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  1. 352 páginas
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Información del libro

Amparo Miranda, una exitosa diseñadora de moda residente en Nue-va York, vuelve a la ciudad de provincias que abandonó cuarenta años atrás, uno de esos lugares donde «la vida marcha a otro ritmo, como entre un pasado que ya no gusta y un porvenir sin dibujar». Amparo, de origen humilde e hija de madre soltera, no ha regresado por nostalgia, ni tampoco para exhibir sus triunfos ante aquellos que nunca la aceptaron. Quiere, por el contrario, pasar desapercibida; viene a mirar, a intentar recomponer a solas un discurso que quedó interrumpido: quiere introducir palabras en su historia de silencios. Pero, durante la semana que pasa en la ciudad, allí están ocurriendo otras muchas cosas, desarro-llándose otras conversaciones, trenzándose el destino de otras gentes... La piedad por los humildes, la ausencia de juicios de valor, el humor nun-ca corrosivo basado en el dominio del lenguaje coloquial y la atención penetrante a los gestos y ademanes que van configurando a los personajes a través de cambios casi imperceptibles cimentan con solidez esta caudalosa y deslumbrante novela.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433938046
Categoría
Literature

PÓRTICO CON RASCACIELOS

Durante la tercera semana de agosto, descargaron sobre Manhattan varias tormentas que, al cesar de golpe, volvían más imprevisto el sesgo de una tarde ya de por sí discutible. Solía ocurrir siempre a la misma hora, poco antes de ponerse el sol. Había unos instantes de silencio, mientras los transeúntes cerraban los paraguas, y algunos con gesto incrédulo se atrevían a mirar hacia arriba. Coronando las altas paredes que encajonaban sus mudanzas, aquella bóveda ficticia se rasgaba en charcos de claridad intempestiva, y salían de la nada a chapotear en ellos manadas de bisontes azules pariéndose unos a otros a ritmo de vértigo. Sus fauces despedían volutas de aliento rojo y entrecortado, nubes de orgasmo rotas contra el agudo filo de los edificios.
–Te lo dije, que antes de terminarnos el café dejaba de llover –comentó un chico moreno de pelo rizoso sentado junto a la cristalera en un restaurante de la Tercera Avenida–. ¿Te lo dije o no?
La adolescente de rasgos mulatos a quien iba dirigida la pregunta no contestó. Acababa de llegar de los servicios y se quedó apoyada en el respaldo de la silla que poco antes había abandonado. Llevaba una boina de perlé por la que asomaban dos trencitas, cazadora vaquera con muchos pins y minifalda. Calzaba botas cortas de tipo militar. No se sentó. Miraba la calle con desgana.
–¿Entonces qué? ¿Nos vamos?
–No, mujer, espera un poco. Todavía no me han traído la vuelta. Termínate el café.
Sobre la mesa, con mantel de papel, sujeto con pinzas en las esquinas, quedaba ese rastro ingrato y pringoso de las comidas rápidas. Ella se sentó, pero apartó la taza de café mediada.
–Es lo único que no trago, brother, tú sabes, el café de acá. Y mira que yo trago mandanga –concluyó riendo.
Hablaba en español como su compañero, pero con acento cubano. Vino el camarero, dejó unos dólares encima de un plato y se fue. Había poca gente en el local. Por la calle corrían regueros de agua que los autobuses salpicaban al pasar. Ella consultó su reloj de pulsera de tonos fluorescentes. El brazo del chico viajó rápidamente entre vasos y tazas para ocultar la esfera. Tenía una mano grande y morena, de uñas bien cuidadas.
–Regálame otro ratito, no seas tacaña.
–Llevamos juntos tres horas, chico.
–¿Se te ha hecho largo?
–Ni largo ni corto, el tiempo es como es. Pero si llego tarde al ensayo, se remonta mi hombre, ya te lo dije antes. Y ha sido boxeador. No pongas esa cara de telenovela.
–Es que todavía no me has dicho qué te parece mi proyecto. Me has oído como si no fuera contigo.
–Porque no va conmigo. Te has equivocado de chica, corazón.
–¡Eso no! –saltó él–. Tú eres la chica. Y si tuvieras ganas de volar más alto, no seguirías ni un día más en ese teatrucho. Aprovecharías las oportunidades.
Ella se echó a reír. Tenía los dientes muy blancos.
–Señorita –declamó luego, llevándose una mano al pecho–, hace veinticuatro horas aún no la conocía, pero lleva usted una estrella en la frente, no he podido dormir, créame. ¡Es ella!, me decía una y otra vez, ¡es la que necesito!; por cierto, ¿cómo se llama? Se mueve usted y mira como ella, para mí su nombre es ella, con lucecitas alrededor.
