CRONICAS
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CRONICAS

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Una pesquisa insólita y un tejido narrativo de múltiples resonancias culturales y políticas sobre el clímax de la violencia en el mundo contemporáneo: las decapitaciones que realizan los sicarios del tráfico de drogas en México, o los fundamentalistas musulmanes, ambas difundidas por internet u otros medios, donde el acto de decapitar representa la pérdida de la razón en su sentido más extenso. El autor estudia también los fenómenos de la brujería y los sacrificios humanos vinculados a los traficantes de drogas, el uso de los cuerpos de las víctimas con mensajes crueles de gran alcance. Y la emergencia de un culto criminal como el de la Santa Muerte. Una crónica que presenta incluso el testimonio de un sicario y cortador de cabezas, y entrelaza la perspectiva del propio narrador a través de su refinada alternancia de la crónica, el ensayo y los apuntes autobiográficos. Este libro deja en claro que la materia periodística puede acceder al estatuto de historia contemporánea, y ésta transformarse a su vez en una práctica literaria de carácter excepcional.

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Información

Año
2010
ISBN
9788433932709
Categoría
Sociología
MARCA PDF="4"

CASA QUEMADA

El Nagual olfateaba. Recorría la ciudad bajo un calor pantanoso de más de treinta grados y trataba de encontrar, en medio del tropel de olores como la carne asada de alguna fonda, la podredumbre de la basura, la gasolina de los coches, el sudor de los migrantes, incluso la insidia fina de la mariguana, un rastro impar: el aroma vivo de la sangre.
En aquellas calles de Nuevo Laredo, urbe colindante con Estados Unidos, los muchachos y las muchachas huyen de la intemperie ardiente en busca del frescor del clima artificial en las plazas y comercios, y de algo más urgente todavía: un trabajo, un amor, un negocio, una aventura. La apuesta del instante tras lo definitivo. Para quien sepa verlos, se les nota a metros de distancia esa audacia inserta en la ingenuidad de sus ropas sencillas y colores vivos. Ellas de blusas o playeras ceñidas, faldas cortas, cadencia en las caderas y las sandalias. Ellos con camisas amplias o pantalones a las rodillas, zapatos deportivos en los pasos largos, lentos. Voltean alrededor a la espera de la oportunidad que cuestione sus rutinas diarias, la mirada abierta, curiosa, imprudente cuando se convencen de correr riesgos inéditos. Se encuentran, se identifican, a veces amistan. Se aburren de transitar por los mismos lugares, bostezan de ver los mismos rostros. Creen en su edad, en lo que llaman futuro. Salieron de sus casas por la mañana deseosos de hallar un giro, una situación, una experiencia que los lleve a lo imprevisto. El empeño secular de atar o desatar un secreto hecho a la medida. Algunos nacieron aquí, otros vienen de lejos y su lance de fuga luce ya distante y en el olvido: en el sur. Transcurren de aquí hacia allá, hacia el norte, se fatigan en las calles sucias, caminan o reposan en los pasillos al lado de los escaparates que muestran sus sueños de prosperidad y placer en la ropa de marca, en los cosméticos, en la música danzante, en los cuerpos sensuales y las fantasías de ocio. Afuera están las avenidas de los coches inalcanzables, las camionetas de vidrios oscuros y las aceras que se derriten de abandono, y a las que sólo otros como ellos llenan de vida al transitar. O incurren en la cerveza y saltan al consumo de drogas. Algunas veces se aproximan a las oficinas de planta alta en donde ofician, en el clima gélido que enronquece las voces, los intermediarios y los tratos ilegales: los polleros o traficantes de personas que los conducirán al otro lado de la frontera en horarios súbitos y plan de abuso y humillaciones. O se acercan al puente sólo para ver el paso de quienes tienen la ventaja de unos documentos en regla. Allá suspiran, pueden ensoñar mejorías y hasta riquezas. Se saben vigilados y desprecian a quienes los vigilan. Policías, espías de los grandes delincuentes o de los dueños de los prostíbulos. Nada les importa. Pasan de lado, ostentan el único poder que poseen: su aplomo tierno. No voltean a ver el cielo, ¿para qué?, el cielo los protege. Llevan en los bolsillos poco dinero, alguna credencial escolar, una agenda con páginas en blanco excepto media docena de nombres y teléfonos en letra pequeña. Y un llavero, una pulsera en el brazo, una imagen religiosa en el cuello.
