Narrativas hispánicas
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

  1. 248 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Dice Pitol que en unas vacaciones, solitario en una casa de campo, comenzó a escribir sus primeros cuentos. Debía de tener veintitrés o veinticuatro años. Pasaba allí la convalecencia de una ruptura amorosa, también la primera. Se proponía odiar al mundo, pero no lo conseguía. Por las mañanas escalaba las alturas de una cordillera donde se enclavaba su cabaña. En esos paseos intentaba rodearse de una aureola romántica, decadente, aun diabólica.

Buscaba los acantilados más escabrosos, los más peligrosos, pero al llegar allí cualquier tentación tanática se disolvía de inmediato; le venían a la mente los acantilados de Devon y un viaje a Inglaterra: recorrer las mismas calles que James, la Woolf, Waugh, el doctor Johnson, Dickens, y entre ese deseo de viajar y la contemplación de un maravilloso paisaje -los bosques, algunos arroyos, una lejana iglesia del siglo XVI parecida a una fortaleza, muy cercana a un pequeño hotel donde descansaba Stravinski cuando iba a México-, se adormecía largo rato en la hierba, para después descender de la montaña, llegar, radiante de alegría, a su casa, ponerse a leer a James, Kafka, Faulkner, Borges, Rulfo, Onetti (aún no llegaba Chéjov). Una noche escribió un cuento, el primero, «Victorio Ferri cuenta un cuento», incluido después en casi todas las antologías del cuento latinoamericano, y otros más, todos amargos y crueles, sobre personajes tocados por el diablo.

El aire de la montaña y la escritura nocturna desprendieron las toxinas malignas. Durante varios años escribió cuentos y luego novelas, y en los últimos años, libros donde varios géneros se entreveran con pericia e imaginación. Todo eso es el fruto de aquellos cuentos escritos hace casi cincuenta años.

Ahora, cuando Sergio Pitol se ha convertido en uno de los escritores latinoamericanos más imprescindibles de nuestro tiempo, ganador del Premio Juan Rulfo a la obra de una vida, nos complace presentar esta antología personal de sus mejores cuentos, encabezada por un extenso texto del gran escritor Enrique Vila-Matas.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Narrativas hispánicas de Sergio Pitol en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2005
ISBN
9788433932396
Categoría
Literatura

PRESENTACIÓN:

