Arrancando
LOS CHICOS DEL JACO, JEAN-CLAUDE VAN DAMME Y LA MADRE SUPERIORA
Sick Boy sudaba a chorros; temblaba. Yo estaba allí sentado, concentrado en la tele, intentando pasar del capullo. Me cortaba el rollo. Traté de mantener la atención sobre el vídeo de Jean-Claude Van Damme.
Como sucede en este tipo de películas, empezaba con la típica escena dramática. La siguiente fase consistía en ir acumulando tensión mediante la presentación del villano y hacer que la débil trama mantuviese su cohesión. De todas formas, de un momento a otro el viejo Jean-Claude estaría listo para ponerse manos a la obra y repartir candela en serio.
«Rents, tengo que ver a la Madre Superiora», boqueó Sick Boy, sacudiendo la cabeza.
«Aah», digo yo. Sólo quería que el mamón se fuera a tomar por culo donde no le viera, que se fuese solo, y me dejara a mí con Jean-Claude. Por otra parte, yo no tardaría mucho en ponerme chungo, y si ese cabrón iba y pillaba, me dejaría tirado. Le llaman Sick Boy1 no porque siempre esté chungo por el síndrome de abstinencia, sino simplemente porque es un cabrón de lo más chungo.
«Vámonos de una puta vez», saltó desesperadamente.
«Espera un segundo.» Quería ver a Jean-Claude destrozar a aquel arrogante hijoputa. Si nos íbamos ahora, no podría verlo. Estaría demasiado follao cuando volviéramos, y en cualquier caso probablemente sería algunos días más tarde. Eso significaba que tendría que pagar un jodido suplemento en la tienda por un vídeo al que ni siquiera le había echado una mirada.
«¡Tengo que salir de aquí, tío!», grita, poniéndose en pie. Se acerca a la ventana y se apoya en ella, respirando con dificultad, con aspecto de animal acosado. En sus ojos sólo había urgencia.
Apagué la caja tonta con el mando. «Un puto desperdicio. Eso es lo que es, un puto desperdicio», le gruñí al cabrón, a aquel jodido bastardo irritante.
Echa la cabeza atrás y eleva la vista hacia el techo. «Te daré el dinero para volver a sacarla. ¿Es eso todo lo que te provoca tanta cara de agobio? ¿Cincuenta míseros peniques para Ritz?»
A este capullo se le da bien hacer que uno se sienta un hijo de puta mezquino y superficial.
«Ésa no es la cuestión», digo, pero sin convicción.
«Ya. ¡La cuestión es que aquí estoy yo sufriendo de verdad, y mi presunto colega arrastra los pies deliberadamente, disfrutando de cada segundo!» Sus ojos parecen dos balones y tienen aspecto hostil, pero al mismo tiempo suplicante, punzantes testigos de mi supuesta traición. Si alguna vez vivo lo bastante como para tener un crío, espero que nunca me mire como lo hace Sick Boy. Cuando se pone así, el capullo es irresistible.
«Yo no quería...», protesté.
«¡Entonces ponte la puta chaqueta ya!»
No había taxis en el Pie de Leith Walk. Aquí sólo se reúnen cuando no les necesitan. Estamos en agosto, pero se me están helando las pelotas. Aún no estoy con el mono, pero ya está en camino, de eso no hay duda.
«Se supone que tiene que haber una parada. Se supone que tiene que haber una jodida parada de taxis. En verano nunca se puede conseguir uno. Están a la caza de gordos y ricos capullos festivaleros, demasiado vagos para caminar cien putos metros de un infecto local eclesiástico a otro para ver un puto espectáculo. Taxistas. Cabrones cicateros...» Sick Boy deliraba, murmurando sin aliento, los ojos desorbitados y los tendones del cuello tensos mientras subía Leith Walk.
Finalmente vino uno. Había un grupo de tíos jóvenes vestidos con chándals de acetato y chaquetas bomber que llevaban allí más tiempo que nosotros. Dudo que Sick Boy les viese siquiera. Salió disparado al medio de la calzada gritando: «¡TAXI!»
«¡Eh! ¿De qué cojones vais?», pregunta un tío con un chándal negro, violeta y azul con el pelo cortado a cepillo.
«Que te follen. Nosotros estábamos antes», dice Sick Boy, abriendo la puerta del taxi. «Ahí viene otro.» Señaló calle arriba hacia un taxi negro que se aproximaba.
«Por suerte para vosotros, listillos.»
