Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 168 páginas
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Narrativas hispánicas

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1980: el año en que el narrador de esta novela conoció a su nuevo padre. Una declaración de amor filial y un ajuste de cuentas con el pasado y la historia familiar.

1980 es la historia de una familia como todas, o casi todas: tarada. Es decir, normal. Aquí no hay abusos sexuales ni palizas. Hay mujeres poderosas, quizá demasiado, y hay hombres muertos, oausentes. Hay una madre progre en el Madrid de finales de los setenta, que escucha a María Jiménez y juega con la posibilidad de atropellar a Manuel Fraga, que se queda viuda de pronto y descubre la libertad, pero tiene que sacar a sus tres hijos adelante. Hay también una abuela brutal que se hace cargo de esos niños y presume siempre de haber amortajado a su hermano con solo dieciséis años. Y hay un elegante burgués catalán. Aparece una tarde o una noche de 1980, con sus sombras y sus secretos a cuestas, y acabará cambiando la vida de todos. De forma muy especial, la del narrador, un niño cobarde y furioso. Muchos años después, será él quien escriba, a ratos desde la ternura y a ratos desde la violencia, esta novela, que aspira a ser una declaración de amor filial y un ajuste de cuentas, también una reflexión sobre la familia y sobre el peso que la infancia tiene en el resto de nuestras vidas.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433941701
Categoría
Literatura
Fui a Barcelona pero no estaba buscando a mi padre. Fui a presentar una novela y ya no quedaba ni rastro de él. Ni de él ni de la ciudad que conocí de su mano, la de los viajes en Navidad para pasar las fiestas con su familia, la de mi adolescencia después, cuando todos los años me acercaba con mis amigos desde el pueblo en el que veraneaba para darnos una vuelta y romper la rutina de muchos días seguidos a base de playa por las mañanas y fiesta todas las noches hasta las tantas. Esa Barcelona para mí tenía algo muy superior a Madrid, era más culta y civilizada, como lo era mi padre respecto a nosotros. El burguesito catalán presumía de su gran danesa color azul y de su palco en el Liceo. Era alto y fuerte, con aire aristocrático, tenía el pelo blanco y la nariz muy grande, los ojos claros, unas manos como no he vuelto a ver otras iguales en mi vida, unos brazos de acero. Olía muy bien papá, sobre todo cuando olía a él mismo, recién levantado y sin duchar, sin haberse rociado todavía en perfume como haría luego antes de salir de casa. Papá desayunaba zumo de pomelo todas las mañanas y unas tostadas de pan con aceite de oliva virgen, cuando eso aún no se llevaba y era imposible encontrar en Madrid, o en Barcelona, otro aceite que no fuera el refinado. Y frente a él, frente al burguesito catalán, estábamos nosotros, los bárbaros de la capital, la familia ordinaria y desestructurada que se entendía a base de gritos y malos modos. La abuela, siempre a un paso de estallar en un nuevo ataque de furia, siempre imponiendo su voluntad como una fuerza desatada de la naturaleza, como un tornado o un terremoto, siempre a régimen para controlar su obesidad y siempre comiéndoselo todo aunque solo le quedara un diente. La recuerdo muy bien chupando las cabezas de los pescados y el cuello de los pollos, rebañando los platos, acabándose cualquier resto que los demás hubiésemos podido dejar. Era casi un ser mitológico, primitivo y oscuro, la gran ogresa, como la llama uno de mis primos más queridos. Luego también hablaremos de ella, de cuánto la quise y cuánto aún hoy la sigo queriendo. El padre, mi primer padre, había muerto en un accidente de coche, completamente aplastado por un camionero borracho, y eso fue una bendición para mi madre. Mamá, de pronto, se encontró viuda y con la necesidad de sacar a sus tres hijos adelante. Pero también mamá se sintió libre en esos años de cambio y falsa revolución en España, mediados