Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 256 páginas
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Narrativas hispánicas

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En un ruinoso edificio de la ciudad de México, un grupo de ancianos pasa los días entre rencillas vecinales y tertulias literarias. Teo, el narrador y protagonista de esta historia, tiene setenta y ocho años y un apego enfermizo a la Teoría estética de Adorno, con la que resuelve todo tipo de problemas domésticos. Taquero jubilado, pintor frustrado con pedigrí –hijo de otro pintor frustrado–, sus mayores preocupaciones son llevar la cuenta de las copas que toma al día para extender al máximo sus menguantes ahorros, escribir en un cuaderno algo que no es una novela y calcular las posibilidades que tiene de llevarse a la cama a Francesca –presidenta de la asamblea de vecinos– o a Juliette –verdulera revolucionaria–, con las que constituye un triángulo sexual de la tercera edad que «le habría erizado la barba al mismísimo Freud».

La vida rutinaria del edificio se rompe con la irrupción de la juventud, encarnada en Willem –mormón de Utah–, Mao –maoísta clandestino– y Dorotea –la dulce heroína cervantina, nieta de Juliette–, en un crescendo de absurdos que arriba a un clímax para mojarse los pantalones.

Concebida bajo el dictado de Adorno, que afirma que «el arte avanzado escribe la comedia de lo trágico», entrelazando fragmentos del pasado y del presente, esta novela recorre el arte y la política del México de los últimos ochenta años, marcados en la historia familiar por la sucesión de perros de la madre del protagonista, en un intento por reivindicar a los olvidados, los malditos, los marginales, los desaparecidos y los perros callejeros.

Con su tercera novela, el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos, tras la excelente acogida, tanto en lengua española como en sus muchas traducciones, de Fiesta en la madriguera y Si viviéramos en un lugar normal, se confirma como un narrador imprescindible, con una voz personal y un sentido del humor muy singulares.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433935526
Categoría
Literatura