«Vete a tomar por culo, pendoncito cara pan. ¡Que te folle un pez!», berreó Sick Boy mientras nos apretujamos en el taxi.
«A Tollcross, colega», le digo al conductor mientras un japo hacía blanco en la ventana lateral.
«¡Uno contra uno, cabrón espabilao! ¡Venga, cagaos hijos de puta!», gritó el acetato. Al taxista no le parecía muy divertido. Tenía aspecto de ser todo un cabrón. Como casi todos. Los autónomos que pagan sus licencias son en verdad la especie más baja de alimaña de la viña del señor.
El taxi giró en U y subió rápido por Leith Walk.
«¿Ves lo que has hecho, bocazas? La próxima vez que uno de nosotros vuelva a casa solo, tendrá problemas con esos mamones.» No estaba nada satisfecho con Sick Boy.
«¿No te darán miedo esos jodidos pringadillos, eh?»
Este capullo realmente empieza a tocarme los huevos. «¡Sí! ¡Sí me lo dan, si voy solo y se me echa encima un puto pelotón de acetatos! ¿Te crees que soy el jodido Jean-Claude Van Damme? Vaya un puto memo estás hecho, Simon.» Le llamaba «Simon» en vez de «Si» o «Sick Boy» para subrayar la seriedad de lo que le decía.
«Quiero ver a la Madre Superiora y me importa un cojón cualquier otro tipo o cualquier otra cosa. ¿Te enteras?» Se mete el dedo entre los labios, con los ojos como platos. «Simone quiere ver a la Madre Superiora. Mírame a los putos labios.» Después se vuelve y se queda mirando la espalda del taxista, como hechizando al cabrón para que se dé prisa mientras palmea nerviosamente un ritmo sobre sus muslos.
«Uno de esos capullos era uno de los McLean. El hermano pequeño de Dandy y Chancey», digo yo.
«Qué coño va a ser», dice, incapaz de suprimir la ansiedad de su voz. «Conozco a los McLean. Chancey es legal.»
«No si quieres quedarte con su hermano», digo yo.
De todas formas, ya no hacía caso. Dejé de agobiarle, sabiendo que no hacía más que desperdiciar mis energías. El silencioso sufrimiento que le causaba la abstinencia parecía ahora tan intenso que no había manera alguna de añadir más miseria a su miseria.
«La Madre Superiora» era Johnny Swan; se le conocía también como el Cisne Blanco, un traficante con base en Tollcross que se encargaba de las barriadas de Sighthill y Wester Hailes. Yo prefería pillarle a Swanney, o a su segundo, Raymie, si podía, antes que a Seeker y la mafia de Muirhouse-Leith. Mejor mercancía, por lo general. Johnny Swan había sido un gran colega mío en los viejos tiempos. Jugamos juntos al fútbol en los Porty Thistle. Ahora era traficante. Recuerdo que una vez me dijo: «No hay amigos en este juego. Sólo conocidos.»
Yo pensé que estaba siendo áspero e impertinente y que trataba de impresionar, hasta que me metí lo bastante en el asunto. Ahora sé exactamente lo que el capullo quería decir.
Johnny era yonqui además de traficante. Había que subir un poco más en el escalafón para dar con un traficante que no se picara. Llamábamos a Johnny «la Madre Superiora» por el tiempo que llevaba con el hábito.
Pronto empecé a sentirme chungo y tal. Mientras subíamos las escaleras hasta el antro de Johnny me empezaron a dar unos calambres tremendos. Goteaba como una esponja saturada, y cada paso provocaba un nuevo chorro de mis poros. Sick Boy probablemente estaba peor aún, pero el capullo empezaba a no existir para mí. Sólo era consciente de que se había detenido en la barandilla delante de mí porque bloqueaba mi camino hasta Johnny y el jaco. Luchaba con la respiración, agarrándose lúgubremente a la barandilla, con pinta de ir a potar por el hueco de la escalera.
«¿Vas bien, Si?», le dije, irritado, mosqueado con el capullo por hacerme esperar.
Me hizo señal de que le dejara en paz, sacudiendo la cabeza y entornando los ojos. Yo no dije más. Cuando te sientes como él se sentía, no quieres ni hablar ni que te hablen. No quieres puto rollo de ninguna clase. Yo tampoco quería. A veces pienso que la gente se hace yonqui sólo porque su subconsciente anhela un poquitín de silencio.