de los setenta, se volcó en el trabajo y en divertirse. Mamá, por lo tanto, se volvió ausente, invisible para sus hijos, poderosa al margen de ellos, y descubrió emociones hasta entonces desconocidas en diferentes redacciones y con diferentes hombres. La abuela se hizo cargo de esos tres niños que entre sus gritos, pellizcos y lanzamientos de zapatilla fueron creciendo. Nada especialmente dramático. No hubo abusos sexuales ni torturas. No hubo malos tratos. Los tres niños, nosotros, no pasamos hambre, ni frío, ni penalidades de ningún tipo. Fue una infancia afortunada y llena de privilegios. Los tres hermanos hemos superado ya los cuarenta años y en todo ese tiempo aún no hemos conocido ni la guerra ni la cárcel ni una epidemia ni un cataclismo. Incluso el buen trabajo de la madre y su ascendente carrera en los medios le permitió pagar un carísimo pero mediocre colegio en las afueras de Madrid. Cada día un autobús iba a buscarnos y hacíamos, dormidos en el mejor de los casos, los casi treinta kilómetros que separaban nuestra casa junto al Retiro de ese espanto de color verde y amarillo en el que perdimos un montón de años y en el que solo aprendimos lecciones nefastas para el día de mañana. O sea, para hoy. Porque hoy ya es el futuro, incluso lleva tanto tiempo siéndolo que el futuro también ha envejecido y se ha marchitado, tiene un aroma ligeramente rancio. Lo que quiero decir es que esa infancia no fue terrible, pero sí triste, tristísima, y, al menos para el menor de los hermanos, estuvo marcada por una soledad absoluta, tanto en casa con el primer padre muerto, la madre ausente y la abuela gritona, como en el colegio, donde todo resultaba extraño y lejano, extrañísimo, casi de otro planeta. Hasta que de repente obró el milagro y el burguesito catalán apareció en nuestras vidas sin la doga ni el palco, porque esos los dejó en Barcelona, pero sí con su presencia real e integradora, con su gran cuerpo, con su decadente sentido de la disciplina y de la familia, con sus viejos principios, que igual eran falsos, pero que consiguieron frenar el desastre y a mí me rescataron de ese vacío en el que flotaba a miles de kilómetros de cualquier otro niño o adulto, de la tierra y del mundo, de cualquier cosa, concreta o no, a la que yo pudiera agarrarme o en la que yo pudiera encontrar un refugio, una referencia, un punto de apoyo, lo que fuera, ya digo, con tal de esquivar la tristeza y el miedo, ese vacío y aislamiento, el frío en las tripas y en los pies, un frío más imaginado que real, pero un frío que helaba por dentro y que a mí estaba a punto de matarme justo cuando apareció él. ¿Cómo yo no iba a amar Barcelona y todo lo que tenga que ver con mi padre?, ¿cómo, incluso tantos años después, yo no voy a sentirme vinculado con esa ciudad aunque nunca haya vivido en ella ni tenga el menor interés en hacerlo, aunque en esa última visita me dejara un sabor tan amargo de boca?
He dicho que estaba a punto de morir cuando apareció mi padre. He hablado de un frío en las tripas y en los pies. No exageraba. Aunque me ha podido el lirismo. Fue más bien fuego, y no había forma de detenerlo. Afectaba, sobre todo, a la cabeza. Fiebre. Un calurosísimo verano en Almería y yo ardiendo sobre la cama, sudando y derritiéndome, a punto de iniciar uno de esos procesos de combustión espontánea. Mi temperatura corporal se había fijado en los cuarenta y uno o cuarenta y dos grados. Me deshidrataba por más que bebiera. Empezaba a morir y nadie sabía qué estaba pasando. Era el primer verano de mi padre con nosotros. Mi madre y él ni siquiera se habían casado. La relación empezó en invierno. Recuerdo perfectamente la primera vez que le vi, y eso muy pocos hijos pueden decirlo. Recuerdo también cuánto le odié. Es una escena que ambos comentamos muchas veces y bromeábamos con ella. Debió ocurrir a media tarde. Ya había oscurecido. Mi madre llamó de forma histérica al portero automático. Es algo que aún sigue haciendo. Una fuerza desatada de la