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  1. 304 páginas
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Información del libro

¿Por qué está Walter Stackhouse tan fascinado por el asesinato de Helen Kimmel? Ha recortado el artículo del periódico sobre el crimen, piensa visitar al marido de la víctima y puede que hasta escriba un ensayo sobre el hecho. ¿Qué le seduce en la violenta muerte de una respetable mujer de clase media? ¿Tal vez la posibilidad de que sea su marido el asesino? Walter es un joven y prometedor abogado; está más o menos felizmen­te casado con Clara, la mujer que ama, y viven en una hermosa casa de una zona residencial. ¿Una vida perfecta para la pareja ideal? Quizá, si no fuera porque Clara se las ha arreglado para separarle de casi todos sus amigos, y a veces parece amar más a su perro que a su marido... ¿Y si Mrs. Kimmel era una mujer como Clara? ¿Por qué no ir a visitar a su marido, el hipotético asesino? Aunque tal vez la pregunta que Walter debiera hacerse sea: ¿por qué no mirarse en el espejo de sus deseos más ocultos? ¿Por qué no matar a Clara?

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Información

Año
2017
ISBN
9788433937926
Categoría
Literatura

1

El hombre de los pantalones azul oscuro y la camisa deportiva verde bosque guardaba cola con impaciencia.
Pensó que la muchacha de la taquilla era estúpida, que nunca había sido capaz de devolver el cambio con presteza. Levantó su gruesa y calva cabeza para mirar, bajo el marco iluminado, el rótulo donde se leía «En proyección: Una mujer marcada»; fijó sin interés la vista en el cartel en que una mujer medio desnuda mostraba el muslo, y luego se volvió por si descubría a alguien conocido en la cola. Nadie. Con todo, no habría podido calcular mejor el tiempo, pensó. Justo a punto para la sesión de las ocho. Introdujo el dólar por la ventanilla de cristal.
–Hola –le dijo sonriendo a la muchacha rubia.
–Hola. –Los inexpresivos ojos azules de la chica se iluminaron–. ¿Qué tal?
Ciertamente, se trataba de una pregunta que no esperaba respuesta. No se la dio.
Entró en el vestíbulo ligeramente maloliente y oyó el estridente y marcial sonido de trompetas con el que empezaba el reportaje de actualidad. Pasó por delante de la vendedora de golosinas y palomitas de maíz, y cuando llegó al otro lado del local se volvió grácilmente, pese a lo voluminoso de su cuerpo, para observar a su alrededor. Tony Ricco estaba allí. Aceleró el paso y lo alcanzó en el momento en que ambos enfilaban el pasillo central.
–¡Hola, Tony! –le saludó con idéntico tono de superioridad al que empleaba cuando le encontraba trabajando tras el mostrador de la charcutería de su padre.
–¡Hola, señor Kimmel! –contestó Tony, jovial–. ¿Está solo esta noche?
–Mi mujer acaba de irse a Albany.
Se despidió con un gesto de la mano y se adentró por una de las filas de butacas.
Tony siguió por el pasillo, en busca de un asiento más cercano a la pantalla.
