Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 288 páginas
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Panorama de narrativas

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Información del libro

De día y con las ventanas cerradas, por los vecinos. Es así como más le gusta a Elizabeth. Ella introduce la mano en el pantalón de yoga tamaño XXL de Georg, su marido, y a partir de ahí traiciona a su madre, que trataba de enseñarle que el sexo era algo malo. Enseñanza fallida, porque sólo durante el sexo se siente realmente libre y no piensa en los sinsabores de su existencia. Por ejemplo, la boda con su exnovio que nunca tuvo lugar. Tras aquel accidente, Georg compró a Elizabeth como quien compra un camello en el bazar. Desde entonces ella se desvive por lograr una meta: no separarse nunca de él. Furores íntimos habla del matrimonio y la familia en un tono sin precedentes, a la vez que explora, con audacia y humor feroz, cada resquicio del alma de una joven desorientada. «Un libro que nos mueve y conmueve mucho más allá de la lectura» (Frankfurter Allgemeine Zeitung).

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Información

Año
2013
ISBN
9788433927699
Categoría
Literatura

MARTES

Como siempre antes del sexo, hemos encendido los dos calientacamas con media hora de antelación. Mi marido los compró de alta calidad y llegan por ambas partes desde la cabecera hasta los pies. Para mí, con estos artilugios toda inversión es poca. Tengo un miedo horroroso a que después de conciliar el sueño esos chismes se pongan al rojo vivo y me achicharren en cuerpo y alma o me asfixien con el humo. Nuestros calientacamas se apagan solos al cabo de una hora. Nos tumbamos en el lecho de cuarenta grados de temperatura y miramos al techo. El cuerpo se relaja con el calor. Comienzo a respirar hondo y sonrío para mí, excitada por el placer que me espera. Luego me doy la vuelta y le beso, mi mano se introduce en su pantalón de yoga tamaño XXL. No tiene cremallera ni nada por el estilo, donde el vello o el prepucio pudieran engancharse. Al principio no le toco la polla, sino que me deslizo, siempre dentro del pantalón, hacia los huevos. Los empuño como una bolsita de oro y los sopeso suavemente con la mano. A partir de ahí engaño a mi andrófoba madre, que trató de enseñarme que el sexo era algo malo. Se ve que en mí la lección no ha calado.
Inspirar y espirar hondo. Es el único momento del día en que respiro correctamente. Durante el resto del tiempo tengo la respiración plana y boqueante. Estoy siempre al acecho, siempre controlada, siempre preparada para lo peor. Cuando tengo sexo, cambio por completo de personalidad. Mi terapeuta, la señora Drescher, dice que inconscientemente me escindo porque mi madre me educaba para que fuera un ser asexual. Y que sólo por no traicionarla tengo que convertirme en otra en la cama. Funciona de maravilla. Me libero totalmente. Nada me corta. Soy la cachondez con patas. En esos instantes no me siento persona, sino más bien animal. Olvido todos los deberes y problemas, soy sólo cuerpo y dejo de ser mi mente agotadora. Poco a poco voy deslizando la cara hacia su entrepierna. Noto su olor a macho, que no me parece tan distinto al de hembra. Cuando no se ha duchado inmediatamente antes del sexo –y cuando llevas tanto tiempo juntos como llevamos nosotros ya no se hace– alguna que otra gota de orina ha empezado a fermentar entre el capullo y el prepucio. Huele como en la cocina de mi abuela los días que había frito pescado en el horno de gas. A cerrar los ojos y tirarse a la piscina. Confieso que me da un poco de asco, pero al mismo tiempo ese asco me excita.
Lo limpio con cuatro lametazos y ya no huele. Hago como la vaca que limpia a la ternera con la lengua. Hundo la cara olfateando en el blando escroto y rozo la mejilla a lo largo de la verga empalmada que ya se le había puesto dura mientras lo besaba en la boca. Mi marido, Georg, es mucho mayor que yo, a ver cuánto tiempo le funciona todavía la erección. Le beso la ingle o como se llame, esa zona donde las piernas se unen al tronco. Es en ese momento, como muy tarde, cuando lo oigo gemir levemente y pedirme más. Por lo pronto sólo se trata de atenderlo. Medito en detalle el ritmo que he de dar a cada movimiento para hacerlo enloquecer. Primero basta con la provocación. Detenerse en las ingles, seguir apresando firmemente los huevos con la mano. Pasar poco a poco de los besos al lameteo. Hago fuertes chasquidos con la boca para que no sólo sienta sino también oiga lo que estoy haciendo. Bajo el escroto palpo la prolongación del tejido eréctil que llega hasta el perineo. Por cierto, ¿se llama perineo lo que tiene el hombre? Ahí se aprecia una línea parecida a unos labios de vulva pegados uno a otro..., pues sí, todo igual. En el fondo le doy satisfacción como me gusta que me la den a mí, imaginándome que tiene vagina. Pero alargada y salida, ¡muy salida! Aprieto el escroto con más fuerza y le masajeo el tejido eréctil que hay debajo.