En la otra esquina, tranquilo, discreto, dueño del territorio sutil, el Nagual persistía en olfatear el desplazamiento de aquellos muchachos y muchachas en busca de alguien exacto. La nariz hecha una fiesta prematura. En la cultura prehispánica de Mesoamérica el nagual era un mensajero entre lo superior y lo terreno. Anticipaba a los dioses y les servía a ellos. Ahora algunos creen encarnar en un nagual depredador. Aquél respiraba leve, sereno para que el aroma de la sangre idónea llegara y ascendiera hasta su cabeza. Al entrar en una de aquellas plazas comerciales, estaba lo que buscaba: una muchacha así. La víctima propiciatoria de cuerpo entero: Elizabeth Sánchez. «La olfateé como nagual que soy», diría luego. Se excitó, su miembro comenzó a tener una erección. Logró calmarse. Se acercó a Elizabeth, conversó con ella, se ganó su confianza. Era hábil, lo había hecho otras veces. Sabía cómo tratar a esas muchachas, qué las mueve, qué desean. Los sentimientos son la puerta regia al sacrificio. Le ofreció sus saberes de brujo para mejorar su vida, la persuadió de que debían tener otro encuentro. Ella quería recuperar el amor de su novio. La citó en un domicilio, llegó puntual. Conversaron, la muchacha hablaba y él esperaba el momento de actuar. Inhaló cocaína. En un descuido la atacó, la violó. Pudo asfixiarla. Con un cuchillo, la degolló. «Supe que ella serviría para hacer un sacrificio humano y ayudar a un traficante de drogas que me lo había pedido, un sicario de la banda de Los Texas», confesaría. Con un frasco de cristal recogió sangre de la víctima y viajó a Catemaco, una ciudad hacia el sur en el Golfo de México, en donde la ofrendó en un altar un martes trece de aquel verano de dos mil dos. La energía desatada debía sacar de la cárcel en la que se encontraba al delincuente que pagó el rito.
En los últimos años las autoridades mexicanas han registrado decenas de casos semejantes. Niñas y niños secuestrados, menores, jóvenes cuyos cuerpos aparecen en un paraje solitario en cualquier parte del país. Los cuerpos llevan huellas de tortura, abuso sexual, mutilación. O les incrustan alfileres en ojos y genitales. A veces los asesinos dejan al lado algún objeto ritual, hierbas, veladoras. Tan sólo en las fronteras mexicanas desaparecen decenas si no cientos de personas al año. En pos de la supervivencia en Estados Unidos transitan contingentes de Sudamérica, de América Central, de Cuba, de China. Si nunca desaparecieron las prácticas de chamanes o curanderos y brujos, el auge del tráfico de estupefacientes ha traído consigo también el ascenso de una marea: la brujería sacrificial de tradiciones prehispánicas, la brujería satanista de Occidente, la brujería afrocaribeña en sus distintos cultos, el vudú, la magia andinocolombiana. Y a su amparo florece un santoral inverso y heteróclito: San Judas Tadeo, la Virgen de la Caridad del Cobre, Malverde, la Santa Muerte... Se observa allí el resurgimiento del mundo explicado por creencias animistas en las que las fuerzas de la naturaleza, el peso de la muerte, la sangre, el sacrificio adquieren un rango superior y contrario al optimismo del progreso y el orden racionalista. América Latina es un archipiélago cultural unido ahora en su estrato profundo por la lengua, las migraciones, la fe premoderna y la narcosis.
La creciente pulsión narcótica en las sociedades contemporáneas implica transformaciones profundas que permanecerán largo tiempo, ya que arraigan en la esfera de los usos y costumbres. En América Latina tal impacto se explaya en sociedades que presentan fuertes contrastes sociales, por lo que la intensidad y la agudeza desatadas se vuelven un elemento cultural que incrementa conflictos y derivaciones múltiples. La narcosis amplia obedece a procesos inducidos que atañen no sólo a lo policiaco-judicial o a lo médico-sanitario sino, sobre todo, a los intereses políticos que provocan la desarticulación institucional de los territorios y las comunidades a los que invade el gran negocio de la droga, y termina por dominar. La transferencia de dinero a México por operaciones de procedencia ilícita, sobre todo el tráfico de drogas, se ha llegado a estimar entre diez mil y veinticinco mil millones de dólares al año, cantidades que trascienden el manejo delincuencial e influyen en la economía del país.
