Crónicas
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Crónicas

  1. 200 páginas
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Emilio Sánchez Mediavilla vivió dos años en Bahréin con su pareja, destinada allí por trabajo. Cuando volvió a España y terminó de escribir este libro supo que ya no podría regresar al lugar que había sido su casa, porque los periodistas no son bienvenidos en un país que ocupa el puesto 167, de 180, en la clasificación de libertad de prensa elaborada por Reporteros Sin Fronteras.

Bahréin es un reino del tamaño de Menorca en pleno golfo Pérsico, entre Arabia Saudí e Irán, sometido a muchas de las tensiones sectarias y políticas que agi-tan Oriente Medio. Un país de mayoría chií pero gobernado por una monarquía absolutista suní, antigua colonia británica, sede de la Quinta Flota americana, pionero en el descubrimiento de pozos petrolíferos y en la lucha obrera del mundo árabe, y el primer país musulmán en despenalizar la homosexualidad; un país cuya historia reciente se ha visto marcada por la salvaje represión que siguió a la revolución de 2011, que Sánchez Mediavilla reconstruye haciendo escala en Londres y Berlín para entrevistarse con miembros de la disidencia. Este es el retrato de una sociedad que combina la tolerancia religiosa más avanzada del Golfo con venas subterráneas de rigorismo wahabí y chií; que constituye un destino amable para los expatriados occidentales pero un infierno para los trabajadores asiáticos, sometidos a una cruel explotación laboral. Una dacha en el Golfo desmonta hasta la iconoclastia la gravedad de la religión, de las tradiciones, del propio oficio de periodista. Y lo hace construyendo un relato rebosante de inteligencia, con pasajes hilarantes que recuerdan al Nigel Barley de El antropólogo inocente; una crónica vibrante, escrita con claridad, lucidez y hermosura, que aborda la geopolítica de Oriente Medio, pero también captura su vida cotidiana, hecha de vivencias personales, descubrimientos, asombros, perplejidades y aprendizajes.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433941374

LA PERLA

Mi primera imagen de Bahréin fue una estatua gigante con forma de pulpo blanco. Apareció en la pantalla de mi móvil el día que a Carla le ofrecieron irse a trabajar a un país que yo no sabía situar en el mapa.
Meses después de aquella llamada, le pregunté a Carla, ya instalada en Bahréin, si había ido a ver la estatua. «No, porque no existe. La derribaron. Ni siquiera se puede acceder: la zona está rodeada por alambradas y policía», me dijo por Skype.
Antes de 2011, la estatua de la Perla era simplemente una rotonda de cuatro carriles en mitad de un descampado atravesado por carreteras en todas direcciones, un importante pero anodino cruce de tráfico sin valor sentimental para los bahreinís. En el centro de la gran rotonda se alzaba la estatua blanca. Fue construida en 1982 para celebrar la tercera cumbre de la Coalición del Golfo. Cada pata del monumento simbolizaba uno de los países de esa alianza regional: Arabia Saudí, Qatar, Kuwait, Bahréin, Omán y los Emiratos Árabes Unidos. La escultura, de casi cien metros de altura, estaba rematada por una colosal bola de cemento, la perla, en recuerdo a la que durante siglos fue la mayor riqueza de Bahréin, antes de que, primero la competencia de las perlas japonesas y luego la destrucción de los depósitos de agua dulce, convirtieran el sector en una actividad marginal, solo útil como atracción turística. A los gobernantes de los países del Golfo les encanta buscar símbolos nacionales en la siempre inofensiva y apolítica naturaleza: los oryx, los halcones, los caballos, las perlas, el mar. La naturaleza es apolítica; la historia reciente –la conquista de los Al Jalifa, el mantenimiento de un régimen feudal, las revueltas, las represiones–, demasiado compleja. La sala más visitada del museo de historia de Bahréin es la maqueta de un barco con pescadores que bucean rodeados de tiburones. Un relato pintoresco, al margen de la narrativa gubernamental y del memorial de agravios de la oposición. Una nostalgia compartida. Una viñeta de Tintín.