Para no quedarme a dos velas froto mi vagina en su rodilla. Si enarco un poco la espalda, cuadra al milímetro. Mi lengua se pasea lentamente de las ingles a la verga. La lamo hasta dejarla completamente mojada y le echo la respiración encima para que sienta el fresco en las partes húmedas. Desde la verga voy apretando la lengua hacia abajo, en dirección a los huevos. Se los chupo con la boca y jugueteo con ellos. He aprendido a tener cuidado de no torcerle los cordones espermáticos, en una ocasión lo hice y le dolió mucho. Debajo del escroto masajeo con la lengua el perineo dejando un poco de saliva en el orificio anal. Para mi dedo. Pongo la lengua muy tensa y puntiaguda y recorro el perineo y la zona intertesticular hasta lo alto del capullo, al tiempo que le voy frotando, despacio, el esfínter con el índice. Previamente mojo los labios y el capullo con saliva. Cuando comienzo a chuparlo abro los labios muy poquito para que tenga una bonita sensación de estrechez. Y sólo dejo entrar la punta del glande. Para dentro y para fuera. Para dentro y para fuera..., procurando que la saliva corra en todo momento. Así me lo enseñó un tío: que si se seca y se frota duele. Meto la polla cada vez más en la boca. Al bajarla, rodeo toda la verga con los labios ceñidos, mientras al subirla completo la acción chupando. Cuando llego arriba se produce un chasquido debido al efecto de hipopresión. Con los labios arrastro siempre el prepucio, por encima del capullo, y doy vueltas alrededor con la lengua. El glande me abomba la mejilla. En las películas porno las mujeres siempre mueven el prepucio bruscamente hacia delante y hacia atrás. Sobre todo el moverlo hacia atrás sería inaceptable para mi marido. Le causa verdadero dolor. Ni idea de por qué promocionan eso en los pornos. Una vez, en un libro sobre sexo, leí también que la mujer, cuando se lo hace con la mano, debería tomar la zurda si es diestra. Porque así no aprieta demasiado y le pone más sensibilidad al asunto.
Por desgracia, no me sé ese truco de las mujeres de los pornos que se la meten entera sin tocar la campanilla (a la de las vomitonas, me refiero). Más de una vez he estado a punto de echar las tripas cuando lo hacía, y lo he dejado rápidamente. ¡No hay que imitar todo lo que enseñan en las pelis porno! También he intentado tragar muchas veces, pero conmigo eso tampoco funciona. El sabor y la textura en la garganta, al deglutir, me parecen tan repugnantes que simplemente no me baja. Me produce una fuerte contracción de la faringe, acompañada de un sonido que no es precisamente agradable para el hombre. Tienes que ser una buenísima actriz para disimularlo, un esfuerzo que no merece la pena. Seguramente, en un one night stand me saldría bien, pero mi marido no se deja tomar el pelo de esa manera. Porque sabe que odio hacerlo, por eso tampoco quiere que lo haga. Lo único que puedo ofrecer es que se corra en mi boca, aunque saco el chorro de esperma con la lengua.
A veces, la boca y la articulación maxilar necesitan una pausa, entonces cojo con la mano la polla, mojada a fuerza de chupar, y tiro el prepucio con cuidado hacia arriba, sobre el capullo. Es una práctica que nunca se me hubiera ocurrido, pero cuando mi marido y yo nos juntamos, en una ocasión le pedí que se masturbara. Cuando dos acaban de conocerse, todavía hacen cosas muy divertidas. Y tomé buena nota. Andando el tiempo constaté que cuanto más lo acercaba yo con manos y pies al clímax de la autosatisfacción, tanto más disfrutaba él. A una no le bastan sus propias ideas para enfrentarse a décadas de socialización sexual. Por tanto, mi reto consiste en acercarlo al máximo a la autosatisfacción, pero con más recursos, claro está. Él sólo puede usar la mano; yo, la lengua, la boca y un largo etcétera. Mientras sigo con la mano, levanto el escroto hacia la polla y con la otra mano froto en dirección al capullo. Eso le da la sensación de que le ciño firmemente el paquete entero.