naturaleza ella también, un torbellino, un terremoto. Mamá, entonces y ahora, aparece de pronto y le da al botoncito. Le da, le da, le da. Lo mantiene apretado un buen rato. Lo suelta. Vuelve a insistir, golpea con su dedo en el botón una y otra vez, una y otra vez. Ahora toca que suene de forma continuada. Cinco, diez, quince, veinte segundos. Suelta y vuelve a empezar... Más que una llamada es una exigencia y una importantísima noticia. Es el anuncio de su llegada. El mundo entero debe pararse y rendirle pleitesía. Yo a los siete años aún participaba del juego, ¿cómo no iba a hacerlo? Ella llamaba y yo corría a abrirle desesperado y gritando: mamá, mamá, ha venido mamá. Como si su vuelta a casa no fuera algo cotidiano sino excepcional. Porque en efecto así era. Yo corría tan rápido como podía. Atravesaba el larguísimo pasillo de casa. Llegaba al hall. Hacía una breve parada para abrir la puerta. Continuaba corriendo por el descansillo y me lanzaba escaleras abajo para encontrarme con ella, que siempre subía andando, y la abrazaba. Pobre idiota de mí. Cuánto la quería y cuánto la echaba de menos, cómo me dejaba manipular, cómo consentía que estrechara y estrechara el vínculo para esclavizarme, para hacerme absolutamente dependiente de sus necesidades y caprichos, para asfixiarme en más de dos y más de tres sentidos, y para luego, al final, abandonarme otra vez al vacío y a la tristeza, al miedo, a esa soledad absoluta. Aunque justo esa tarde, o esa noche, después de la carrera, cuando por fin iba a abrazarla, le vi a él. Le vi y le odié. Ya lo he dicho, pero lo repito. Es un detalle fundamental en esta historia. ¿Quién era ese señor?, ¿cómo se atrevía a aparecer en mi casa?, ¿iba a robarme a mi madre como ese otro hombre había hecho antes?, ¿se la llevaría él también a aquel maldito apartamento de la calle Alberto Alcocer, lleno de libros estupendos, de humo, de whisky? Un paraíso, ya lo creo, para la relación furtiva, o más o menos furtiva, que ella había mantenido con un periodista casado. Mi madre vivía allí mientras nosotros esperábamos junto a mi abuela a que sonara, de la manera más violenta e impertinente posible, el timbre del portero automático anunciando su vuelta a casa. Aquella tarde, mamá dejó al señor con el que venía en el salón. Creo recordar que le sentó en la vieja mecedora de mi abuelo. Es esa otra escena que tengo guardada de forma clarísima en la memoria, aun reconociendo que es muy probable que me la haya inventado: solo diez o quince minutos después, mi hermana, ya casi en la adolescencia o, si no, en la pubertad, trepa por el cuerpo del burguesito catalán hasta llegar a su meta: las rodillas, y se sienta en ellas. Trata de camelárselo, de seducirlo para conseguir eso que tanto desea. Quizá luego explique de qué se trata y por qué la actitud de ella está más que justificada. De momento, me limitaré a señalar hasta qué punto somos ya a esa edad –mis siete años y los once o doce de mi hermana– la basura o el incalculable tesoro que el día de mañana podrá ver el mundo. La idea en sí resulta aterradora porque supone que el resto, cualquier cosa que pase o que hagas después, no servirá de mucho, o no servirá de nada. Digo esto un poco por decir. Sin asumirlo completamente o sin asumirlo en absoluto, resistiéndome y refunfuñando. Lo digo como una intuición que se impone de pronto y destruye o echa por tierra mil convicciones, toda una vida luchando a la contra. ¿Y si ningún intento o esfuerzo, ningún sacrificio, ni siquiera un milagro, pudiera salvarnos? Imagina por un segundo que tu destino –o lo que es lo mismo: tu identidad– estuviera ya en esos momentos trazado y solo te quedara plegarte a él o iniciar una eterna y estúpida rebelión sin demasiadas posibilidades de éxito. Imagina esa identidad forjada tan pronto y al margen de ti –la soledad, el vacío, la tristeza, el miedo–. Imagina que ya nunca pudieras librarte de ella e imagina incluso que todo lo demás –tu vida– pudiera explicarse a partir