CORTE
Lo mismo acontece en otros países del continente, como Brasil, Colombia, Perú. La idea de que en el último de los casos al narcotráfico se lo puede emblematizar como simple caos no sólo es falsa sino que lleva consigo una serie de apreciaciones equívocas de antemano, sea cual fuera el enfoque sociológico, literario, ideológico que anima tal error. Al contrario de lo que se tiende a creer, el narcotráfico implica un dominio que se oculta bajo la apariencia del desorden social, en el que confluyen motivos geopolíticos e impulsos económicos concertados o soslayados entre sí por los Estados y los gobiernos, por el capital y el poder, y que tienden a emplear procedimientos legales interrelacionados con prácticas ilegales bien dirigidas y aprovechadas. La endeblez y corrupción institucionales ofrecen el campo de oportunidades para el negocio planetario de la narcosis como principio de sociabilidad. Se planea la explotación y se calculan ganancias a costa de hundir a multitudes completas en el consumo de estupefacientes.
El primer frente de esa estrategia a través del consumo de drogas consiste en implantar la prohibición de sustancias narcóticas. Así se crea el negocio de su ilegalidad. Luego viene el control y la vigilancia del mercado, de la oferta y la demanda, del aprovisionamiento, de los distribuidores mayores y al menudeo. Y las pugnas económicas y políticas que de allí derivan. Esto implica la dinámica del cohecho/soborno policiaco y una red eficiente de información/desinformación. El segundo frente tiene que ver con el trazo de nuevos mapas, y medidas para manipularlos: gobernabilidad de los territorios de fuerte incidencia criminal, gestiones del riesgo y el factor político, identificaciones de grupos sociales y personas implicadas. La nueva microfísica del poder: el dispendio, la disolución utilitaria. El caso del comercio del opio de Occidente a Oriente lo ejemplifica a plenitud. Basta recordar la opiomanía y sus arraigos culturales, los inconvenientes sociales y políticos que implicó tal negocio en los territorios coloniales de Asia durante al menos dos siglos. Una épica de lo abyecto que se inició con el tránsito por los paraísos artificiales y los placeres intensos, en donde el juego de las decapitaciones coronaba la violencia imperial.
Cien años atrás un personaje de Jules Boissière describió la raigambre existencial del toxicómano, cuyo testimonio me parece de lo más vigente: «Y sigo fumando opio. Mi vasto bienestar no cesa de expandirse; pero he aquí que junto a éste crece y se apodera de mí la indiferencia y el hastío por la acción. Me invade una necesidad de inercia absoluta, de quedarme inmóvil, de permanecer callado, y de dejar que los mundos evolucionen a su antojo, sin intervenir en ellos, satisfecho de observarlos y comprenderlos desde las alturas de mi penetrante y lúcido anonadamiento. No hay sueño, no hay embriaguez en mí; no pienso, contemplo, percibo mejor que en la vida.» Pocas veces se ha definido mejor que en este párrafo la experiencia de enajenación narcótica: el sentido filosófico de desconocerse y transformarse en otro fuera de lo inmediato. Cuando Occidente introduce el consumo de opio en Asia a gran escala, el mundo se abre a la narcosis en tanto instrumento geopolítico. El orden y la gestión sistemáticos de quienes mandan por encima de la muchedumbre explotada y sus vías de supervivencia en la toxicomanía, las creencias, los cultos, los placeres, el gasto.