HAS HECHO GIRAR LA LOCURA

27 de julio
Sergio Pitol está durmiendo en estos momentos en su casa de Xalapa y acaba de caer en las garras de uno de sus sueños más recurrentes y una vez más vuelve a verse andando con sus padres. Está caminando con ellos, van de excursión al campo. Todo en el sueño es idílico hasta que Sergio se pierde y entonces, como siempre, el entorno se le vuelve hostil, tenebroso.
Yo, que me encuentro en mi casa de Barcelona a miles de kilómetros de donde está mi amigo perdido en el sueño, me preocupo por si ese entorno puede volvérsele aún más tenebroso y hostil y acabo imaginando que paseo por las tinieblas exteriores del sueño de Sergio y que desde ellas consigo verle. Una frágil frontera separa mi paisaje de tinieblas del suyo y comprendo de inmediato que cada uno tiene su propio paisaje y que ir de excursión por el entorno tenebroso de su sueño me ha llevado a descubrir que las afueras hostiles son la vida secreta que como escritor lleva mi amigo y maestro. Ahí no tengo nada que ver, porque no quiero verme a mí mismo. Pero me veo y veo que soy yo mismo que anda por su vida secreta. Marcho largo rato perdido por ella. Ensoñación y bruma. Hasta que le oigo decir al maestro: «Aún ahora me sorprende ver mi vida entera transformada en cuentos.» A diferencia de hace unos instantes, le siento en este momento muy cerca, a mi lado, pisando ya la débil frontera, como un oscuro hermano gemelo.
28 de julio
Hasta hace apenas unos meses había pensado, descuidadamente, que carecía de maestro literario. En realidad, tras ese descuido, esa negligencia tan deliberada, se ocultaba un prudente deseo de no dañar a Sergio Pitol involucrándole en el embrollado laberinto de ciudades, imposturas, lecturas distorsionadas, imaginaciones y derivas que circulan por mi obra.
Pero hace unos meses cometí una irreparable indiscreción al contestar a una pregunta de la periodista Raquel Garzón. Ella me llamó a casa para saber si era cierto, como le habían comentado, que yo era un pitoladicto. Quedé algo desconcertado.
–No sé si he oído bien –dije.
Recordé en ese momento algo muy raro que Pitol acababa de escribir sobre mí: «El tiempo ha hecho de Enrique uno de mis maestros.»
Frase generosa, muy propia de Sergio. Pero frase disparatada, por supuesto, pues ¿cómo iba a ser yo su maestro?
Hasta mi madre, que había leído aquella frase de Sergio, me había pedido que le aclarara cómo podía el gran escritor mexicano pensar que yo era su maestro.
Recordé todo esto y vi que había llegado la hora de poner fin a mi negligencia deliberada.
No podía ocultar por más tiempo aquella gran verdad.
–Sergio Pitol es mi amigo y maestro –dije.
Nunca lo había dicho.
El suave mal ya estaba hecho, pero era para mí evidente que había que hacerlo. No podía permitir por más tiempo que las cosas andaran tan al revés. Era Sergio quien era mi maestro. En la vida y en la escritura.
Todo había vuelto a su nivel justo. Le expliqué entonces a Raquel Garzón que había conocido a Sergio en Varsovia en agosto de 1973 y que ya desde entonces le había considerado siempre –aunque en secreto– mi maestro en la vida y en la escritura. Y pasé a evocar el iniciático viaje egipcio que realicé en 1973 con una amiga a la remota y lejana Alejandría, con escala obligatoria de una noche (la compañía de aviación era polaca y salían así más baratos los billetes) en Varsovia.
29 de julio
Llegamos a Varsovia un 29 de julio, en una fecha como la de hoy, pero de 1973. Han pasado ya, pues, treinta y dos años desde que salió de Madrid aquel avión que, tras la escala nocturna, tenía que llevarnos, en la tarde siguiente, hasta El Cairo. Yo tenía apuntado un teléfono de Varsovia, el de Sergio Pitol, a quien conocía sólo de vista de los días en que él había vivido en Barcelona.
A la mañana siguiente de haber pasado la noche obligatoria en Varsovia y a pesar de mi timidez de entonces, me decidí a llamarle a la Embajada de México, donde él trabajaba como agregado cultural. Es muy posible que me atreviera a llamar porque yo acababa de publicar mi primer libro y eso me había dado, por primera vez en mi vida, cierto ánimo. Y hasta quién sabe si no me decidí a publicar aquella vez tan sólo para hacerme con ese ánimo que tanto me faltaba.
