esas tiendas relucientes de artículos infantiles que hacen que la niñez parezca un invento francés, y esos jardines a la entrada donde la primavera parece llegar antes que a ninguna otra parte. Adoro especialmente esas flores oscuras de magnolia; se ven elegantísimas, casi púrpuras. ¿Las ha visto, doctor Seligman? A nadie se le pasaría jamás por la cabeza tirar basura delante de una de esas casas –vuelven delicadas hasta las naturalezas más ordinarias–, sin embargo, el camino de entrada de mi casa está constantemente sometido a las transgresiones ajenas, y encuentro de todo, desde neveras oxidadas a neceseres de maquillaje viejos y juguetes usados, cuando asomo un ojo entre las cortinas por la mañana. Me pregunto qué verá la gente en mí que la lleva a dar por hecho que me voy a regocijar en sus objetos rotos, y estoy ya a esto de hacer pública mi humillación y dejar una nota pidiéndoles que paren, algo casi tan horrible como pedir comida o unas bragas limpias. ¿Ha intentado usted alguna vez que alguien respete sus necesidades humanas básicas? Yo no pido nada drástico, como sexo digno o emociones reales; pero déjame algo divertido de vez en cuando, al menos, porque parece que me tenga bajo su poder un hada perversa decidida a que nunca jamás ningún príncipe alcance a ver mi ventana, y a que todos mis sueños terminen oliendo a pis de zorro y recuerden a ese plástico que sale en los documentales sobre cómo nos hemos cargado a la Madre Naturaleza. Se convierten en objetos de culpa y repugnancia, y de noche intento conciliar el sueño sin una visión clara de mi futuro. Es por eso por lo que hace mucho que dejé de ir a esas zonas de la ciudad que no están a mi alcance; me hacen ver todos mis fracasos a través de un cristal de aumento, y me recuerdan todas las cosas que mi padre y mi madre nunca me perdonarán. ¿Por qué no me abrí de piernas en el momento adecuado, cuidé mejor de mi cuerpo y me casé con un hombre de esos con magnolios oscuros en el jardín? Podría haber sido una de esas mujeres que se sientan en cafés lujosos sin una sola preocupación en la cabeza. Habría sido como vivir en una chocolatería, doctor Seligman. Creo que es por eso por lo que la gente rica tiene siempre pinta de que alguien se la acabe de follar con un arnés hecho a medida mientras le planchan las sábanas recién lavadas en el cuarto de al lado. Y es por eso también por lo que sus retoños no son tan feos: porque se los pueden permitir de verdad, porque esas criaturas saben que tienen derecho a estar ahí. Debe de ser así como funciona la superioridad. ¿Cree que ha sido un error venir a verlo a usted en lugar de eso, doctor Seligman?
Pero no me da miedo lo que estamos a punto de hacer, doctor Seligman. No me da miedo morir ni nada de eso. Sé que puedo confiar en usted, y que la muerte es silenciosa. No son nunca las cosas ruidosas las que nos matan, esas cosas que nos hacen vomitar y gritar y llorar. Esas no quieren más que llamar la atención. Son como gatos en primavera, doctor Seligman: quieren sentir nuestra resistencia, despertarnos de noche y escuchar la melodía de nuestras palabrotas, pero no tienen mala intención. La muerte es todo eso que crece en nuestro interior, todo eso que termina por reventar, que abandona sus circuitos naturales e invade todo lo que necesite respirar. Las infecciones que se ulceran inadvertidamente, los corazones que se rompen sin previo aviso. Es ahí donde se equivocan todas esas películas y esos programas de televisión con toda su violencia pornográfica, doctor Seligman: a la gente rara vez la matan así. Lo llevamos todo dentro desde siempre, la forma en que moriremos, nadie más tiene mano ahí; igual que, a partir de cierta edad, todas las personas a las que haremos daño y a las que nos vamos a follar caminan ya sobre la faz de la tierra. Siempre me ha parecido un pensamiento extraño, que nuestra vida entera esté ahí ya. Es solo nuestro concepto del tiempo el que nos obliga a adoptar un punto de vista lineal. Pero eso no es lo que me da miedo, doctor Seligman; siento que no es mi destino morir en sus manos. Son demasiado delicadas para dejar siquiera una cicatriz.