Interrogado por el asesinato de Elizabeth Sánchez, el Nagual afirmó que su brujería fue correcta. Su culto lo justifica. A la víctima le esperaba la gloria, a él un castigo, ya que cayó en la cárcel. Un asesinato en un ritual es todo menos un delito. La víctima tenía la sangre precisa. Ni se arrepentía ni pedía perdón. El brujo sólo guardaba un miedo: «morir en la cárcel acuchillado por una venganza, o a causa de una sobredosis de droga». Lo apresaron porque olvidó sus collares protectores al salir de casa. Un descuido provocó un infortunio en el que la víctima carece de lugar. Revelaba que ni siquiera los tatuajes rituales que lleva en la piel le sirvieron: un coyote, un águila, figuras del diablo, un macho cabrío, un pentagrama, el número de la Bestia seis-seis-seis. La esferidad de la fe rechaza las fisuras. Para él y para otros lo apotropeico de la antigüedad rige hoy en día. Es decir, la protección sagrada que se invoca para defenderse en lo psíquico contra lo negativo o lo nefasto. En su casa se hallaron imágenes de la Santa Muerte, cráneos humanos y frascos etiquetados con nombres de sus clientes: «aquí los tengo a todos ellos», alardeaba. «Señores de la droga, sicarios, delincuentes comunes. Protejo sus coches, con mi brujería le quito el olor de amoniaco a la mariguana, o el éter que tiene la cocaína, sustancias que huelen los perros guardianes de la policía.» Por el sacrificio de la muchacha estipuló a cambio cien mil dólares que debía darle el narcotraficante. Falló la magia, se impuso el crimen.
Un psiquiatra que atendió al Nagual en la cárcel recuerda que aquellas declaraciones encubrieron que el asesinato de la muchacha fue producto de su conflicto de identidad, ya que él es homosexual. Detalla que «el sujeto presenta un cuadro psicótico en el marco de esquizofrenia indiferenciada, con fenómenos alucinatorios, auditivos, táctiles, cenestésicos de contenido mágico, evoca persistentemente que se encuentra posesionado por el demonio. En su discurso argumenta que al momento de cometer el acto estaba privado de razón o juicio de realidad motivado por sus ideas delirantes y por órdenes alucinadas que le impedían actuar con el debido discernimiento». El perito expresa que sin duda el sujeto siempre fue consciente y «sus fines fueron para reemplazar sus debilidades, y agradar a quien tenía su preferencia afectiva»: el delincuente que pagó por el sacrificio humano. El Nagual continúa su brujería tras las rejas y participa en el tráfico de drogas y la prostitución. Dispone de un espacio para realizar sus prácticas en el taller de carpintería resguardado por los custodios de la cárcel. Tramar el daño a los demás es su oficio en un país que ha visto convertir sus cárceles en una ciudad en guerra y las ciudades en una cárcel salvaje.
Viajo a Veracruz, una provincia al sur del país, en donde la fe católica convive con la brujería. Catemaco es la ciudad de los brujos. Allá viven, acuden y se congregan una vez al año los brujos o curanderos de otras partes del país. La superchería, la explotación de la credulidad, el mercantilismo, el crimen y la vigencia de rituales oscuros a partir de la sangre de las víctimas se combinan en un tejido de usos y costumbres que desafía la certeza racional. Como se sabe, lo relativo a lo sagrado sólo puede experimentarse. Tiende a escapar de las explicaciones científicas: la magia se resta a sí misma una vez que acontece el sacrificio.
En el continente americano el cristianismo supo convivir con las creencias que denominaba paganas y emplearlas a su favor. Así se consumó la conquista espiritual durante la época colonial. Y pudo pervivir un sustrato que emerge ahora. México sufrió un embate modernizador en el último siglo. El trastorno del orden rural y las migraciones del campo a la ciudad de buena parte de los pobladores llevaron consigo creencias tradicionales. En las familias hay huellas de semejante desplazamiento.