Notas de literatura

El suceso estaba en la primera plana de todos los periódicos, la radio no paraba de repetirlo y era el reportaje principal en los noticieros de televisión aquel día: el suelo de la explanada del Monumento a la Revolución se estaba agrietando. En internet había miles de chistes al respecto, fotomontajes en los que un dinosaurio irrumpía del subsuelo. Juliette me los mostró en su celular. Se nos había hecho tarde para profanar la tumba de Madero, pensamos en ir ahora, pero habían acordonado la zona. Dos días después, los peritos designados para encontrar una explicación dieron su veredicto y lo del dinosaurio se quedaba corto. Eran los bigotes de los revolucionarios, que no habían parado de crecer y se habían enredado en el sistema de alcantarillado. El peritaje era tan exacto que deslindaba responsabilidades: la culpa era de Villa y de Cárdenas. Madero, Calles y Carranza, absueltos.
Copié en el cuaderno las conversaciones que tuve durante aquellos días con Juliette, todas nuestras especulaciones, para darle celos a Francesca.
–Ahora sí ahí viene la Revolución –anunciaba, radiante, Juliette–. ¡Igualito que en el ochenta y cinco! Este pueblo sólo despierta cuando se abre la tierra bajo sus pies.
–No inventes, Yuliet –yo la rebatía–, lo único que va a pasar es que le van a cambiar el nombre a algunas calles, van a quitar algunas estatuas. ¡Mira nada más a quién le están echando la culpa! Si se acaba cayendo el Monumento van a decir que Pancho Villa y Lázaro Cárdenas eran terroristas.
–El pueblo no se va a dejar manipular ahora, Teo, ya verás, cuando se trata del subsuelo nos brotan los dioses de la muerte y la destrucción, los monstruos de la tierra. Piensa en el ochenta y cinco. Hizo falta que un terremoto se tragara una parte de la Ciudad de México, hizo falta que murieran miles de personas, para que el pueblo despertara. Igual que ahora. ¡Están despertando a la Coatlicue, nuestra madre del subsuelo! ¿La conoces?
–Claro que la conozco, es la madre de Huitzilopochtli.
–La madre barrendera, embarazada milagrosamente como la Virgen María, nomás que por una pelotilla de pluma en vez de por una paloma, y que forma con su hijo una dualidad: la oscuridad y la luz, la basura y la fertilidad, la muerte y la vida. ¿Sabes lo que pasó cuando encontraron la figura de la Coatlicue que está ahora en el Museo de Antropología? ¡Volvieron a enterrarla! Y no fue nada más porque se asustaron creyendo que era una imagen infernal, eso ocurrió en 1790 y la Iglesia ordenó que volvieran a esconderla porque les dio miedo la influencia que podría causar en los jóvenes. ¡Si no la entierran te aseguro que la Coatlicue adelanta veinte años el inicio de la Independencia!
–¡Qué Coatlicue ni qué ocho cuartos! Los jóvenes ya no saben nada de mitología prehispánica.
–No importa, no hace falta saberlo, lo traemos adentro. Además, ¿quién dijo que los jóvenes son los que tienen que hacer la Revolución? ¿Y si somos nosotros los que tenemos que hacer la Revolución? Nosotros no tenemos nada que perder, ya casi ni tenemos futuro.
–Pero tenemos mucho pasado. No te engañes, Yuliet, los únicos que no tienen nada que perder son los muertos.
–O los muertos en vida.
En el ascensor, no recuerdo si de subida o de bajada, Francesca, furiosa, me acusaba:
–¡Eso es un plagio! Creo que está en una novela de García Márquez, sólo que es una cabellera de mujer la que no para de crecer en lugar de los bigotes.
–¡No me diga! ¿Y se considera plagio que la realidad se ponga a imitar a una novela? Corra y avísele a los peritos que escribieron el dictamen, ¡si los demanda un premio Nobel les va a salir carísimo!
El Cabeza de Papaya asomó su cabeza de papaya en la cantina de la esquina, donde yo estaba tomando la sexta del día. Apenas iban a ser las dos de la tarde, pero como era domingo yo estaba trabajando, de manera seria y decidida, para ganarme el pan nuestro de cada semana: la botana gratuita. Caminó hasta la mesa en la que yo estaba sentado, solo, y casi pude ver que escupía esas semillas negras y gelatinosas de las papayas, aunque era sólo saliva:
–Me dijeron que aquí podía encontrarlo.
–Te dijeron bien, aquí me encuentras de nueve a dos y de cuatro a ocho de lunes a viernes, y además los fines de semana hago guardia. ¿Tú también trabajas en domingo?
–No vengo por asuntos de trabajo, ¿me puedo sentar?
–¿Puedo decir que no?, ¿qué te tomas? ¿Un tequila, un mezcal?, ¿o prefieres algo más fuerte?
–¿Más fuerte?
–Sosa cáustica, cloro, aguarrás...
–Una cerveza.
Pedí en un grito que nos trajeran una caguama de Corona y me concentré en entender el motivo por el que el Cabeza de Papaya andaba usando esa exuberante combinación de colores, camiseta amarillo fosforescente y bermudas anaranjadas, un atuendo tropical, opuesto al gris traje que vestía cuando me había visitado como representante de la policía canina. ¿Acaso era consciente de que su cabeza parecía una papaya?
–Se te perdió la playa –le dije–. Bonita camiseta, ideal para pasar desapercibido a un francotirador.
–Fue un regalo.
Creí entender: su esposa era la que, consciente o inconscientemente, le elegía la ropa acorde con la naturaleza de su cholla.
–¿Te la dio tu mujer? –pregunté.
–Algo así –respondió.
–¿Algo así es una novia, una amante?
Algo así es algo así.
Trajeron la caguama, serví dos vasos y el Cabeza de Papaya sorbió ruidosamente en el acto, sin brindar, apresurado por entrar en materia de inmediato. Sin las formas protocolarias del trabajo, que enmascaraban su torpeza social, lo que le quedaba era un atropellamiento gentil, a cuarenta kilómetros por hora, nada mortal, pero sí molesto.
–Quería pedirle ayuda –dijo.
–¿¡A poco!? Pero primero vamos a brindar.
Levanté mi vaso de cerveza hacia el centro de la mesa.
–¡Por los perros! –exclamé.
–Oiga, la denuncia fue archivada –respingó de inmediato.
–Ya lo sé, pero eso fue cosa de Dorotea.
–Y fue algo absolutamente ilegal, que viola todos los procedimientos de la Sociedad Protectora de Animales y que yo podría revertir en cualquier momento, si quisiera.
–¿Me estás amenazando?
–No, le estoy pidiendo ayuda.
Temí que el Cabeza de Papaya hubiera descubierto que Dorotea estaba infiltrada en la Sociedad Protectora de Animales y que ahora fuera a pedirme, aprovechándose de mi amistad con Juliette, que me infiltrara en el grupo que había organizado la infiltración. Ese temor, que surgió velozmente como una punzada paranoica en el hígado, igual de rápido fue sustituido por el horror, cuando el Cabeza de Papaya anunció:
–Quiero escribir una novela.
–¡No me digas!
Lo miré directo a los ojos, las pupilas color café y apagadas como manchas en una papaya que empieza a pasarse, para comprobar, infelizmente, que no había en ellos el brillo de la mentira o de la broma.
–Es más grave de lo que pensaba –dije–, vamos a necesitar algo más fuerte.
Levanté el brazo derecho para llamar la atención del cantinero, como se hace en la escuela cuando se pide permiso para ir al baño, a veinte grados de inclinación de distancia de un saludo fascista, y le ordené en un grito:
–¡Dos tequilas! ¡Urgente!
Traté de dejar de ver la papaya en la cabeza de papaya del Cabeza de Papaya y me puse a analizar la tersura de la cáscara de su rostro, el cansancio en la mirada, la naturaleza del gesto que formaba con los pliegues extremos de los labios, más próxima de la melancolía que del sarcasmo, y lejísimos del cinismo, para calcularle la edad. Andaba alrededor de los cuarenta. Quizá tenía treinta y nueve y esa historia de escribir una novela no era más que una manifestación, bastante folclórica, de la crisis de la edad madura, especialmente grave en el caso de las papayas.
–¿Qué edad tienes? –pregunté.
–Treinta y nueve.
¡Lo sabía! Recordé que, a mediados de los setenta, a mí me había pegado durísimo: había rentado un departamento al que nunca me mudé, le había propuesto matrimonio a una puta de la calle Madero, había creído tener cáncer, había comprado un montón de lienzos que luego se quedaron arrumbados en lo alto de un clóset de la casa de mi madre, de la que no me mudé, porque el arrebato no me alcanzó para comprar las pinturas y los pinceles, y mucho menos para ponerme a pintar o para dejar de creer que yo era el sustituto de mi padre. O para creerlo de verdad y hacer lo mismo que él había hecho tantos años antes: abandonar a la familia. La revuelta interior, al menos, había sido el caldo de cultivo necesario para que se me inspirara la receta del «perro gringo», el taco que me daría la fama en los ochenta. Pero una cosa era inventar un taco y otra escribir una novela, así que me apresuré a desmotivar al Cabeza de Papaya. Más valía aniquilar una novela antes de que se transformara en el delirio de un autor guajiro, que condenarnos a la tortura que supondría, para él, intentar escribirla, y para mí, tener qu...

Índice

  1. Portada
  2. Teoría estética
  3. Notas de literatura
  4. DEUDAS Y AGRADECIMIENTOS
  5. Créditos