El hombre, rozando con las rodillas la parte trasera de los respaldos de los asientos de la fila de delante, y murmurando «Perdón» y «Gracias», pues la gente tenía que levantarse o casi para dejarle paso, continuó internándose por la hilera de butacas hasta desembocar en el pasillo lateral. Entonces bajó en dirección a la puerta señalizada con el rótulo «Salida», empujó el doble batiente metálico y salió al aire cálido de la calle. Echó a andar en sentido contrario a la marquesina luminosa y casi de inmediato atravesó la calzada. Dobló la esquina y montó en su Chevrolet negro de dos puertas.
Condujo hasta llegar a menos de una manzana de la estación terminal de las líneas de autobuses Cardinal, y esperó, sin salir del coche, hasta que un autobús con la indicación «Newark-Nueva York-Albany» partió de la estación. Entonces arrancó.
Siguió al autobús inmerso en el desquiciante tráfico del Holland Tunnel, y luego, en Manhattan, viró hacia el norte. Procuró mantener constantemente una distancia aproximada de dos coches entre el suyo y el autobús, incluso después de salir de la ciudad, cuando el tráfico era ya escaso y fluido. Pensaba que la primera parada de descanso sería más o menos en los alrededores de Tarrytown; quizá antes. Si el lugar no resultase propicio, tendría que prolongar la persecución. Y si no hubiera ninguna otra parada de descanso..., bueno, entonces lo haría en Albany mismo, en cualquier callejuela. Aunque al conducir se mordía los carnosos labios, la fiera mirada de sus ojos azules permanecía impasible tras los gruesos cristales de sus gafas.
El autobús paró frente a un conjunto de tiendas de comestibles iluminadas y un café. Pasó de largo y detuvo su coche algo más adelante, tan arrimado al borde del arcén que las ramas de un arbusto rayaron un lado de la carrocería. Rápidamente bajó y echó a correr un tramo; luego, al llegar a la zona iluminada donde el autobús había parado, redujo su marcha hasta su paso normal.
La gente salía del autobús. Vio cómo ella bajaba, y observó sus torpes movimientos, el bamboleo de su pesado y grueso cuerpo al descender por los escasos peldaños. Se plantó delante de ella cuando aún no había andado dos metros.
–¿Tú aquí? –exclamó ella.
Llevaba el cabello –negro, pero ya canoso– absolutamente despeinado, y sus estúpidos ojos castaños se alzaron, brutalmente sorprendidos, para mirarle con terror animal. A él le pareció como si se encontraran en la cocina de Newark, discutiendo.
–Todavía no te lo he dicho todo, Helen. Ven conmigo.
La agarró por el brazo y la empujó hacia la carretera.
Ella se resistió.
–Aquí para sólo diez minutos. Si has de decirme algo, que sea ahora mismo.
–Para veinte minutos. Lo he preguntado –contestó en tono de fastidio–. Ven, busquemos un sitio donde no puedan oírnos.
Helen le siguió. Previamente, él se había fijado en que los árboles y matorrales crecían, altos y espesos, a la derecha, justo al lado de su coche. Unos metros más allá, por la carretera, sería el lugar ideal.
–Si crees que cambiaré de opinión por lo que respecta a Edward –empezó Helen, trémula, orgullosamente–, no lo haré. Nunca.
¡Edward! La típica dama orgullosa y enamorada, pensó él, asqueado.
–Yo sí he cambiado de opinión –le contestó con voz calma, de arrepentido. Pero sus dedos se crisparon maquinalmente sobre la fofa carne del brazo que agarraban. Apenas si tenía paciencia para esperar un poco más. La empujó hacia la carretera.
–Mel, no quisiera alejarme demasiado del...