de un momento o una escena de la infancia, una anécdota incluso tomada al azar. No me gusta. Suena terrible en muchos sentidos y suena, peor todavía, victimista y llorica. Y sin embargo, las vidas que mejor conozco, las de mis hermanos y la mía, se justifican enteras y solo es posible comprenderlas partiendo de ahí. Mi hermana, ya entonces, se prepara para hechizar y engatusar, para lograr lo que quiera mediante esa mezcla de frivolidad, simpatía y encanto personal que la hacen única en la familia. O, al menos, única entre los tres hermanos. Su vida, en ese sentido, ha sido un desarrollo, una evolución natural, una flecha lanzada al infinito en una mañana clara de agosto. Mi vida, en cambio, se parece mucho más a una negación o una permanente huida, un ocultamiento, un disimulo, un afán por esconder la vulnerabilidad casi absoluta de entonces y ahora. 1980. Mi madre aparece en casa con ese hombre, pero no se quedará mucho. Soy consciente de ello. Tan pronto como se cambie, saldrá a cenar con él. Yo contemplo la escena desde una esquina. La mirada furiosa y llena de odio. Mirada también muda y fingiéndose ausente, cobarde, sin atreverse a proclamar lo que siente, ocultándolo, sin ninguna técnica como las de mi hermana para lograr lo que desea. Una mirada que reza incluso para no ser descubierta. Por seguir con las metáforas: si lo de mi hermana es una flecha, lo mío se parece más bien a una carrera desesperada por el bosque en una noche cerrada de enero, carrera de alguien que pretende no ser capturado pero que al mismo tiempo grita y grita, no es capaz de contener ni su rabia ni su miedo. Ese alguien está tan asustado, le puede hasta tal punto la situación, que adopta de forma simultánea las dos únicas alternativas posibles: la huida y el enfrentamiento, aunque sea un enfrentamiento verbal o simbólico. La estrategia es, por supuesto, un disparate, ya que una opción anula a la otra: o corres o le plantas cara al enemigo, pero si decides correr, mejor cierra la boca y reserva el oxígeno para tus pulmones y tus músculos. No delates tampoco tu posición en la noche. Y si vas a enfrentarte, olvídate de perder el tiempo o las energías en la huida. Plántate e hínchate como un pavo. Empieza por intimidar a tu rival. Clava tus ojos en él. No ofrezcas la menor fisura. No transmitas dudas ni temor de ninguna clase. Sé el primero en golpear. Y cierra también la boca. Cierra la puta boca de una vez.
1980. Mi padre intenta seducir a mi madre. Ella acaba de perder a su amante. Es la segunda pareja que entierra en menos de cuatro años. Se me murió en la cama, repite cada vez que sale el tema, o cada vez que lo saca ella. La cama de ese maldito apartamento de la calle Alberto Alcocer. A mí la frase me suena muy tremenda y al mismo tiempo muy cursi, muy folclórica, como de María Jiménez, banda sonora entonces de nuestras vidas, e imagino que se trata, en realidad, de un eufemismo. Mi padre y mi madre se han conocido por motivos de trabajo. Ella no le soporta, aunque poco a poco se le irá ablandando el corazón. Mi madre va de progre y de moderna, está afiliada a Comisiones Obreras. Mi madre lleva «la Internacional» en el coche, un Ford Fiesta rojo, y a veces la pone a todo volumen por Madrid. Mi madre una vez se encontró a Manuel Fraga en un paso de cebra y aceleró como si fuera a atropellarle. Sus tres hijos íbamos detrás y supongo que nos reímos mucho al ver cómo corría ese señor gordinflón. Lástima que mi madre solo estuviera jugando. Mi padre es católico y de derechas, de «buena» familia. Dos «buenas» familias arruinadas. Viste siempre traje y peina su pelo blanco hacia atrás. De derechas «a la catalana», le gusta aclarar, aunque sin dar más explicaciones de qué demonios significa eso. Mi padre es un hombre de orden y, como tal, tiene una amante en Barcelona. Dentro de unos meses, cuando le comunique a ella –también burguesa, también de «buena» familia, también de orden– que va a casarse con una de Madrid mucho más joven, la