Argumentos
  1. 176 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La caída de la autoridad paterna es un fenómeno esencial de nuestra cultura contemporánea, tanto en su sentido simbólico (el padre como encarnación de la ley) como en la configuración de las relaciones familiares, en la que el padre actual tiende a jugar un rol amistoso y cómplice, en el extremo opuesto del padre autoritario de épocas no tan lejanas. Recalcati opone al freudiano complejo de Edipo –el del hijo que (simbólicamente) quiere matar al padre para yacer con la madre y ocupar el trono– el complejo de Telémaco, el hijo de Ulises que, en la Odisea homérica, espera el regreso del padre para que vuelva a yacer con su madre y a imponer el orden y la ley en la polis. El padre débil ha dejado vacío el lugar de quien encarna la «ley de la palabra», el principio de autoridad que regía en la cultura, la economía, la educación. Recalcati no propone en modo alguno restaurar la figura del padre-patrón; al contrario, cree que su imperio se ha eclipsado para siempre. Pero, precisamente por eso, se interroga acerca de los efectos de ese cambio de régimen y de cómo se reconfiguran la sociedad y la cultura contemporáneas. La abulia, la depresión, la búsqueda ciega de la satisfacción, la tolerancia frente al delito como vía de enriquecimiento y el desprestigio del esfuerzo y del trabajo forman parte de esas consecuencias. Así como la hipertrofia de un yo extraviado –Narciso, otra figura principal del teatro freudiano– ante la falta de modelos sólidos, de verdaderos «ejemplos» a seguir. La desaparición (y la nostalgia) de un Dios padre, que la filosofía empieza a poner de manifiesto con Nietzsche, es el correlato intelectual de esta progresiva decadencia de las figuras de autoridad que, en el ámbito político, se eclipsan definitivamente tras la caída del último de los grandes regímenes totalitarios, el comunista soviético. Recalcati parte de su sólida formación psicoanalítica para abordar este nuevo «malestar en la cultura», sin ocultar sus referencias freudianas y lacanianas, pero sin ampararse nunca en un léxico cifrado ni hermético. Nos brinda un libro escrito desde la conciencia de que el lector contemporáneo necesita un discurso claro y expeditivo: va al grano, sin arborescencias ni citas lujosas. Por eso se lee con la agilidad de una novela, aunque tiene el calado de los grandes pensadores.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Argumentos de Massimo Recalcati, Carlos Gumpert, Carlos Gumpert en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2014
ISBN
9788433935441
Categoría
Literatura

1. LA LEY DE LA PALABRA Y EL NUEVO

INFIERNO

Rezar ya no es como respirar
Hubo un tiempo en el que rezar era como respirar, en el que rezar era un acontecimiento de la naturaleza. La oración tenía la misma fuerza que la nieve, que la lluvia, que el sol, que la niebla. Era como la sucesión de las estaciones. Era un ritual colectivo que jalonaba cotidianamente nuestras vidas. No me acuerdo de cuándo aprendí a rezar. Tengo la impresión de haber sabido hacerlo siempre. Fui educado en la oración de la misma manera en que se me enseñó a tener respeto por los ancianos y a comportarme correctamente en la mesa. Yo me crié en una época en la que rezar era como comer, dormir, correr. Esa época, la época en la que la oración se daba como un hecho natural, se ha agostado definitivamente. Ahora estamos en otra época, en la que, por ejemplo, como padres, tenemos que decidir si transmitir o no el sentido de la oración a nuestros hijos. Si rezar ya no es una práctica que se transmite a través de la fuerza de la tradición, a su autómaton, si ya no es un dispositivo cuyo funcionamiento queda garantizado por la potencia simbólica del gran Otro, el tiempo de la oración se ha convertido en el tiempo de una elección subjetiva. Los padres están obligados a tomar una decisión que ya no se transmite automáticamente por el gran Otro de la tradición.