De un empellón la hizo caer sobre los matorrales, junto al margen de la carretera. A punto estuvo él mismo de caerse, aunque su mano izquierda continuó aferrada a la muñeca de ella. Con la derecha le dio un puñetazo en la cabeza; lo bastante fuerte como para romperle el cuello, pensó; sin embargo, no le soltó la muñeca. Acababa de empezar. Helen permanecía caída en el suelo; la mano izquierda del hombre encontró la garganta y apretó con fuerza para ahogar el incipiente gemido de la mujer. Luego empezó a golpearle el cuerpo con el otro puño, descargándolo repetidamente, martilleando la zona dura del centro de su tórax entre la protectora masa de sus blandos senos. Después descargó el puño con la misma fuerza y regularidad de una maza contra la frente, la oreja, y finalmente le propinó un gancho en la barbilla como si estuviera pegándole a un hombre. Entonces sacó del bolsillo un cuchillo, lo abrió y hundió la hoja tres, cuatro, cinco veces en la carne. Se concentró especialmente en la cabeza porque quería destruirla, y golpeaba su mejilla con el puño cerrado, una y otra vez, hasta que la mano empezó a deslizarse sobre la sangre y a perder fuerza aunque él no lo advirtiera. Sólo sentía una especie de alegría oscura, un desbordante sentimiento de justicia, de agravios vengados, de años de insultos e injurias, de tedio, de estupidez, en especial de estupidez, que, por fin, le hacía pagar.
No paró hasta que perdió el resuello. Entonces se dio cuenta de que se había arrodillado sobre el muslo de ella y se apartó, asqueado. En la oscuridad sólo la veía como una mancha clara, la del vestido de verano. Miró a su alrededor y escuchó. Sólo se oía el rumor de los insectos nocturnos y el de un coche que se alejaba carretera adelante. Advirtió que se hallaba a muy pocos pasos del arcén. Tenía la seguridad de que estaba muerta y bien muerta. De repente, deseó verle la cara y echó la mano al bolsillo en busca de la linterna, pero no quiso arriesgarse a que alguien pudiera descubrir la luz.
Se inclinó hacia delante con precaución y alargó una de sus enormes manos, con los dedos extendidos y prestos a rozar a la muerta. En cuanto las puntas de los dedos alcanzaron la resbaladiza piel, le dio otro puñetazo justo en la parte por donde la palpaba. Luego se levantó, respirando entrecortadamente durante unos momentos, sin pensar en nada, sólo aguzando el oído. Entonces se dirigió hacia el camino. Bajo la luz amarillenta de un farol de la carretera miró si estaba manchado de sangre; sólo tenía en las manos. Se las restregó, una con otra, maquinalmente, mientras andaba, aunque sólo consiguió dejárselas aún más pegajosas. Hubiera querido poder lavárselas. Le molestaba tener que agarrar el volante sin haberse lavado las manos, y se imaginó, con una exactitud irritante, cómo humedecería la bayeta de debajo del lavabo y limpiaría el volante en cuanto llegara a casa. Tendría que frotar con energía.
Advirtió que el autobús ya se había marchado. No tenía ni idea del tiempo transcurrido. Volvió a su coche, viró en redondo y emprendió el camino hacia el sur. Eran las once menos cuarto, según su reloj de pulsera. Una manga de la camisa se le había desgarrado y pensó que debería deshacerse de ella. Calculaba que estaría de vuelta en Newark muy poco después de la una.