En la discriminación sectaria, también hay clases. Un chií rico, si no se mete en política, puede disfrutar de una vida cómoda y lujosa en Bahréin. Nabeel Rajab nació en una familia chií leal al gobierno, los Rajab, con múltiples y sólidas conexiones con la élite económica. Nabeel podría haberse limitado a vivir de las rentas de la empresa de construcción que fundó en los noventa, se podría haber aprovechado de la legislación laboral que permite la explotación de trabajadores asiáticos, haber entrado en el juego de prebendas y corrupción al amparo del gobierno, y haber llegado a la vejez con la única duda de si era mejor invertir en el mercado inmobiliario de Londres o de Barcelona. Pero eligió el camino contrario y ahora está en la cárcel cumpliendo una condena de treinta años. Cuando le visité en su casa acababa de salir de prisión y estaba convencido de que lo detendrían de nuevo, como así fue, pero no era algo a lo que pareciera darle mucha importancia. «El gobierno me chantajea para que no hable ni dé entrevistas; de lo contrario, resucitará los procesos judiciales pendientes.» Prefería preguntarme por la situación política en España y por amigos periodistas como Javier Espinosa: «Sufrimos mucho cuando le secuestraron en Siria.» Tenía un póster de Bob Marley y un dibujo del Che Guevara en su despacho, junto a la leyenda en inglés «Todos nacemos libres». En la mesa, una pantalla gigante de Mac con una alfombrilla de ratón del Bayern de Múnich, y en las estanterías, varias fotos, una caricatura suya y una escultura de la estatua de la Perla. Me pareció un hombre expansivo, generoso, convencido de su trabajo y de su misión, y con un insólito buen humor. Parecía un hombre feliz.
Su destino empezó a «torcerse» a los catorce años, cuando policías enmascarados entraron en clase para detener a su profesor. Meses después, la policía regresó al colegio para detener a un compañero de clase que había participado en manifestaciones contra el gobierno. Atemorizado, el chaval saltó por la ventana. Nabeel empezó a pintar proclamas políticas en las paredes del colegio. Le expulsaron. «Yo quería gritar, pero no podía hablar: no por miedo, sino porque nadie quería escucharme», recordaba aquellos años Nabeel en una entrevista para Amnistía Internacional. Se fue a estudiar Historia y Políticas a la India, donde su intuición ética encontró acomodo teórico en la defensa de los derechos humanos universales.
En 1996, en plena represión gubernamental contra la oposición liberal, comunista e islamista chií, Nabeel Rajab y otros compañeros de militancia como Abdulhadi al Khawaja crearon el Bahrain Center for Human Rights (BCHR), la primera organización de defensa de derechos humanos de Bahréin. Su acción política trascendió siempre la lucha contra la discriminación chií. Defiende los derechos de los trabajadores asiáticos, lucha por la igualdad jurídica de la mujer y presta apoyo jurídico a cualquier víctima de abusos policiales, incluidos supuestos yihadistas suníes detenidos en Guantánamo. Nació como organización clandestina, pero en 2001 fue inscrita en el registro oficial, cuando el rey Hamad declaró una amnistía política y prometió la instauración de un nuevo Parlamento con capacidad legislativa real. La nueva constitución fue votada mayoritariamente en un referéndum celebrado el 14 de febrero de 2001. Sin embargo, dos años después, también un 14 de febrero, el rey anulaba la constitución. De nuevo, las detenciones y la represión. La BCHR de Nabeel Rajab volvió a la clandestinidad.
Una década después, el 14 de febrero de 2011, los vecinos de Beni Jamra esperan a Nabeel Rajab a la puerta de su casa para caminar juntos por la carretera de Budaiya. Acuden a la convocatoria lanzada por una página de Facebook que pide al pueblo de Bahréin «tomar las calles». La misma escena se repite en muchos pueblos del país. La activista Ala’a al Shehabi lo recuerda así en el libro Freedom Without Permission: «No sabías quién había convocado ni si era un llamamiento real, simplemente hacías acto de presencia. Alguien gritaba “Allahu Akbar” y la gente le seguía y otras personas aparecían de todos los rincones para sumarse a la marcha. Fue así como ocurrió. Vi a gente caminando y empecé a caminar con ellos.»
Protestan contra la corrupción sangrante, la privatización del litoral en unas pocas manos de la élite gobernante, la destrucción sistemática de los recursos marinos debido a la política de construcción de islas artificiales en terreno ganado al mar. Protestan contra la discriminación sectaria de los chiíes en el acceso a la vivienda y al empleo público (pagado hasta tres veces mejor que el sector privado), el ejército y los cuerpos de seguridad policial (cuyos puestos ocupan policías suníes importados de Siria, Pakistán, Yemen o Egipto, a quienes se otorga la nacionalidad bahreiní y se entrega una vivienda). Los chiíes quedan al margen del relato histórico oficial (basado en la elegía guerrera a los conquistadores suníes) y de la enseñanza: en los colegios públicos solo se imparte la doctrina religiosa suní. Lo que siempre había sido una política de Estado más o menos disimulada fue elevada a conspiración gubernamental después de que Salah al Bandar, canciller de planificación estratégica en el Consejo de Asuntos Ministeriales, revelara en 2006 un detallado documento de 240 páginas que describía la financiación de un plan destinado a profundizar la brecha sectaria. Además de financiar organizaciones, foros y páginas web contrarias a la doctrina chií, el programa subvencionaba las conversiones del chiismo al sunismo y contemplaba generosas partidas para otorgar la nacionalidad bahreiní a decenas de miles de árabes suníes. En 2002, por ejemplo, varios miles de ciudadanos saudíes de la tribu Dawasir, de Dammam, recibieron la nacionalidad bahreiní, justo a tiempo para votar en las elecciones al Parlamento de ese año.