Catemaco, en náhuatl «casas quemadas», es una ciudad pequeña a la orilla de la laguna homónima, y su vida se desarrolla en un clima templado y de vasta humedad. En el verano, el calor se intensifica. Cada primer viernes de marzo se congregan los brujos desde décadas atrás, si bien hay quien afirma que la costumbre se remonta a la antigüedad prehispánica. Se venera sobre todo a la Virgen del Carmen católica. Catemaco está a tres horas y media en coche del Puerto de Veracruz, en donde desembarcó el ejército cortesiano. Está enclavada en las montañas próximas al Golfo de México. La ciudad conserva su sello vernáculo y la atmósfera subtropical. La fauna casi fue exterminada. Por ejemplo los monos, que se cocinaban como platillo regional. En la laguna se cultivan diversos tipos de peces. Las nubes se muestran cercanas y la niebla desciende hasta confundirse con la selva. Las casas reproducen la arquitectura común en el Golfo de México con arcadas y barandales de madera o hierro, patios y colores encendidos: verde pistache, amarillo, rojo, morado. La gente se ha acostumbrado a que la identifiquen como el pueblo de los brujos. Viven del turismo. Y de la agricultura, la ganadería. Durante la colonia la iglesia distinguía a los brujos de los hechiceros. Los primeros ejercían sus rituales sin descreer de la fe católica y su santoral, los segundos eran adeptos satánicos. En la actualidad la distinción se mantiene casi igual: hay brujería blanca y brujería negra. Esta última se funda en sacrificios de animales o de personas, y llegan a celebrar las famosas misas negras, que pueden consagrarse en un paraje del cerro Mono Blanco, la Sierra de Santa Marta, o en algún otro espacio secreto. Algunos pronuncian estos nombres en susurros pero todos en Catemaco los repiten si se les pregunta. Entre los blancos impera la idea de los ritos de purificación o limpieza. Les llaman limpias o rameadas que se realizan entre oraciones y salmodias de brujos con o sin túnica ritual. Los negros emplean destrezas menos simples. Otros opinan que carece de lugar la distinción entre magia negra y magia blanca, prefieren decir magia a secas. La primacía de ser o llevar el título de brujo «mayor» lo disputan unos y otros. En ambos, la mercadería de amuletos e imágenes protectoras, pócimas y hierbas, huevos, velas y símbolos ocupa un lugar primordial. Cada brujería tiene su vector específico, su territorio delimitado. La congregación anual de medio centenar de brujos comienza desde la medianoche del jueves hasta el sábado, y durante todo el viernes los visitantes van y vienen de casas y tiendas en las que se celebra el tránsito de un ciclo a otro. El deseo se muestra el gran móvil de todos ellos. Las más de las veces no se trata del deseo vasto, sino del breve, el inmediato, el contiguo, el mezquino: deshacerse de un espíritu maligno que invade una casa u oficina, contener la infidelidad del consorte, atraer a la muchacha hermosa, destruir a alguien aborrecido, romper la dicha ajena. También se presentan mujeres gitanas que practican la quiromancia. Los brujos creen que el propio enclave de Catemaco favorece sus ritos, le atribuyen una potencia espiritual. De acuerdo con la dificultad que se les solicite, eligen el tipo de ritual a consumar. El sincretismo se vuelve un desplante contemporáneo: se pueden convocar los saberes de la santería cubana, de la hechicería del nagual, requerir de la ayuda del vudú, o bien sumar la magia con la ciencia moderna. Hay médicos-brujos. Y trazan estrellas, prenden teas y veladoras. Algún brujo impresiona a los creyentes con un gestual de gritos, gruñidos, convulsiones, quiere demostrar que una fuerza oscura lo posee y sanciona. Queda agotado, oloroso a alcohol, los ojos inyectados de sangre. Babea y dirige una mirada furiosa. El mal de ojo se evita antes: las abuelas veracruzanas recomiendan a los visitantes a Catemaco vestir ropas distintas a las habituales y comer siete pedazos de ajo, pues las llamadas limpias o rameadas del primer viernes de marzo o del día de San Juan, en junio, crean un anudamiento de energías nocivas que debe evitarse.