2

Mientras Walter esperaba dentro del coche, empezó a llover.
Levantó los ojos del diario y entró el brazo que tenía apoyado en la ventanilla. Unas motas oscuras destacaban sobre el azul de la manga de la americana.
El repiqueteo de una intensa lluvia veraniega resonó en el techo del coche, y al momento el lomo alquitranado de la calle, mojado y brillante, reflejó en una alargada mancha roja el anuncio de neón del drugstore situado una manzana más allá. Anochecía, y la lluvia anticipaba las sombras sobre la ciudad. En la calle, las inmaculadas casas de Nueva Inglaterra parecían aún más blancas bajo aquella luz grisácea y las pequeñas vallas que rodeaban el césped destacaban como los hilvanes en un patrón.
«Ideal, ideal», pensaba Walter. «El tipo de pueblo en el que uno se casa con una buena chica, llena de salud, vive con ella en una casita blanca, los sábados va de pesca y educa a sus hijos para que vivan igual que él...»
«Nauseabundo», opinó Clara aquella tarde, mientras señalaba la rueca en miniatura que había junto al hogar de la fonda. Waldo Point le parecía a Clara demasiado turístico. Walter había escogido aquel pueblo, tras pensárselo mucho, porque era el menos turístico de una larga serie de poblaciones de Cape Cod. Walter recordaba que Clara se había divertido a más y mejor en Provincetown, sin quejarse en absoluto del ambiente turístico. Pero aquello sucedió durante el primer año de matrimonio, y ahora estaban ya en el cuarto. El propietario de la fonda Spindrift le había explicado a Walter el día anterior que su abuelo confeccionó aquella rueca para que sus hijas, siendo pequeñas, aprendieran a hilar. Si Clara fuese capaz, siquiera por un minuto, de ponerse en su lugar...
«Claro que era una nadería», pensó Walter. Todas sus discusiones eran de ese tenor, como por ejemplo la de ayer mismo, sobre si un hombre y una mujer acaban por fuerza hastiándose físicamente el uno del otro al cabo de dos años de matrimonio. Walter no lo creía inevitable. Para él, Clara era la demostración palpable de su opinión, pese a que ella afirmase, tan cínica y desagradablemente, que sí era inevitable. Sin embargo, Walter antes se hubiera cortado la lengua que decirle que por su parte la quería físicamente tanto como el primer día. Además, ¿acaso Clara no lo sabía? ¿Si insistía en aquella actitud no era precisamente para irritarlo?
Walter se removió en el asiento del coche, se pasó los dedos por el pelo rubio y espeso, e intentó relajarse mediante la lectura del diario. «Válgame Dios», pensó. «Se supone que esto son las vacaciones.»
Leyó superficialmente, entre líneas, una larga columna que comentaba las condiciones del ejército americano en Francia, pero no dejó de pensar en Clara. Pensaba en el miércoles por la mañana, tras aquel paseo, de madrugada, en la barquita de pesca (por lo menos aquella salida con Manuel sí que le gustó, porque la consideró instructiva). Al llegar a casa decidieron echar una siesta. Clara mostró un humor excelente. Incluso rieron a propósito de no recordaba qué, y luego los brazos de ella le rodearon el cuello progresivamente insinuantes...
Sucedió aquel mismo miércoles, no hacía más que tres días... Pero ya al día siguiente la voz de Clara recobró su acidez normal, aquella especie de tono malhumorado, como si le castigara tras haberle otorgado sus favores...
Eran las ocho y diez. Walter miró por la ventanilla del coche hacia la fachada de la fonda, situada algo atrás. Clara no aparecía. Dio una nueva ojeada al diario y leyó: «Se ha descubierto el cadáver de una mujer cerca de Tarrytown, N. Y.» La mujer había sido brutalmente apuñalada y golpeada, pero no le habían robado nada. La policía carecía de pistas. La mujer viajaba en el autobús de línea Newark-Albany, y en una parada de descanso desapareció, así que el autobús hubo de proseguir el viaje sin ella.
Walter pensó que quizá aquella historia le sirviera para sus ensayos; tal vez el asesino había sostenido algún tipo de relación tortuosa con la mujer. Recordaba un crimen sin móvil aparente, publicado en los diarios, y más tarde explicado en función de una amistad patológica entre el asesino y la víctima, una amistad como la que mantenían Chad Overton y Mike Duveen. Aquel asesinato le sirvió a Walter para advertir determinados elementos peligrosos en la relación que mantenían Chad y Mike. Rasgó el trozo de periódico en que se comentaba el asesinato de la mujer de Newark y se guardó el artículo en el bolsillo. Convendría conservarlo al menos unos días para comprobar si se descubría algo sobre el asesino.
Aquellos ensayos fueron el mejor pasatiempo de Walter durante los dos últimos años. Tenía previstos once bajo el título genérico de Amistades indignas. Sólo uno estaba acabado, el de Chad y Mike, pero había esbozado otros, basados todos ellos en observaciones sobre sus propios amigos y conocidos. Walter sostenía la tesis de que la mayoría de las personas mantenían al menos una amistad con una persona inferior, en función de ciertas necesidades o deficiencias que se reflejaban o compensaban a través del amigo inferior. Por ejemplo, la de Chad y Mike: ambos procedían de familias acomodadas que los habían malcriado, pero Chad se decidió a trabajar mientras Mike seguía dedicándose a su vida de playboy, por cierto sin demasiados recursos desde que la familia le había retirado la subvención. Mike era un borracho, un inútil, y no le importaba aprovecharse de todos sus amigos. Sólo que Chad era ya casi el único que...

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  43. Notas
  44. Créditos