Los manifestantes piden el regreso a la constitución de 1973, un parlamento con capacidad legislativa real, a diferencia del actual, elegido por sufragio universal pero lastrado por el derecho a veto del consejo de la Shura, órgano real de gobierno, cuyos miembros son elegidos directamente por el rey.
En las semanas anteriores ha habido concentraciones frente a la embajada de Egipto, en solidaridad con los manifestantes de la plaza Tahrir, pero nadie interpreta aquellos sucesos como el inicio de algo distinto a lo que ha sido la historia reciente del país: un goteo constante, pero inútil, de movilizaciones callejeras contra el gobierno. Sin embargo, mientras avanza por la carretera de Budaiya, a Nabeel Rajab le sorprende la cantidad de gente que ve a su alrededor e intuye que algo diferente está sucediendo esta vez en Bahréin.
Ese mismo día muere («es martirizado», como reza la oposición chií) Ali Mushaima, un joven de veintiún años, por disparos de la policía. Al día siguiente, otro joven, Fadhel al Matrook, es asesinado mientras participa en el cortejo fúnebre del joven asesinado en la víspera. Ese goteo de muertos sigue la lógica de las movilizaciones de las últimas décadas. Pero esa misma tarde, 15 de febrero, ocurre algo extraordinario: miles de bahreinís ocupan la plaza de la Perla, a la que todavía nadie llama plaza. Eso ocurrirá más tarde, cuando periodistas estadounidenses bauticen, con acierto mediático y a imitación de Tahrir en El Cairo, la rotonda como plaza. En este libro yo escribiré plaza porque así me refería siempre a ella cuando viví en Bahréin, porque así han terminado por llamarla muchos de los que allí estuvieron y porque todo lo que allí ocurrió no cabe simbólicamente en una simple rotonda.
Una tarde de septiembre en Berlín. Sentado en una butaca oscura encajonada en la esquina del salón, el poeta Ali al Jallawi –la medusa luminosa que estuvo encarcelada en Adliya– habla despacio, casi en trance, con la precisión de quien lee una pantalla invisible. «Caminando entre todas esas caras conocidas, me sentía rodeado de extraños: conocía esas caras, pero no las sensaciones que transmitían. Eso era nuevo. Se había roto el miedo. Esa energía había surgido de repente, de la nada, y no nos lo podíamos creer. Caminaba entre la gente y solo miraba, no pensaba en nada, no apuntaba nada, no tenía ideas, solo miraba y disfrutaba de esa sensación. Es como enamorarse. Al principio solo tienes sentimientos; las opiniones llegan después.»
«La gente aquí es mucho más variada que en Tahrir», le dijo a una amiga periodista una reportera extranjera que había cubierto todas las revoluciones de la Primavera Árabe. A diferencia de Tahrir, en la plaza de la Perla hombres y mujeres se mezclaban en el mismo espacio público (la segregación por sexos llegaría más adelante). En la Perla había laicos y religiosos, hombres y mujeres, niños y ancianos. Estaban los líderes de los diferentes partidos políticos de la oposición: desde el chií religioso Al Wefaq al laico izquierdista Al Waad. Allí estaba incluso Mohamed Albuflasa, un suní salafista, exoficial del ejército bahreiní y diputado del Parlamento. El 15 de febrero dio un discurso en la plaza apoyando las reclamaciones de los manifestantes y pidiendo el fin de la discriminación sectaria. De todos los líderes allí presentes y de todos los discursos allí pronunciados, ninguno resultaba más peligroso para la narrativa sectaria del gobierno que esa llamada a la unión en boca de un suní salafista. Esa misma noche fue detenido por la policía. Albuflasa denunció humillaciones y abusos en la cárcel. Fue liberado el 24 de julio de 2011. Decenas de personas le recibieron en su casa de Hamad Town al grito de «Suníes y chiíes somos hermanos». La policía antidisturbios disolvió la manifestación con gas lacrimógeno.