Y no es que no haya estado nunca enamorada, doctor Seligman. Sé que no me ve muy bien, pero no quiero que piense que soy una de esas personas sin sentimientos ni empatía. Es solo que para mí enamorarme nunca ha sido fácil; no ha sido nunca el ejercicio predecible que es para la mayoría de la gente, porque mi amor no se corresponde nunca con mi realidad. Porque ningún amor ha sobrevivido nunca a la imagen que tenía de él. Porque K no supo gestionar sus palabras. De modo que he estado sola la mayor parte de mi vida; tan sola, de hecho, que el otro día casi hago una estupidez, algo que me habría hecho parecer más ridícula todavía, y todo porque de repente me acordé de mi corazón roto y pensé que escribir esa carta llevaría al destino a arrepentirse de algunas de sus decisiones. Una de mis muchas malformaciones es la de imaginarme siempre al destino como una persona gorda y dramática echada en una chaise longue, acariciando una mascota patética, esperando que consientan sus caprichos. Siempre creo que hay un modo de acceder a ella, de incidir en sus decisiones si me pongo ese pendiente especial o si no cojo el tren obvio. O si busco una manera superespecial de suicidarme. No es más que mi forma de negarme a aceptar que nadie oye mis pensamientos y que la mayor parte de mi vida ha tenido lugar en un oscuro vacío. Sé que no cambia nada que me levante con el pie derecho o con el izquierdo, que no está obrando un mecanismo superior, y que daría igual que me cortara la pierna de un tajo o que echase ácido en el cepillo de dientes. La persona de la chaise longue ni se inmutaría, y me mandaría ir por mi anodino camino de todos modos; ni retendría mi nombre. A veces la oigo ofreciéndole uvas a su mascota patética, y me arrepiento de haber nacido en esta horrible piel humana. Imagínese, ser la mascota de alguien, doctor Seligman; la clase de amor incondicional que usted inspiraría. Harían lo que fuese: dejarían el radiador encendido por usted en invierno, aunque no se lo pudiesen permitir, y cuando vomitara en sus zapatos favoritos, los limpiarían con una sonrisa. Y entonces, un día, cuando ya no lo soportara más, podría lanzarse a la calzada para que lo atropellasen delante de sus ojos y romper así sus miserables corazoncillos. Pero al menos no dejaría nada tras su paso, salvo quizá un collar y algunas mantas preciadas, nada que no pudieran enterrar con usted al fondo del jardín. No quedaría ninguna herencia, nada que sus descendientes tuviesen que gestionar, más allá de sus noches vacías y esos paseos que no servirían ya a ningún propósito. No se vería en mi situación, o en la de mi familia, doctor Seligman. Ahora que mi abuelo ha muerto, tenemos que vérnoslas con la voluntad de un anciano del que no sabíamos nada, y cuando vi a mi madre en el funeral la semana pasada, saltaba a la vista lo alterada que estaba, y no solo por el estado en el que estaba yo.
Y, aun así, casi le escribo una carta al señor Shimada. Sé que hay gente que se engancha a los juguetes sexuales, que si te concedes demasiados de esos orgasmos gratis acabas entumeciéndote y las interacciones reales pierden el sentido. Pero siempre he querido mantener una amistad por correspondencia, doctor Seligman; solía responder a esos anuncios de pequeña, en Alemania, pero nunca me respondía nadie. Los niños y las niñas a quienes respondí debieron de notar ya entonces que algo me pasaba, o igual solo pensaban que era un pedófilo camuflado. En fin, tenía muchas ganas de escribirme con el señor Shimada para hablar de sus robots; si te digo la verdad, quería pedirle si podía fabricar uno para mí. Lo había visto en la tele hablando de esas maquinitas sexuales que había diseñado y creado, y parecía entusiasmado con su visión. Una especie de salvador moderno, Jesús con un dildo viviente. Sé que esos robots están diseñados para satisfacer las necesidades sexuales de los hombres, porque los hombres están naturalmente legitimados a tener sus necesidades satisfechas, pero ¿tan difícil sería construir uno con una polla electrónica? Seguramente piense que eso sería tristísimo, doctor Seligman –casi le noto fruncir el ceño ahí abajo–, pero solo tendría que remodelarlo un poco, quitarle los pechos y cerrar uno de sus agujeros; la verdad es que la cara no me importa demasiado. ¿No cree que sería mejor si todo el mundo se pudiera follar a su propio robot particular? Imagínese que toda la gente estuviese satisfecha y no tuviera que seguir justificando sus deseos. Aunque seguro que saldrían con algún motivo absurdo por el que los robots masculinos son peligrosos, o que no hacen falta porque las personas sin polla pueden encontrar siempre a alguien a la vuelta de la esquina. Que hay que controlar a las personas sin polla para que las personas con polla no se sientan intimidadas, porque por algún motivo es mala cosa que los hombres se sientan intimidados. Pero mi deseo no es político, doctor Seligman, yo hace mucho que dejé de preocuparme por la violencia universal que afecta a mi cuerpo. Yo solo estoy cansada, y la idea de poder centrarme en mi deseo y nada más es como un sueño que ya había dado por perdido. De poder desconectar a mi partenaire cuando se me agoten las emociones.