En los ojos de su compañero no se había encendido la chispa de risa que bailaba en aquella mirada incitante, sino el desconcierto ante el obstáculo propio de quien está acostumbrado a subyugar sin esfuerzo. Era un hombre realmente guapo. Entre treinta y cuarenta. Barba de dos días pero a propósito.
–Me llamo Florita, caballero, se lo dije anoche –continuó ella, cambiando ahora la voz a otra más meliflua–, y también que el dueño del local donde trabajo me protege, bueno, ya usted sabe, en todos los sentidos, y a mí me gusta que me proteja. Es sabroso Norberto, pero un Otelo. Si sabe que usted me ha tomado afición, ¡oh, cielos!, nos mataría.
–¡Basta! –se irritó él–. ¿Quieres escucharme un momento en serio?
–Lo serio me aburre, chico, pero escucharte no tengo más remedio, no paras de hablar tú, ni un entreacto dejas. A tu novia le debes traer la cabeza como un molino.
–No tengo novia, ni te he tomado afición a ti. Simplemente te estoy ofreciendo una historia preciosa. Si te la quieres llevar y echarle un vistazo, bien. Y si no, no me voy a poner de rodillas.
–No hace falta. Tengo buena memoria, y me la has contado no sé cuántas veces.
–Leída la entenderás mejor. Te la puedes quedar, está guardada en mi ordenador. No es la versión definitiva, ¿sabes? Llevo dos años trabajando en ello, y no paro de corregir, bueno, es la vida la que lo corrige.
Le estaba tendiendo una carpeta azul a través de la mesa y ella la cogió tras una vacilación. Descolgó un bolso grande del respaldo de la silla.
–Mira, no sé ni cuándo lo voy a poder leer, parece gordo para un guión –dijo, mientras trataba de meter la carpeta dentro del bolso–. Y luego que, la verdad, no me apetece. Me suena todo a cuento chino.
–Pero ¿por qué? Dame razones, aunque sea en plan telegrama –exigió al notar que ella se encogía de hombros y suspiraba.
Al fin dijo de corrido, mientras iba disparando los dedos del pulgar al meñique:
–Una, andar por las nubes para mí y mi gente es un lujo. Dos, es la primera película que vas a dirigir. Tres, no tienes claro quién te la produce, aunque digas que eso es lo de menos. Cuatro, me has tomado afición, porque se nota, y buscas un pretexto para volver a verme. Cinco, y la más importante, la historia se basa en recuerdos de tu madre, ¿no?, una especie de monólogo interior, ¿qué pinto yo en ese guiso?
–Mucho: la mediadora entre el hoy y el ayer. Se trata de dos desarraigos idénticos, de alguien que no ha asumido Nueva York y va dejando la vida entre sus calles a medida que sabe cada vez más fijo que aquellas donde pasó su infancia se le vuelven un sueño surrealista. A ella le pediremos la voz en off de cuando habla sola, pero la cámara te irá siguiendo a ti…
–Un momento, que yo me entere –interrumpió Florita–, ¿quieres decir que tu madre habla sola?
En su mirada limpia no había censura, ni siquiera una excesiva curiosidad, pero él se sintió incómodo.
–Bueno, sí, algunas veces, pero eso qué más da.
–Oye, no, importa mucho. Lo primero, si está sola cuando habla, ¿tú cómo te enteras de que habla sola? Es que yo antes de entrar en el cabaret trabajé de script, ¿sabes?, y nos pedían que nos fijáramos siempre en las incongruencias. Tendrías que meter una especie de espía invisible o algo en ese comienzo.
–Pues no es mala idea –dijo él con rostro animado–. Igual me puedes ayudar a arreglar el texto. Déjame que apunte eso del espía.
–Y además, segunda cosa –siguió ella, mientras le veía tomar notas en un bloc–: la voz no va a querer prestarla tu madre; si habla sola será porque tiene secretos, todas las madres los tienen. Y nos cuentan una verdad a medias. Sabemos muy poco de nuestras madres.
–Exactamente, de eso se trata, aunque no quiero que se note.
–Pues se nota muchísimo, perdona.
–Bueno, como te decía –prosiguió él mientras guardaba el bloc–, esa voz de mujer madura que se oye en off funciona como una banda sonora, a veces interrumpida por otros ruidos, pero la cámara irá siguiendo tu figura por los suburbios de una ciudad rara que tratas de reconocer sin conseguirlo, exteriores en plan mutante, estética cubista, ¿has visto el cine del primer Buñuel?