El arranque de mi libro ¿Qué queda del padre? plantea el problema de si en la época de la muerte de Dios –que es el acontecimiento trascendental que define el horizonte de nuestro tiempo– sigue teniendo sentido enseñar a nuestros hijos a rezar. Algunos colegas psicoanalistas míos han querido recordarme que el psicoanálisis ha cerrado desde hace mucho tiempo toda cuenta con el discurso religioso y que mi razonamiento se inclinaba ambigua y arriesgadamente hacia una exhumación nostálgica del cadáver de su padre o del de Dios. Como si interrogarse sobre el significado de la oración quisiera decir forzosamente evocar con nostalgia la época de una sociedad religiosa basada en la autoridad simbólica de Dios-padre.
Afonía y amnesia de los padres
En otros libros míos he tenido ocasión de describir nuestro tiempo a través de una fórmula de Lacan: la de la evaporación del padre.1 Con esta expresión no sólo comentaba la crisis de los padres reales al ejercer su autoridad, sino, más radicalmente, la desaparición de la función orientativa del Ideal en la vida individual y colectiva. Más en concreto, esta fórmula muestra la imposibilidad de que el padre siga ostentando aún la última palabra acerca del sentido de la vida y la muerte, del sentido del bien y del mal. Es una palabra que se halla en retroceso, en extinción, que se nos antoja agotada, exhausta. Es una palabra que no existe. Es lo que nos muestra con gran fuerza lírica el arranque de la última película de Nanni Moretti Habemus papam: el balcón de San Pedro aparece desconsoladamente vacío. Moretti se demora sabiamente en el revoloteo de las cortinas púrpura, agitadas por el viento, que en lugar de anunciar la presencia del nuevo pontífice revelan a los fieles, en ansiosa espera, la ausencia melancólica y definitiva de su amado padre. Aquel que ha sido designado por el sínodo de cardenales como símbolo de Dios sobre la tierra, como el único representante de su palabra, no es capaz de soportar el peso simbólico de esa designación. Su palabra cede, se apaga, permanece en silencio. Es algo más que una humanización del heredero de San Pedro, como la crítica cinematográfica ha querido ver. Lo que Moretti nos enseña es la evaporación del padre como imposibilidad de soportar el peso simbólico de una palabra que aún aspira a expresar el sentido último del mundo, del bien y el mal, de la vida y de la muerte. Es el agotamiento de una época en la que rezar era como respirar. La aspiración del nuevo papa a ser un teatrero, su vocación frustrada de convertirse en actor, revela la naturaleza de puro semblante a la que parece reducirse la palabra del padre en nuestro tiempo. Juego, ficción, traición, ilusión, actuación, puesta en escena. Cuando, en el balcón de San Pedro, el nuevo pontífice ha de tomar la palabra en cuanto símbolo del Padre del pueblo de Dios, su voz ya no puede representar ese papel, su voz se vuelve ronca, afásica; su voz se retira al silencio.1 La palabra no quiere salir, no toma cuerpo, queda retenida al otro lado de la voz. Afonía, afasia del padrepapa, del símbolo universal del padre. ¿No es esta afasia uno de los síntomas fundamentales de nuestro tiempo? La multitud de almas que llenan la Plaza de San Pedro aguardando palabras de orientación del padre quedan decepcionadas y confundidas. Aquel que debía tranquilizarlas, aquel que debía animarlas, aquel destinado a dar vida en la tierra al poder de la palabra de Dios no sólo es incapaz de tomar la palabra, sino que resulta estar él mismo perdido. Moretti, con una jugada de maestro, pone el dedo en la llaga invirtiendo de repente la cadena de las generaciones. El padre que debe tranquilizar ha de ser tranquilizado, el padre que salva del extravío, se muestra extraviado; el padre que debe salvar a sus propios hijos se transforma en hijo. Metamorfosis generacional: el padre-papa se ha convertido en un niño pequeño que llora aterrorizado y al que hay que consolar y proteger. Minorización de la imagen adulta y poderosa del gran pater familias. Vuelco generacional: ¿quién es el padre? ¿Quién es el hijo? ¿Quién es el refugio? ¿Quién el extraviado?