Pero al final no tuve el valor, porque temí que el señor Shimada me tomara por un bicho raro. Sé que seguramente recibe un montón de correos extraños, pero la idea de que me juzgue alguien que construye maniquís follables en la otra punta del mundo me molestaba mucho. Además, no he estado nunca en Japón y ni siquiera sé cuáles serían las formalidades apropiadas. Y si intentara explicar todas mis circunstancias, la forma en que pretendía utilizar mi robot, habría sido una carta muy larga, se habría muerto de aburrimiento y no la habría terminado de leer. O tal vez mis circunstancias son tan banales como las de cualquiera; también habrá gente con el corazón roto en Japón, ¿no le parece? Ahora que lo pienso, doctor Seligman, estoy segura de que el señor Shimada lo entendería, y puede que cuando todo esto termine le escriba. O sea, ¿por qué te ibas a follar un pedazo de plástico si no fuese para mantener el corazón a salvo? Estoy segura de que se avendrá y me construirá mi pequeña polla parlante. ¿Ha tenido alguna vez una relación íntima con un objeto, doctor Seligman? A mí siempre me había dado reparo meterme en el cuerpo algo que funcionase con electricidad, electrocutarme a mí misma ahí y que me encontrasen en la postura más desafortunada. Imagine los titulares: MUJER SOLTERA CON
DOS GATOS MUERE POR VIBRADOR DEFECTUOSO. ¿Qué podría ser más trágico? ¿Conoce algún caso así? O sea, sé que existen garantías, y que Japón no es China, y que lo fabrican todo con unos estándares de calidad muy altos, pero en el pasado nunca me atreví. O para serle sincera, y dado que esto es una exploración médica y que la información podría ser relevante, nunca fui más allá de introducir un plátano en mi vagina. Uno de esos plátanos con la piel muy gruesa y esos bordes que parecen casi venas palpitantes. Ahora detesto recordarlo, pero en aquel momento me excitaba, y parecía entrañar poco riesgo. El resultado era decepcionante, eso sí. Las cosas se resecan, y al cabo de un rato me cansaba de mis propios movimientos. Eso fue antes de que descubriese que se le puede echar lubricante a prácticamente cualquier cosa, y de que comprendiera al fin por qué a veces llega gente a los hospitales con medio salón metido por el culo. Creo que ese es el efecto que tiene la soledad en la gente, doctor Seligman: olvidan cómo articular sus deseos.
Creo que se va a poner a nevar, doctor Seligman. Esas nubes tienen pinta de estar a punto de descargar, y he notado el aire invernal cuando venía andando para acá. ¿Sabe, ese momento al final de la tarde en el que un gris especial parece convertirse en parte de la atmósfera, en el que está a punto de tragarse la luz y es imposible diferenciar lo que ves de lo que sientes? ¿En el que hace bastante frío para ver cómo el calor abandona los cuerpos de la gente? Pero otros días debe de tener usted una vista espléndida desde aquí arriba. ¿Baja alguna vez a sentarse en e...

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  1. Portada
  2. La cita
  3. Agradecimientos
  4. Créditos