Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 248 páginas
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Narrativas hispánicas

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Redonda y excitante, cinematográfica y sorpresiva: la novela que confirmó el talento de Francisco Casavella.

Para Ignacio Losada, los sucesivos y descacharrantes reencuentros con Carlos, su hermano mayor, un jugador yeyé en las últimas, supondrán bastante más que el ejercicio de la piedad con alguien acosado, simultáneamente, por la sed metafísica y un ejército de matones; una transferencia de gestos y culpas le enfrentará a la fragilidad de sus entusiasmos y al presagio constante de la tragedia, para depositarle bruscamente en los demasiado ciertos páramos de la edad adulta. Entre trepidantes aventuras en el bajo mundo barcelonés, reservados dudosos y tugurios, ardides, fugas y envites, bajo la invocación de Chester Winchester, el enano español que se suicidó en Las Vegas tras el logro de un imposible en la mítica del jugador, los dos hermanos rendirán tributo al azar y al cálculo, que han hecho de ellos lo que son y lo que serán en una ciudad en la que, en palabras de Alfonso Costafreda, «todo temor mío encuentra aquí su nombre».

Una espléndida e inquietante novela con la que Francisco Casavella confirmaba plenamente las esperanzas suscitadas por El triunfo, su celebrada ópera prima; una pieza tan excitante como equilibrada, llena de giros sorprendentes y mecanismos cinematográficos, erigida sobre un subtexto de mentiras, imposturas, ficciones, falacias. Con encendida viveza y estimulante variedad de registros, he aquí una de las obras más redondas de un autor que dejaba con ella de ser promesa para convertirse en realidad palpable, que el paso de los años no ha hecho más que ratificar.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433937889
Categoría
Sociología