Esta escena de Habemus papam evoca otro momento, fundamental también, de la narrativa de Moretti que vale la pena rememorar brevemente. Aludo a Palombella rossa, película que Moretti rodó al abrigo de la gran crisis del PCI, el Partido Comunista Italiano, y a la caída del Muro de Berlín. Fue en 1989 cuando se estrenó en las salas cinematográficas. Ante las preguntas de un periodista televisivo que le interroga acerca del futuro del partido, un dirigente del Partido Comunista Italiano, protagonista de la película e interpretado por el propio Moretti, vacila, se muestra confundido, hasta llegar a perder la memoria. En lugar de responder a las preguntas del periodista se las plantea a sí mismo: ¿quién soy yo? ¿Quiénes somos? ¿Qué ha ocurrido? Henos frente a otro de los síntomas que no son extraños a la terapia del psicoanálisis: la amnesia. Ésta corresponde y es, en cierto modo, fatalmente evocada por la afonía-afasia del padre-papa. ¿Quién soy yo? ¿Quiénes somos? ¿Qué ha ocurrido? El dirigente del partido ya no es capaz de dictar las líneas de actuación a su pueblo. Está perdido en las brumas de una memoria que se ha vuelto repentinamente lábil. Como el padre-papa, se halla ausente de sí mismo. Sus recuerdos lo hunden en una red de pistas que se remontan hasta su infancia: el olor del verano, el ambiente de la piscina, los partidos de waterpolo, el inevitable pan y Nutella, El doctor Zhivago. La reflexión acerca del destino colectivo del partido se desliza hacia una puesta en cuestión del propio ser. ¿Quién soy «yo»? ¿Dónde estoy? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy? La metafísica de la pregunta se sobrepone a la de la respuesta.
En la intersección entre Habemus papam y Palombella rossa, los dos grandes símbolos de los Ideales que han orientado la vida de las masas en Occidente –el papa de la Santa Iglesia Romana y el líder del glorioso Partido Comunista– ya no son capaces de tomar la palabra, no saben soportar ya el peso simbólico de su función pública, se muestran perdidos, evaporados.
El infierno de Salò
Una última referencia cinematográfica puede sintetizar aún más radicalmente el fenómeno de la evaporación del padre y sus efectos en nuestro tiempo. Me refiero a la última película-testamento de Pier Paolo Pasolini Salò o los 120 días de Sodoma. Pasolini lo concibe deliberadamente como una película imposible de ver. Es algo que ocurre en gran parte del arte contemporáneo más extremo: la realidad sin velos de lo Aterrador obliga al espectador a dar un paso atrás en la angustia; el horror de la escena obliga a apartar los ojos, hace imposible la mirada, como en una de las últimas escenas en las que una víctima es sodomizada y al mismo tiempo, antes de asesinarla sin piedad, se le arranca brutalmente el cuero cabelludo con un cuchillo.