amante, dolida, le preguntará si nunca pensó en casarse con ella. Mi padre ante eso no tendrá respuesta. O sí. Pero su sentido de la educación y la cortesía le impedirá decir la verdad. Mi padre, además de un hombre de orden, es un señor, un caballero, todo el mundo lo destacará siempre. Alabarán su elegancia, su encanto y su aspecto de banquero inglés. Cuando murió en 2003, yo me bloqueé por completo, fui incapaz de asumirlo. No sentí nada y actué como si nada hubiera ocurrido. Meses después se desató una de las peores crisis de mi vida. No podía comer ni tragar, no podía casi ni salir a la calle. Había perdido el control sobre el miedo. Me trató un psiquiatra fantástico. Ante mil situaciones distintas, siempre me hacía la misma pregunta: ¿qué pensaría tu padre de eso? Luego, al cabo de un año, se murió mi primer perro, Blas, un maravilloso bulldog blanco. Me pasé cuatro días seguidos llorando sin parar. Lloré todo lo que no había llorado por mi padre, ni por mi abuela muerta dos años antes, ni por mi muy querida tía el año anterior, ni siquiera por mi mejor amigo al que enterramos en septiembre de 2000. El bueno de Blasito desató las lágrimas y la pena. Me cambié de casa y empecé a curarme. Ahora me pregunto muchas veces: ¿qué pensaría yo de mi padre si no le conociera y le viera por la calle, tan presumido y vanidoso, explotando sin el menor reparo su aspecto de lord o de banquero inglés? Y, por supuesto, no creo que me gustara. Lo más seguro es que le considerara un gilipollas. Y, por supuesto también, estaría equivocado. A mi padre se le puede acusar de muchas cosas, como a todo el mundo, pero no de gilipollas. Mi padre, viudo desde hacía tiempo, tenía tres hijos. El mayor era, más o menos, de la edad de mi madre, y dos de sus nietos habían nacido un par de meses antes que yo. A mi madre y a mi padre les separaban veinticinco años. Mi madre, de una u otra forma, quería quitárselo de encima. Solo así se explica que le trajera esa tarde a casa y le presentara a sus tres hijos. Nos dejó encima con él. 1980. Mi hermana trepa por sus rodillas y trata de camelárselo. Yo le miro en silencio y lleno de odio. Falta mi hermano en la escena. ¿Qué ha pasado con él? Mi hermano, el mayor de los tres, es y será siempre un gran misterio, el guardián de casi todas las claves, el auténtico enigma de esta historia. El niño gordito, empollón y deportista. El que perdió a su adorado padre con nueve años, el que ahora, a los trece, tendrá que aceptar la llegada de un nuevo padre a su vida. Mi hermano no dice nunca nada a nadie, pero llora todas las noches en silencio al meterse en la cama. Luego se levanta, saca las notas más altas de su clase, es el que más goles mete, tiene un montón de amigos, juega como un campeón al tenis. Mi hermano hoy es un auténtico gilipollas en muchos sentidos. En otros no, claro. Necesita ser el número uno de forma compulsiva: es el más valioso en su profesión, el más reconocido, el que más dinero gana, el que se compra las casas y los coches de dos en dos y de tres en tres. Ha heredado la ambición de mi madre. No soporta perder. Es inteligente, es brillante, trabaja un número disparatado de horas, y, si no, se va de viaje, o a esquiar, a cenar al sitio más caro, a visitar las posesiones que tiene repartidas por media España o le invita alguien a un viaje en barco, a un torneo de golf o a un palacio. Y, por supuesto, ya no está gordo. Es la única persona del mundo, de las que conozco, que tiene más miedo que yo, un miedo aterrador, y eso yo lo detecto y lo entiendo mejor que nadie. Cada uno se protege como puede, y se inventa las trampas o las estrategias que más le convienen. Yo a mi hermano se lo perdono todo, aunque cada vez estemos más lejos y aunque cada vez los dos seamos más gilipollas, gilipollas en sentidos distintos. A mí mi hermano me produce tanta ternura que cada vez que recuerdo su infancia me entran unas inmensas ganas de llorar. 