–Sí –dijo ella levantándose, después de mirar nuevamente el reloj–. Pero no me gusta nada. ¡Qué tarde se me ha hecho! ¿Te vienes o te quedas? Ahora no llueve.
Echó a andar decidida, salió del local y hasta que se vio subiendo por la calle 39 no pareció mostrar el menor interés por averiguar si él la seguía. Estaba segura de que la seguía; finalmente notó que le pasaba un brazo por los hombros.
–Me gusta cómo hablas, Florita, y todo lo que no entiendo de ti. Es una pena que tengas tanta prisa –le oyó decir con una voz mansa, diferente.
Era la primera vez que la había llamado por su nombre y, aunque se sintió invadida por una súbita añoranza, no quería ceder a ese capcioso encanto de las despedidas. Se ha visto demasiado en el cine. Además, en este caso, ¿añoranza de qué? Apenas lo conocía. No habían mediado caricias. Y encima era un rollista de cuidado.
–Todo es una pena, chico –contestó sin mirarle ni aflojar su ritmo–. Pero hay demasiados charcos para ponerse a llorar, ya tú ves, se formaría una catarata.
Llegaron a Lexington y cruzaron corriendo a la acera de los impares. Un leve resplandor de poniente daba un aire de inverosimilitud a las figuras movedizas de ropas empapadas, las congelaba como salidas de un susto. El chico se apoyó contra la pared.
–Párate un momento aquí –sugirió–. Mira para arriba. ¿Ves lo que te decía anoche cuando el chaparrón en el Village contra la luz de los anuncios, que solo duró tres minutos?
–¿Qué me decías? No me acuerdo, oye. Me has dicho tantas cosas desde anoche. Me mareo un poco mirando para arriba.
Estaban frente al Chrysler Building, cuyas escamas iban decreciendo hasta perderse de vista. En aquel momento la aguja del remate estaba inyectándole sangre a una nube anémica.
–Lo de la luz, las sorpresas que da la luz, ahora mismo me encantaría subirme en un helicóptero y filmar eso. Hay que andar alerta porque son instantes así los que sirven para tener una visión diferente de la realidad y conseguir otro enfoque. Instantes clave en que ella misma se hace añicos y nos despista. Ahí está: precisamente cuando parece que todo es mentira, puro montaje, es cuando tienes que ponerte en guardia y atreverte.
Florita había pelado un chicle y se lo había metido en la boca. Empezó a masticarlo.
–¿Atreverte a qué?
–A salirle al paso a la naturaleza y engañarla tú. Mira esa nube, por favor, ha aparecido de repente y ya le están saliendo flecos, se deshace, adiós. Es lo que quiero captar, lo súbito, lo que no se puede captar, ¿entiendes?
–Bueno, un poco, pero qué lío. Además, no vayas de listo. En Smoke ya sale eso.
Se despegaron de la pared. A él se le había puesto un gesto enfurruñado corno siempre que le echaban un jarro de agua fría. Al fin y al cabo, chicas como aquella las podía encontrar a cientos en Manhattan. Le daba rabia haberle insistido para que leyera el guión. Apretó el paso. Anduvieron un trecho uno junto a otro pero como dos desconocidos. No había refrescado. De los charcos subía un vaho sofocante. Ella empezó a silbar una especie de danzón. Lo hacía muy bien. Ante el portal de un edificio lujoso, él se detuvo.
–Yo me quedo aquí –dijo–. Igual me paso alguna otra noche a ver tu espectáculo. Aunque no creo. El guión tíralo si no te interesa.
–O.K. Allí viene mi autobús.
Se empinó para darle un beso y salió corriendo.
Nada más entrar de la calle, aquel vestíbulo con los ascensores al fondo tenía algo de extraño santuario. Vuelvo a entrar en el templo, se dijo con una sonrisa. Pero no consiguió que le sonara totalmente a burla. Le deslumbraba por los dibujos del suelo, las lámparas picudas y los adornos triangulares de mármol, bronce y espejo que disparaban su imaginación simultáneamente hacia el futuro y el pasado. En alas de aquella geometría dinámica del art-déco, le parecía volar rumbo al futuro en la piel de un americano de los años treinta que sueña con Europa, en la piel de su...

Índice

  1. Portada
  2. Pórtico con rascacielos
  3. Uno
  4. Dos
  5. Tres
  6. Cuatro
  7. Cinco
  8. Seis
  9. Siete
  10. Ocho
  11. Nueve
  12. Diez
  13. Once
  14. Doce
  15. Trece
  16. Catorce
  17. Quince
  18. Dieciséis
  19. Diecisiete
  20. Dieciocho
  21. Diecinueve
  22. Veinte
  23. Veintiuno
  24. Veintidós
  25. Veintitrés
  26. Veinticuatro
  27. Veinticinco
  28. Veintiséis
  29. Veintisiete
  30. Veintiocho
  31. Apertura a otros pórticos
  32. Créditos