El último relato de Pasolini quiere exhibir la realidad del goce sin filtros simbólicos: suplicios sádicos, coprofagia, humillaciones, torturas, asesinatos gratuitos. «Todo es bueno cuando es excesivo», afirma al estilo de Bataille uno de los cuatro libertinos sádicos en la primera escena de la película. Las víctimas aparecen como meros instrumentos al servicio de una única Ley, la del placer: cuerpos mutilados, degollados, atormentados, quemados, torturados, cínicamente asesinados. En este universo sin Dios no hay salvación, no hay horizonte, no hay deseo. Todo se consuma en la claustrofóbica cerrazón de la voluntad de placer. Mientras que, durante un largo periodo de su obra, Pasolini había hecho valer una versión rousseauniana y batailliana del cuerpo sexual como potencia transgresora que desafía la dimensión represiva y coercitiva de la Ley en nombre de un retorno (imposible) a la Naturaleza, en Salò parece despedirse de esta representación del conflicto entre la Ley y el deseo, reconociendo que el culto al placer y la lógica de su puro derroche –presente en Sade y teorizada por Bataille– se han convertido en un régimen de administración y manipulación biopolítica de los cuerpos bajo la nueva Ley dictada por el discurso del capitalismo: el sexo compulsivo, la afirmación de una libertad sin Ley, la repetición eternizadora de todos los escenarios de Sade nos enseñan que nuestro tiempo ha hecho del placer un imperativo que, en lugar de liberar la vida, la oprime reduciéndola a esclavitud.1 En ello reside la denuncia política radical que atraviesa Salò. No se trata en absoluto, como había pensado Cesare Musatti, de una regurgitación de sexualidad perverso-polimorfa ante el fracaso del acceso normativo a una sexualidad plenamente genital que revelaría el fantasma inconsciente de su autor,2 sino del intento, mucho más «alto», de describir el propio inconsciente del discurso del capitalista como radical destrucción del Eros del deseo.3 No se trata en absoluto de la puesta en escena de una funcioncilla teatral privada que podría caracterizar el fantasma perverso de Pasolini –según la aplicación meramente patográfica del psicoanálisis a la obra de arte–, sino de la exhibición del «exceso» como afirmación de una Ley que rechaza todo límite y que define la degradación neocapitalista del cuerpo erótico a mero instrumento de placer. No se trata de una representación provocativa de la sexualidad polimorfa de la infancia, sino de un placer desesperado y totalmente antierótico que, sin el menor respeto hacia la Ley de la castración simbólica, se entremezcla tristemente con la pulsión de muerte. ¿No es ésta acaso una de las claves fundamentales de nuestro tiempo, de este tiempo en el que parece triunfar el imperativo del placer como única forma de Ley?
Habiendo visto Salò sólo una vez de joven, en 1976, había memorizado erróneamente una escena en la que una chica y un chico, mientras morían ahogados en un barreño de mierda, reaccionaban ante su inminente fin haciendo la señal de la cruz la una y alzando el puño cerrado el otro. Tras haber vuelto a ver recientemente la película de Pasolini, pude darme cuenta de que tal escena no existe, sino que es sólo el fruto de una combinación inconsciente mía entre otras dos escenas presentes en la película. En una de ellas una chica se encuentra inmersa en la mierda e invoca al Dios cristiano –«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»–, mientras que en otra un soldado de Salò es descubierto mientras hace el amor con una criada –es decir, transgrede la Ley que, al imponer que sólo haya placer, prohíbe paradójicamente la posibilidad del amor– y es acribillado brutalmente a tiros de pistola. Antes de morir, tiene tiempo de levantar orgullosamente el puño cerrado. Este «error de la memoria» mío contiene en realidad una interpretación subjetiva que creo que sigue fielmente el relato de Pasolini: el discurso del capitalista ahoga en la mierda y en la sangre los Ideales (cristianos y comunistas) en nombre del placer como única forma paradójicamente posible del Ideal y de la Ley. Dicho con más precisión, Pasolini se acerca a Lacan cuando muestra cómo queda elevado el sujeto en la perversión a la dignidad de un nuevo Dios, de un Dios que tiene el poder absoluto respecto al Otro, de un Dios del placer que anula cualquier sentido del límite. ¿No es acaso ésta la ambición suprema que habita el terrible cuarteto de Salò? Lo declara expresamente el propio Pasolini en una entrevista sobre el marqués de Sade, realizada por Gideon Bachmann y Donata Gallo, cuando afirma que «los libertinos, al emplear los cuerpos de sus víctimas como objetos, no son otra cosa que dioses en la tierra, es decir, que su modelo es siempre Dios».1