Me atreví a llamarle y todo fue más fácil de lo que creía y quedamos inmediatamente para comer y hasta prometió acompañarnos al aeropuerto después del almuerzo. Es más, dijo que había leído Mujer en el espejo, mi libro. Quedé sorprendido, atónito. No conocía a nadie que hubiera leído ese libro. Treinta y dos años después, salvo Pitol, sigo igual, sigo sin conocer a nadie que lo haya leído. Se trata de una breve novela experimental que presenta dificultades para el lector, pues carece de las más elementales comas, puntos y puntos aparte, y cualquier incauto que se adentre en el libro corre el riesgo, si se le ocurre leerlo en voz alta, de morir literalmente asfixiado. Por eso ni siquiera he podido yo leerlo. Y tal vez también por eso, movido por la vergüenza de haber dado a la imprenta aquello, inventé no hace mucho que La asesina ilustrada (en realidad mi segundo libro) fue lo primero que escribí y publiqué.
Aquella mañana en Varsovia, cuando por teléfono Sergio me dijo que había leído Mujer en el espejo, me quedé de piedra y, además (lo recuerdo muy bien), me pareció el escritor mexicano un superviviente de algo, sin que acertara a saber de qué. Seguramente –me digo ahora– era el superviviente de la lectura de mi primer libro, de mi libro tremendo, del libro asfixiante, de mi verdadero primer libro asesino.
Siempre he sospechado que comencé a admirarle mucho antes de saludarle frente al restaurante, en aquel inolvidable mediodía polaco. Recuerdo que le di la mano tan sólo porque él me la ofreció, y si me acuerdo muy bien de este detalle tan mínimo es porque no eran en esa época nada habituales en mí las convenciones formales y dudé de llevar a término aquel gesto que a mí me parecía demasiado formal, tirando a (según mi extravagante punto de vista de entonces) reaccionario. ¡Dar la mano! No me acordaría de que le di la mano (gesto que, por habitual, normalmente se olvida) de no ser por la extraña pirueta mental que tuve que hacer para dársela. Una pirueta contra mis prejuicios revolucionarios. Hoy todo esto sólo me da cierta vergüenza y me lleva a preguntarme quién debió de ser el desaprensivo o desaprensiva que infundió en mí semejantes ideas antiburguesas. Tenía que estar yo muy mal para pensar que estrechar la mano de alguien era sólo un gesto anticuado. Sea como fuere, aquel convencional apretón de manos inauguró esa relación de maestro a alumno que ha cruzado –como una estrella feliz del destino– toda mi vida.
Entramos en el restaurante. Mi amiga y yo habíamos ido a Varsovia para pasar una noche en ella y todo el agosto en Alejandría. Pero enseguida con Pitol todo empezó a ir al revés. Al igual que en muchos de sus cuentos, la realidad comenzó a difuminarse. Algunos detalles del restaurante nos daban a mi amiga y a mí una nítida impresión de que íbamos al encuentro de la realidad misma y, sin embargo, esos claros detalles no tardaron en establecer un diálogo con las paredes del lugar y con el vodka que habíamos comenzado a probar y acabaron por instaurar una niebla que incesantemente – como en tantos cuentos de Sergio, aunque entonces todavía no lo sabíamos– fue contaminando y transformando esa realidad, hasta el punto de que nos la transformó por entero haciéndola derivar hacia una visión de lo real al revés.
Aquel almuerzo duró un mes entero. O lo que viene a ser lo mismo: pasamos todo agosto en Varsovia y una sola noche en Alejandría.
También la perspectiva de ir a la ciudad egipcia fue difuminándose en el tiempo, la niebla y el espacio, a lo largo de aquel agosto. Y mientras tanto yo en Varsovia comencé a saber, a tener noticia, de las lecciones del maestro. En un primer momento, tan sólo de las lecciones particulares que, seguramente para ampliar su sueldo de diplomático, daba Pitol en su casa a diferentes alumnos polacos. No olvidaré cómo en los primeros días no acertaba a comprender los motivos por los que éstos me observaban tanto. Hasta que supe que Sergio les había comentado que yo era su hijo. «Es mi hijo de Barcelona», les había dicho. Por eso cada día todos me daban la mano.
Así pues Pitol fue padre antes que amigo y maestro. 2 de agosto
Hablando de hijos, entre los visitantes más habituales de la casa de Sergio en Varsovia estaba un hijo natural de Lenin. Su madre era una campesina de un pueblo cercano a Cracovia que había tenido relaciones con Lenin cuando éste, antes de la Revolución, había pasado una larga temporada en Polonia. Me quedé muy pasmado el día en que me enteré de la verdadera identidad de aquel ciudadano polaco que había pasado un verano en Cuernavaca y hablaba en español con acento mexicano y que en cuanto se cruzaba conmigo por la casa de Sergio disertaba sobre los más variados temas, con notable predilección por París, ciudad que, dicho sea de paso, él no conocía.