Había en la Perla sensibilidades políticas radicalmente opuestas, muchas de ellas incompatibles entre sí, pero todas encontraban cobijo en el mismo cántico: «Queremos la reforma del régimen.» En una democracia, los líderes políticos allí presentes jamás hubiesen compartido la misma tribuna política. Había mayoría de manifestantes chiíes: no por sesgo sectario, sino por la composición demográfica del país.
No se pedía el derrocamiento del rey, sino la destitución del primer ministro, en el cargo desde 1971. Una de las pancartas más celebradas (y pensadas para impactar al observador extranjero) reunía las fotos de todos los presidentes estadounidenses de las últimas décadas, acompañada, cada una de ellas, por la misma foto repetida del primer ministro bahreiní.
En solo unas horas, la Perla se convirtió en una ciudad autónoma, con sus propios generadores eléctricos, tribuna de oradores, jaimas de asesoría legal y debate, puestos de comida gratis, máquinas de palomitas e incluso pantallas de televisión para ver el partido de la Champions entre el Arsenal y el Barça, con aplastante mayoría de seguidores del club catalán, que celebraron con júbilo el gol de Villa en el minuto 26.
El académico estadounidense Toby Matthiesen escribe en Sectarian Gulf: «Llegando al monumento podían oírse las voces de miles de personas, los chillidos de los megáfonos, trompetas, música, motores. Lo que más me sorprendió fue lo relajado que parecía todo el mundo. Dos personas habían sido asesinadas (el día anterior y esa misma mañana) mientras intentaban llegar aquí, pero la noche del 16 de febrero lo más normal del mundo era ir de visita con la familia a esta manifestación en el centro de la ciudad... En ese momento, la represión parecía imposible.»
Esa misma madrugada, ya 17 de febrero, Toby Matthiesen regresó al hotel en ese estado de excitación de quien está siendo, por puro azar, testigo de un momento histórico. Había viajado a Bahréin para realizar un trabajo de campo sobre los chiíes en el Golfo y, de repente, había estallado una revolución a las puertas de su hotel. En la habitación empezó a tomar notas aceleradas de lo que había experimentado esa noche. A las tres de la madrugada recibió la llamada de un amigo: «¡Está ocurriendo una masacre!» Puso la televisión, pero ni la cadena estatal ni el servicio en árabe de Al Jazeera daban ninguna noticia. En las redes sociales comenzaba el goteo de fotos y vídeos de la carga policial. La imagen que resumía la noche era una cabeza reventada de la que salían los restos de un cerebro.
La primera incursión corrió a cargo de policías de civil armados con mazos y cuchillos con los que rajaban las tiendas de campaña donde dormían niños pequeños con sus madres. Le siguió una nube de gas lacrimógeno lanzada desde el perímetro de la plaza y el ataque de policías uniformados, armados con bombas de sonido y escopetas de perdigones.
Murieron cuatro manifestantes y hubo cientos de heridos, incluidos periodistas y personal sanitario que intentaba atender a los manifestantes. De madrugada, miles de personas se agolparon a las puertas del cercano hospital de Salmaniya, donde se velaba a los muertos y se atendía a algunos de los heridos que llegaban en coches particulares porque el gobierno había prohibido el acceso de las ambulancias a la plaza.
El 18 de febrero, los manifestantes intentan volver a la Perla. En las imágenes, grabadas con móvil, se ve a un grupo de hombres con los brazos en alto gritando «Paz». Caminan por el centro de la autopista, flanqueada por palmeras, en dirección al primer cordón policial. Se oyen unos disparos, el chico que está grabando las imágenes corre a esconderse en uno de los laterales. Cuando enfoca de nuevo al centro de la calzada se ve a tres chicos tendidos en el suelo. Dos de ellos piden ayuda con los brazos. Otro yace muerto con un disparo en la cabeza. Un hombre mayor, vestido con una camisa blanca, grita desesperado. Será él, junto a otros hombres, quien traslade en brazos el cuerpo del manifestante muer...

Índice

  1. PORTADA
  2. ÍNDICE
  3. UN ESPEJISMO
  4. UN LUGAR
  5. LA DACHA
  6. EL PARQUE
  7. EL PUENTE
  8. LA PERLA
  9. FIESTAS
  10. BOTÍN DE GUERRA
  11. CLASES DE ÁRABE
  12. CUERPOS
  13. MEZQUITA
  14. EXCURSIONES
  15. LOS SUFÍES
  16. CELEBRITIES
  17. EL COMERCIANTE DE PERLAS
  18. LA ERRATA DEL CAMELLO
  19. AGRADECIMIENTOS
  20. CRÉDITOS
  21. NOTAS