Como en Moretti, también en la última película de Pasolini, los símbolos del cristianismo y el comunismo naufragan miserablemente. Sin embargo, mientras que Moretti pone en evidencia los síntomas mentales de nuestro tiempo (afasia, amnesia), Pasolini ilustra foucaultianamente la ontología del cuerpo que tales síntomas encierran, es decir, la reducción perversa del propio cuerpo a pura máquina sadiana para el placer. Por eso nuestro tiempo –tal como se prevé proféticamente en Salò– es el tiempo en el que los ideales se revelan inconsistentes, excepto el del goce (de muerte) como fin último de la vida. «¿Es que no sabes que nos gustaría matarte mil veces?», le grita a la cara uno de los torturadores a una aterrorizada víctima. La maquinaria del discurso del capitalista se consume infinitamente a sí misma, igual que ocurre en los escenarios eternamente repetitivos y claustrofóbicos del Marqués de Sade: su anónima serialidad nos enseña cómo el goce debe regresar siempre al mismo lugar para conjurar el evento de la muerte.1 Se trata de demostrar que lo único por lo que vale la pena vivir es el propio goce, que no hay más Ley que la impuesta por el imperativo del goce. Ése es el contenido, profundamente perverso, de Salò y ésa es la apuesta decisiva de nuestro tiempo. ¿Para qué vale la pena vivir? ¿Existe una respuesta convincente a tal pregunta, alternativa a la respuesta sadiana? Dicho de otra forma, ¿existe una ética alternativa a esta lógica que no sea la apelación moralista al «sentido común» o a la universalidad abstracta de una razón práctica de matriz kantiana? ¿Existe, quiero decir, una alternativa ética que pueda oponerse con fuerza a la afirmación del goce cínico como único valor de la existencia? ¿No es ésta acaso una cuestión crucial para nuestro tiempo, que promueve el goce del Uno como beatificación terrenal de la vida? ¿Es posible un porvenir distinto respecto al previsto por la máquina del discurso del capitalista, por la máquina enloquecida del goce? ¿No es ésta la respuesta que esperan de nosotros las nuevas generaciones? ¿Existe Otro goce, distinto al libertino representado por Pasolini en Salò, que pueda hacer la vida digna de ser vivida?
El debilitamiento y la crisis generalizada del discurso educativo sacan a la luz la dimensión traumática del goce desentendido de la Ley de la castración. Es éste el tema clínico que he desarrollado con más amplitud en mi citado libro El hombre sin inconsciente: en una época de declive del Otro simbólico, del naufragio del Ideal, de su encenagamiento sin retorno, el goce mortífero no parece encontrar ya diques simbólicos adecuados. Si el Ideal tenía como función orientar el goce, aplazando su satisfacción, canalizando positivamente su fuerza instintiva, su ocaso parece haber privado a la existencia de brújula. Con todo, la práctica del psicoanálisis no puede fomentar la recuperación nostálgica del Ideal. Su objetivo es más bien el deseo como posibilidad de alcanzar –gracias a la aportación de la Ley de la palabra y al rechazo del goce mortífero– un goce nuevo, adicional, un goce Otro, Otro goce alternativo al mortífero que Lacan cifra en el término plus de goce.1 Lo que debemos tener en cuenta hoy en día es que el debilitamiento de la acción normativa de lo Simbólico ha hecho de la propia transgresión un hábito conformista del instinto. El goce como fin en sí mismo es una forma radical del espíritu más reaccionario. Es mucho más transgresivo jurar amor eterno que pasar de un cuerpo a otro sin vínculo amoroso alguno. Es mucho más transgresiva la experiencia de la fidelidad a lo Mismo qu...

Índice

  1. PORTADA
  2. INTRODUCCIÓN
  3. 1. LA LEY DE LA PALABRA Y EL NUEVO INFIERNO
  4. 2. LA CONFUSIÓN DE LAS GENERACIONES
  5. 3. DE EDIPO A TELÉMACO
  6. 4. ¿QUÉ SIGNIFICA SER UN HEREDERO LEGÍTIMO?
  7. EPÍLOGO
  8. NOTAS
  9. CRÉDITOS