Entonces, tendido de espaldas como un escarabajo, se me entrega completamente. Abierto de piernas, los brazos separados del cuerpo, los ojos torcidos, como hipnotizado. Tengo una gran sensación de poder cuando lo veo tirado así. Podría rajarle el cuello y ni siquiera se daría cuenta. De tanto en tanto me salgo del papel de servidora sexual y contemplo la escena como ajena a ella. Entonces no puedo menos que sonreír para mí porque todo lo que estamos haciendo parece muy gracioso. Pero borro rápidamente la impresión y continúo con la obligada seriedad.
Lo habitual es que empecemos a atendernos mutuamente. Cuando lo hacemos en la posición del 69 constatamos una y otra vez que sí, vale, es bonito verse en detalle las partes, pero la atención al otro distrae tanto que uno no puede aceptar cabalmente el placer que recibe. O una cosa o la otra. No es que lo hayamos hablado abiertamente alguna vez, es algo que se da sin necesidad de palabras. Es nuestra comunicación sexual. Mientras yo lo atiendo, siempre procuro poder rozarme en alguna parte porque, si no, él se adelanta varias leguas, tan cachondo está, y yo tengo que echar los bofes para alcanzarlo. Mientras le concedo un descanso a mi articulación maxilar y muevo con plena dedicación la piel disponible arriba y abajo, estoy sentada perniabierta en su muslo dejándolo todo pringado. Siempre entramos en un verdadero delirio, y me pone muy orgullosa ver lo que consigo hacer con mi marido.
Además del calientacamas, necesito que se tome otra medida. Tengo un miedo atroz a que nuestros vecinos me oigan durante el sexo. Por consiguiente, el preludio incluye el cierre de todas las puertas y ventanas. Muy pocas veces ha sucedido que, por fiarme de mi marido, él se haya dejado una ventana abierta. Si constato eso después de todo el escándalo que armamos, me muero de vergüenza. También para los vecinos es una molestia enorme. Mi marido no para de tomarme el pelo por esta actitud mía. Desde el punto de vista terapéutico lo tiene muy fácil para adoptar ese papel, porque puede estar seguro de que, de los dos, yo soy la reprimida. En la pareja cada uno toma el papel que ha quedado libre. Yo hago el de la angustiada, la compulsiva, la vergonzosa. Así, él puede hacer de relajado y exhibicionista. Porque yo me encargo, por él, de que nadie lo oiga. Cierro ventanas, puertas y cortinas. En ocasiones salgo en bata a oscuras y le digo que se mueva en la cama con la luz encendida para comprobar si fuera se ve lo que ocurre en el interior. Es que a veces nuestras cortinas me parecen demasiado delgadas. Son de seda de corbata con estampado de cachemir marrón.
En invierno hay días en que no basta con el calientacamas y traemos de nuestro sótano, como fuente de calor adicional, la lámpara de infrarrojos que mi marido utiliza para el dolor lumbar, un modelo aparatoso, ancho, caro. Y cuando el foco nos alumbra con su luz roja como si estuviéramos en un escaparate de Ámsterdam, me preocupa mucho que la cortina de seda pueda desvelar a los transeúntes dos cuerpos sudados, enredados el uno en el otro. Él sabe que estoy como una cabra, pero tengo que controlar por fuera si se nos puede ver con esa iluminación. Cuántas veces en la vida he constatado que al parecer las personas no piensan en las sombras que una bombilla de cien vatios proyecta en las ventanas. Y yo pienso: Virgen Santa, que eso nunca me pase a mí. Tengo que prevenirlo como sea.
Estoy, pues, satisfaciendo a mi marido. Puede ocurrir que esté tirado ahí durante minutos dejándose hacer. Suele tenderse boca arriba porque sufre dolor de espalda desde hace muchos años, lo mismo que yo, porque mi capacidad de empatía con mi marido es tan grande que también me duele la espalda. Odia aparecer débil ante mí. Sólo estamos juntos porque imaginé que él era de una fortaleza bestial. Si le pregunto cada día «¿Cómo estás?», lo castro. Cuando sólo quiero ser amable y mostrarle que me intereso por su estado... Es un problema que puede surgir cuando se está con una persona mayor. No se trata de mi comportamiento, sino del hecho de que le parezca muy grave tener dolor de espalda a mi lado.
El que simplemente esté tirado a la bartola es, creo, algo nuevo para él. Antes siempre estaba con mujeres a las que tenía que atender hasta el no va más, y entonces se quedaba a dos velas. ¡Pues muchas gracias, querido movimiento feminista! No era ése el plan. Que sólo se corran las mujeres, y los hombres que se las apañen. Le encanta que yo sea su servidora sexual. Repito todo lo que sé y acabo de describir, a ritmo ya rápido, ya lento. Lo hago todo espontáneamente, sin pensarlo, como drogada.