El primer viernes de marzo de dos mil ocho el mal clima de la víspera arruinó el festejo tanto como las dificultades de la economía del país. La afluencia de asistentes y turistas se desplomó. A la medianoche, en la avenida que acompaña la ribera de la laguna, se realizó el desfile tradicional de los brujos con antorchas, incienso y tambores, que culminó en un terreno alto con un ritual de rezos y sacrificios de cuatro gallinas negras, a las que degollaron un par de brujos ante una estrella de fuego de seis puntas. Presidieron el ritual los brujos el Cuervo y Mauako, y se distinguían brujos y brujas vestidos con túnicas negras, rojas, blancas, collares y amuletos. Decenas de personas alrededor elevaban sus ruegos solemnes para alcanzar la salud, o la fortuna. En el parque turístico Nanciyaga, un hotel ecológico, se reunieron luego los brujos para intercambiar puntos de vista bajo el patrocinio del gobierno. El brujo Pedro Gueixpal Cóbix advirtió durante la medianoche del viernes la intromisión del viento en su ceremonia, que logró apagar siete velas: «Ese viento no fue casualidad, algo muy malo se acerca», presagió. Violencia en el país, o un desastre natural, un terremoto quizás. También protagonizó los elogios al gobernador de Veracruz, su adepto, al que ha recomendado vestir de camisa roja porque «quien se viste de rojo, en su triunfo confía». La intromisión del gobierno en los festejos populares ha contribuido al descrédito. A lo largo de aquel viernes, los comerciantes suman su displicencia a la quietud de un día nublado. Algunos lugareños intentan atraer a los escasos turistas a las casas o consultorios con altares barrocos en miniatura, y se respira un aire de desencanto generalizado. La plaza congrega a algunos artesanos que expenden cuadros tridimensionales o imágenes planas de la Virgen de Guadalupe, o de San Judas Tadeo, talismanes, collares, escapularios con el Sagrado Corazón, alguna escultura pequeña de la Santa Muerte. Una dependencia del gobierno envió a tres o cuatro empleados que están allí para instruir sobre los usos racionales de la herbolaria. Ningún paseante se les acerca. En las calles empinadas de Catemaco se ven restaurantes y hoteles vacíos, perros blancos y amarillos que deambulan en busca de comida, y de pronto se filtra en la humedad el aroma del pan fresco. Cuentan que cerca de la plaza de Catemaco hay una casa en medio de dos comercios. Desde allí se contempla el campanario del templo y una palmera. Allí vive en retiro un brujo sabio. Casi nadie lo sabe, casi nadie lo conoce, casi nadie lo busca. Es el guardián.
Un antiguo policía que conoció el tema mientras realizaba tareas de espionaje para el Estado, me alerta: «Los brujos son cabrones. Cuando se acerca a ellos, ejercen su magnetismo. Basta que cruce una palabra con alguno para que establezcan un vínculo. Lo estudian, lo escuchan hablar, descifran el lenguaje, cómo va vestido, qué desea, de dónde proviene, qué le pueden sacar. Lo de menos, dinero. Usan la coacción, el chantaje, las intimidaciones. Son los reyes del miedo. Recurren a su experiencia y antes de que se dé cuenta ya está metido en su juego. Y no lo sueltan. La brujería es un intercambio en el que usted lleva las de perder.» En Catemaco se llegan a ver danzantes indígenas con sus penachos de plumas rojas y azules, su piel quemada por el sol, los miembros escuálidos y el ánimo empobrecido que defiende su tradición, queman incienso, le rinden idolatría a los cuatro confines del cosmos y la memoria de los olmecas, que se remontan a mil quinientos años antes de nuestra era y alcanzaron un esplendor y decadencia del que restan vestigios, como las cabezas colosales. Algunos expertos proponen que las esculturas de basalto representan jugadores de pelota o enemigos decapitados. Pesan toneladas y miden hasta cuatro metros de altura. Al ver esas cabezas en un museo me parecen un ejemplo abstracto de la pugna milenaria entre la naturaleza y la cultura. Entre los sicarios del Cártel de drogas del Golfo algunos acostumbran, además de cortar las cabezas de sus enemigos, beber en una copa la sangre de sus víctimas en honor a la Santa Muerte. Un ciclo se cumple.
Expertos internacionales estiman que México ocupa el sexto lugar en el mundo en cuanto al poder del crimen organizado dentro de su sociedad. La mitad de su territorio está en control de los traficantes de droga. Por ejemplo, desde la década anterior se fincaron los nexos entre las policías y los narcotraficantes en la provincia de Tabasco. De acuerdo con un informe de inteligencia que subraya la ineficacia y corrupción del gobierno, éstos requerían de tal apoyo para recuperar los envíos de droga de Sudamérica y transportarlos hacia el norte del país. Es la ruta del Golfo de México y atraviesa por Tabasco, Veracruz y Tamaulipas. La red de corruptelas definió a su vez los «círculos y niveles de negociación con los grupos delictivos por parte de la policía del estado y la de los municipios, al igual que otras autoridades». Así, se desataron el encubrimiento y la complicidad durante los últ...

Índice

  1. Cubierta
  2. BAHÍA LEJANA
  3. CALDO DE CABEZAS
  4. LÓGICA DEL MIEDO
  5. EL REGRESO DEL DIOS PAN
  6. CASA QUEMADA
  7. BIBLIOGRAFÍA
  8. Créditos