1980. Esa tarde, me explica ahora, él estaba en el baño con mi madre. Recuerda el momento perfectamente. Mi madre mea y él la mira. Mi madre habla y él la escucha. Mi madre le cuenta que ese señor que ha traído a casa es un pretendiente nuevo que tiene. Mi hermano, niño aplicado e hipersensible, presta mucha atención. Es el que más trato tuvo con el amante recién muerto de mi madre. Hasta se fue un fin de semana de viaje con ellos y, a la vuelta, fue interrogado de la manera más cruel por mi abuela, que luego utilizó la información en contra de mi madre. Eso mi hermano tampoco lo olvida ni lo olvidará jamás. Año 2001. Mi abuela agoniza en el hospital, delira de una forma bastante serena y contenida, ve fantasmas en la habitación, habla con ellos, se muere como la fuerza de la naturaleza que siempre ha sido, como un elefante o un dinosaurio, acepta su destino, se rinde sin dramatismos, se entrega despertando admiración y hasta amor entre casi, casi sus catorce nietos. Mi hermana masajea sus pies hinchados y deformes, olvida viejos rencores, le perdona mil injusticias y ofensas, demuestra por enésima vez que es la más generosa y la que mejor corazón tiene. Mi hermano casi ni mira a mi abuela, la desprecia, desentierra su inquina que se remonta hasta ese momento de su infancia más de veinte años atrás. Eso dice él. Yo creo que en realidad le puede el miedo. Vuelve a estar aterrado. Intenta escapar. No quiere enfrentarse de nuevo con la muerte dentro de la familia ni mucho menos con su pasado, con la imagen de ese niño que se esconde de todos para llorar. 1980. Mi madre mea y mi hermano mira. Mi madre habla y mi hermano escucha. Mi madre le dice que tiene otro pretendiente. Pero ese les gusta menos porque es taxista y ambos seguro que coinciden en que la familia al completo nos merecemos algo mejor. Nos merecemos un banquero o un lord inglés. Y si no, en su defecto, un burguesito catalán que dé el pego y parezca ambas cosas al mismo tiempo. Mi madre mea. Mi hermano mira. Evalúan la situación, seguro que en silencio, sin decir demasiado, y seguro que sin ser conscientes de todas estas cosas o siendo conscientes de ellas solo a medias. Mi madre sigue jugando, amaga, como con el atropello a Fraga, da palos de ciego. Está aún temblando y está, desde luego, rota por dentro. Su amante se le acaba de morir, «en la cama», su amante, su gran amor. Es curioso cómo a veces el amor se alimenta de la muerte y de la tragedia. Quizá todo gran amor necesite un cadáver, real o figurado, para poder crecer y expandirse, para sacar fuerzas, para cegarse, para partir de cierto estado de aturdimiento, para que nos pille con las defensas bajas, para que la necesidad de huir o el afán por dejarse llevar sean aún más fuertes que el miedo y la pereza, el bostezo infinito y autocomplaciente de la rutina. A mi madre se le ablanda el corazón porque mi padre la pilla sin capacidad de resistencia. Mi madre ya tiene bastante con levantarse por las mañanas y seguir adelante. Mi madre, al menos, tiene su trabajo, su compulsividad frente a él, su inmensa ambición. Y la excusa perfecta para espantar cualquier sombra de culpa: debe sacar a tres hijos adelante. Mi madre es la mediana de tres hermanas, la niña feúcha entre dos auténticas bellezas. Mi madre comprendió enseguida que solo su cabeza, su esfuerzo y el estudio podrían hacerla destacar, y ella siempre tuvo unas ganas locas de destacar, de llamar la atención, de poner el mundo a sus pies. Mi madre, incluso ahora, exige ser adorada y que levanten mil altares en su honor, que sacrifiquen a su paso tres vírgenes, dos recién nacidos y un cochinillo en cada hogar. Mi madre, cuando va a un restaurante, convierte a los camareros de forma automática en sus esclavos, un extraño vicio que ha ido empeorando con la edad: les insulta, les humilla, les azota y luego, al final, a veces les indulta y hasta les permite salir de allí con vida. Muchas otras veces no. La he visto montar auténticas carnicerías en...

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  3. Créditos