Cuando estamos metidos en faena, me olvido del tiempo y el espacio. Es el único momento del día en que puedo desconectar. Realmente creo que se debe más a la respiración que al sexo propiamente dicho, o quizá a ambas cosas a la vez. Al contrario de lo que pretendía mi madre, en la terapia aprendí, a lo largo de los años, que también soy un ser sexual. Muy lentamente voy aprendiendo a percibir mi propio placer.
Antes, o sea todos estos últimos años con mi marido, respondíamos al tonto cliché de que la mujer nunca tiene ganas y el hombre quiere siempre y en cualquier lugar. Pero una vez que se habían tocado los botones precisos, pensaba para mí: ¿por qué nunca se me ocurre la idea de hacerlo? ¿Por qué no lo seduzco, por qué tiene que ser siempre él quien me seduzca a mí? Para mi marido era bastante humillante llevarse calabazas constantemente y tener que ser siempre él el iniciador de nuestra actividad sexual. Discutíamos mucho. Yo mentiría si dijera que tenía ganas de sexo. Ni una sola vez las tuve. Sólo colaboraba para hacerle un favor y porque sabía que, de lo contrario, nuestra relación se iría al garete. Todos lo sabemos: si en la cama la cosa ya no funciona, el que todo se vaya al garete sólo es cuestión de tiempo. De eso estoy firmemente convencida. Pero en cuanto la parálisis inicial estaba superada, yo me ponía a cien. Y después siempre decía: «¿Por qué no me recuerdas cuánto me divierto? Si lo hicieras, no me haría tanto de rogar.»
Gracias a mi terapeuta, ahora soy cada vez más yo la que toma la iniciativa. Dos veces por semana digo: «¿Lo hacemos?» En el preludio sólo puedo ser tan abnegada porque sé exactamente que después lo recupero todo con creces. Porque por mucho esfuerzo que ponga en satisfacerle lo más lascivamente posible, jamás llegaré a su destreza para lamer. A menudo le pregunto si lo que le hago le parece mínimamente comparable en calidad a lo que él me hace a mí. Es un dilema. Nunca lo sabremos.
Cuando tengo la sensación de que ya basta de atenderlo, empiezo a parar. Él lo entiende correctamente y, muy agradecido, comienza a ocuparse de mí. Me abre las piernas y se estira poniendo la cabeza en medio para verlo todo sin perder detalle. Me explora milímetro a milímetro, como el ginecólogo. Por cierto, ¿los adultos también hablan de jugar a médicos? Sea como sea, es así. Es conveniente que los dos se hayan duchado el mismo día. Quien mira y olfatea desde tan cerca nota cualquiera impureza. Me coge la mano y me la coloca sobre la vagina. Sé exactamente lo que eso significa. Quiere que me masturbe para él. Yo, para mí sola, nunca lo hago. Mi madre me educó de una forma muy feminista. Creo que algo fue mal en esa educación, y me he convertido en una especie de católica sexual. Nunca me he masturbado a solas. Lo único que en mi caso se parece a una «masturbación», en el sentido más amplio del término, es cuando me rasco avergonzadamente el vello púbico. Creo que en esos momentos me engaño a mí misma. Primero pienso: cuidado, hay algo que te pica en la entrepierna, y entonces me rasco el vello rasurado, generalmente cuando estoy en la cama, y noto que eso me excita, y paro enseguida. Por alguna razón estúpida, antimoderna, no sigo. Confundo con enfermedad lo que es excitación en la entrepierna y me niego a reconocerla como tal.
Cuando llevamos varios días sin sexo y me he rascado secretamente entre las sábanas, el deseo llega a doler pero yo no quiero aceptar que estoy salida, y prefiero pensar que tengo hongos o cistitis o que me he contagiado de herpes. Pero mi inmunidad es total, si no fuera así, ya lo habría tenido mil veces. Porque dicen que el herpes se te pega o no se te pega, y parece que yo soy inmune. Al menos a eso. Esta manía de que tengo alguna enfermedad no se me va de la cabeza hasta que volvemos a tener sexo, por iniciativa de mi marido, claro, y de repente todas las molestias se me quitan follando.
Si mi marido lo desea, le hago el mayor espectáculo de masturbación de todos los tiempos. Cuando me está mirando y me lo pide, pongo el acelerador a fondo. Froto y refroto a lo bestia. Él no me mira a la cara ni una vez. ¡Porque en esos momentos soy toda vagina! ¡Yo soy mi vagina! Él se queda con la cabeza entre mis piernas y mira con lupa cómo pongo en práctica todo lo que alguna vez he visto sobre masturbación en internet o en un DVD. Sus ojos, su nariz, su boca sólo están a unos centímetros de distancia de los labios menores de mi vulva. Hago movimientos circulares en el clítoris, separo los labios de la vulva, froto en medio y de vez en cuando introduzco un dedo o dos para follarme a mí misma. Aunque más que ponerme cachonda ...

Índice

  1. PORTADA
  2. MARTES
  3. MIÉRCOLES
  4. JUEVES
  5. CRÉDITOS