El hijo natural de Lenin hablaba a veces como el personaje –ahora lo sé– de uno de los primeros cuentos escritos por Sergio.
–París –decía el hijo de Lenin– es mujeres. París es tu futuro. París son negras de cinturas elásticas. París son mujeres de muslos fuertes que saben trenzarse como pulpos. París son ganas de ser macho a la mexicana y baladronarse y contar anécdotas de revolucionarios matones, de curas empalados, de hijos que asesinan a sus madres cuando se enteran de quién es su padre.
Daba miedo aquel hijo de Lenin.
–¿Me cuenta usted todo eso porque le gustaría ser mexicano? –me atreví a preguntarle un día.
–No creo. A él sólo le gustan los lugares donde no ha estado –intervino Sergio elevando la voz desde el cuarto de al lado.
Hasta que tuvo doce años no supo el hijo de Lenin quién era su padre. Y cuando se enteró no le quedó ni tiempo de matar a su madre. Tiempo no tuvo ninguno porque se quedó embobado. «Tu padre», acababa de decirle su madre, «es el camarada Lenin. Ya es hora de que lo sepas.» El hijo natural reaccionó con tontería. «Pero eso ya lo sabía. Todos somos hijos del Padre de la Patria», dijo. «No, burro, no. Creo que no me has entendido...», le dijo la madre, y entonces el adolescente se quedó helado, supo quién realmente era. Tal vez por eso, más tarde, agobiado por su nueva identidad aprendió a hablar español con acento mexicano, pues seguramente necesitaba huir del peso de la Historia.
Yo no sé por qué sospechaba –había comenzado por primera vez en mi vida a poner yo mismo a prueba mi imaginación– que el hijo natural de Lenin era agente del KGB, pero Sergio me lo negaba. «Lo que ocurre es que parece un personaje salido de un cuento sencillo, pero sólo en apariencia de un cuento sencillo.»
–También los personajes de los cuentos de Chéjov parecen sencillos y sin embargo no lo son –me dijo Sergio en una de esas sobremesas que tuvieron lugar en su casa a lo largo de aquel fecundo agosto.
«También los personajes de los cuentos de Chéjov parecen sencillos...» Yo siempre he sospechado que esa sobremesa fue la primera vez que pensé que yo podía escribir un cuento. Hoy sé que le debo al maestro esa puerta de pronto abierta, ese pensamiento.
3 de agosto
El hijo de Lenin tenía cierta tendencia a la alocución, la charla, la perorata y el sermón. De hecho, se ganaba la vida dando conferencias y tenía fama en Polonia de dejar buen recuerdo en todas sus intervenciones. Su truco era tan simple y sencillo como puede parecerlo a primera vista un relato de Chéjov. Se había especializado en dar conferencias sobre cualquier tema y ante los públicos más variados. Yo le acompañé a dos de esas pláticas y soy testigo de su facilidad para el éxito, para el aplauso entusiasta de sus auditorios.
Recuerdo muy bien esas dos conferencias. Una tuvo lugar en una cárcel de las afueras de Varsovia. Aunque no entendía nada de lo que les decía a los presos, notaba yo una satisfacción grandiosa entre ellos. A la salida, me enteré por él mismo de lo que les había dicho: «Nada. Les he explicado lo mejor que he podido que la libertad no existe, les he dicho que la libertad es un fantasma, una falacia, un invento de la burguesía.»
Al día siguiente, le acompañé a un centro de sordomudos, donde también cosechó un éxito rotundo. También a la salida le pregunté qué les había dicho. «Nada, les he resumido, en el tiempo más breve posible, mi certeza de que el poder de la palabra es puro engaño, una falacia total.»
Me acuerdo muy bien de que me dijo esto y luego se me quedó mirando con una gran sonrisa que la luz de la luna potenciaba. Inolvidable recuerdo de aquel cínico claro de luna. Aquella noche, cuando nos despedimos, yo entré en un taxi y el hijo de Lenin, antes de cerrarme la puer...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRESENTACIÓN: HAS HECHO GIRAR LA LOCURA
  3. VICTORIO FERRI CUENTA UN CUENTO
  4. SEMEJANTE A LOS DIOSES
  5. LA PANTERA
  6. CUERPO PRESENTE
  7. HACIA VARSOVIA
  8. HACIA OCCIDENTE
  9. EL REGRESO
  10. ÍCARO
  11. DEL ENCUENTRO NUPCIAL
  12. LOS OFICIOS DE TÍA CLARA
  13. CEMENTERIO DE TORDOS
  14. VALS DE MEFISTO
  15. NOCTURNO DE BUJARA
  16. EL OSCURO HERMANO GEMELO
  17. CRÉDITOS