Johnny estaba colgado como un jamón cuando por fin llegamos arriba. Había desplegado un chutódromo.2
«¡Mira, un Sick Boy y un Rent Boy con el monazo!», se rió, más volado que una puta cometa. A menudo Johnny esnifaba algo de coca con su pico o mezclaba un preparado de speedball a base de jaco y cocaína. Pensaba que le mantenía en alto, y le impedía quedarse tirado mirando las paredes todo el día. Cuando te sientes así, un capullo con el colocón es un puto peñazo enorme, porque está demasiado ocupado disfrutando de su cuelgue para notar, o que le importe una mierda, tu sufrimiento. Mientras que el privoso del pub quiere que todo dios vaya tan pasao como él, al verdadero yonqui (a diferencia del picota ocasional, que quiere un cómplice) le importa una mierda cualquier otra persona.
Raymie y Alison estaban allí. Ali cocinaba. Parecía prometedor.
Johnny se marcó un vals hasta donde estaba Alison y empezó a darle la serenata. «Hey-ey, qué buena pinta tiene esa marmita...» Se volvió hacia Raymie, que montaba guardia fielmente junto a la ventana. Raymie veía en una calle abarrotada al igual que los tiburones pueden percibir unas gotitas de sangre en el océano. «Pon algo, Raymie. Estoy harto del nuevo de Elvis Costello, pero no puedo dejar de poner al cabrón. Puta magia, tío, te lo aseguro.»
«Un jack doble al sur de Waterloo», dice Raymie. Cuando estabas con el mono e intentabas pillarle algo, el capullo te salía con mierda irrelevante y sin sentido, te hacía polvo los sesos. Siempre me sorprendió que Raymie estuviera tan metido en el caballo. Raymie era un poco como mi colega Spud; siempre los había considerado por temperamento clásicos comeajos. Sick Boy sostenía una teoría según la cual Spud y Raymie eran la misma persona, aunque no se parecían en nada, simplemente porque nunca se les veía juntos, a pesar de que se movían en los mismos círculos.
El vulgar capullo rompe la regla dorada del yonqui poniendo «Heroin», la versión que hay en el Rock ’n’ Roll Animal de Lou Reed, que cuando estás con el mono es aún más penosa de escuchar que la clásica de The Velvet Underground and Nico. Eso sí, al menos esta versión no tiene el pasaje de viola chirriante de John Cale. No podría haber soportado eso.
«¡Ay, vete a la mierda Raymie!», grita Ali.
«Stick in the boot, go wi the flow, shake it down baby, shake it down honey... cook street, spook street, we’re all dead white meat... eat the beat...» Raymie se lanzó a un improvisado rap, meneando el culo y haciendo chiribitas con los ojos.
Entonces se inclinó delante de Sick Boy, que se había colocado estratégicamente al lado de Ali, sin apartar jamás la vista del contenido de la cucharilla que estaba calentando sobre una vela. Raymie se acercó la cara de Sick Boy y le besó con fuerza en los labios. Sick Boy le apartó, temblando.
«¡Vete a la mierda! ¡Capullo descerebrao!»
Johnny y Ali se rieron estrepitosamente. Yo también lo habría hecho si no hubiese sentido que cada hueso de mi cuerpo estaba siendo a la vez aplastado en una mordaza y atacado con una sierra mellada.
Sick Boy le hizo un torniquete por encima del codo a Ali, evidentemente estableciendo así su puesto en la fila, e hizo asomar una vena en su brazo delgado y pálido como la ceniza.
«¿Quieres que lo haga yo?», preguntó.
Ella asintió.
Deja caer una bola de algodón en la cucharilla y sopla sobre ella, antes de absorber unos 5 ml con la aguja hasta la cámara de la jeringuilla. Ha hecho asomar a golpecitos una enorme vena azul, que casi parece estar saliéndose del brazo de Ali. Atraviesa su carne e inyecta lentamente un poquito, antes de bombear sangre hacia el interior de la cámara. Los labios de Ali vibran mientras le contempla suplicante durante uno o dos segundos. La cara de Sick Boy es fea, como de reptil, y mira de soslayo antes de impulsar el cóctel hacia el cerebro de la chica.
Ella echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos y abre la boca, dejando escapar un gemido orgiástico. Los ojos de Sick Boy están ahora llenos de asombro y tienen una expresión inocente, como los de un crío que acaba de descubrir un montón de regalos envueltos bajo el árbol el día de Navidad por la mañana. Ambos resultan e...