9

El cuchillo se deslizaba lentamente, hendiendo la materia dócil a su paso; no era el corte de un profesional, el gesto decidido, sino la mansa evocación de una manera que a su vez se recreaba en la memoria práctica de otros muchos cortes. De cualquier modo, a Ignacio le producía el mismo dolor.
–Me parece que han salido demasiados trozos –dijo su madre, mientras repasaba el filo del cuchillo con un dedo y se llevaba a la boca los restos acumulados de nata y chocolate.
–A mí no me des mucho, Clara. He comido como un brigada.
–¡Como los curas de antes! –La madre de Ignacio dio un pequeño salto. Disfrutaba cualquier festividad con el júbilo de aquellos que no apoyan su felicidad en la vida, sino en el calendario. Lo celebraba todo: cumpleaños, onomásticas, Días de la Madre, del Padre, de los Matrimonios Eternos, Días de las Familias Bien Avenidas, Días de los Regresos, de las Partidas, Días de los Pasteles de Chocolate y Nata de Forma Cilíndrica y un Precioso Dibujo que Representa un Mapamundi: una línea intermitente viajaba de Barcelona a Los Ángeles; en medio del océano, una anacrónica avioneta de los heroicos años veinte; en algún lugar cercano al Círculo Polar Ártico, un teléfono diminuto reclamaba periódicas llamadas desde el otro lado del mundo.
Montañas de celebraciones cuando su hijo mayor se había ido de casa una Nochebuena. Una extraña forma de homenaje, una invocación desencantada, y nuevamente el bálsamo del olvido ante la incomparecencia. Ignacio, desde que había sido apaleado, durante aquellos últimos días de penitencia, resaca de cien resacas y confusión, encontraba lícita cualquier rareza en las costumbres.
–Si tú ves tu hermano, tú le dices ya está muerto. Solo anda. Y tú vete a casa, pijo, chaval. –Así había acabado su tarde con Bruno. Y luego la vergüenza en la calle y ese temblor del que sale del agua y tiene que esperar desnudo.
Apenas salía y, cuando no le quedaba más remedio, antes de asomarse al mundo oteaba prudentemente a través de las ventanas de la casa. A veces, la cara de Bruno estaba allí, un vuelco del corazón, y desaparecía a la segunda mirada para convertirse en una determinada disposición vegetal o en una piedra. En sus breves trayectos callejeros, no dejaba de volver la cabeza; chocaba con las farolas y, vibrando aún el escozor del choque, agradecía que sólo fuesen farolas y agradecía la risotada de los niños.
–¿Sabes una cosa? No estoy echando nada de menos a Rosaura. –Su madre, recién sentada, se volvía a levantar, rodeaba la mesa llenando de espuma las copas talladas, se sentaba, bebía su copa de un trago, la volvía a llenar; su cabeza iba a estar invadida muy pronto de burbujas sentimentales y llegarían las lágrimas.
–Está muy bueno –dijo Ignacio por decir algo.
–¿Ya tienes todo preparado? ¿Pasaporte? ¿Visado? –decía su padre.
–En el avión tengo que llenar un formulario. Eso es todo.
–Es verdad, es verdad...
–Te he puesto más ropa y las mudas en la bolsa pequeña, no vaya a ser que surjan problemas al llegar y tengas que irte a un hotel –decía su madre.
–En Madrid nos encontramos con Gustavo. Gustavo Azcárate, aquel que empezó a construir por Tarragona y luego lo dejó. Está que parece que tenga ochenta años. Me contó que sus hijos estudiaron en Los Ángeles y vas a muy buena zona. Pero está viejo, ¿eh, Clara?
–¿Te he dicho –preguntó la madre a Ignacio sin hacer ningún caso de los pasmos de su marido ante la senilidad ajena, un asunto recurrente– que esta mañana han llamado y han colgado? Para mí que era Vicky, que no se ha atrevido a decir nada.
–Pues debe estar contenta porque ayer me encontré a Agramunt por la calle y me dijo que este verano te corrías unas juergas hasta las tantas... ¿No te habrás traído mujeres?
–¡Qué cosas tienes...! –Su madre volvía a llenarse la copa, observaba la ascensión impetuosa del líquido y negaba con la cabeza musitando un rehúso, mientras la espuma desaparecía entre su fragor. «Éste no, éste no...», parecía decir, y cargaba sobre Ignacio el agrio deber de personificar un dócil contrapunto a sus pesadillas.
–Pues, según me dijo, cháchara y música hasta que se hacía de día. En fin... Agramunt está que ya no levanta cabeza. Cualquier día sale a pasear con el pijama plateado ridículo que lleva.
La causa de su tristeza era Vicky; el motivo de su preocupación, la marcha inminente; las largas sesiones hasta la madrugada frente al televisor mera inquietud ante el futuro, el incierto largo plazo. Que hubiera iniciado otro proyecto tan sólo una semana antes de la partida sólo se debía al nerviosismo.
–¿Qué narices significa Ibumbuní? ¿Bugs Bunny? ¿El Conejo de la Suerte? Oye, ¿has cogido tú el periódico?
No había excusa para el desaseo, para el pelo largo, para el insistente bigote y la nada prestigiosa perilla; no había ningún motivo que pudiera escaparse del templado escondrijo de sus más blancas previsiones para aventurar otro desgraciado caso quebrando la dicha. Todo estaba escrito y reinaba el suave reproche.
–¡Pareces el hijo de Búfalo Bill!
Se hubiera afeitado el bigote, pero habría mostrado el labio hinchado; se hubiera cortado el pelo, pero no habría conseguido sino evidenciar un hematoma preocupante; se habría vestido de sacerdote tibetano si hubiera podido entender algo o, al menos, advertir a su hermano –en el número habitual, una voz gangosa le había repetido varias veces durante la última semana que allí no vivía ningún Carlos–. La única esperanza era esa llamada misteriosa, que le había hecho correr durante todo el día hacia el rinrineante teléfono para no hacer más que recoger mensajes de la pastelería, el supermercado, la pescadería.
–¿Has cambiado los cheques de viaje?
–Los he cambiado.
–¿La Visa está correcta?
–Correcta.
–En la cuenta tienes lo tuyo. Si pasara algo, ya sabes que una de las nuestras está a tu nombre. No hay ningún problema, el director ya está avisado.
Cuando su madre vació la última gota de la última botella, empezó a llorar. Sin que viniera a cuento, por dirigir su atención a cualquier sitio que no fuera esa extraña mezcla de risa y llanto en su madre, aquellas efusiones sentimentales que no eran más que un epílogo muelle al fin de novela rosa que hubiera querido que fuese cada uno de aquellos banquetes, Ignacio paseó la vista por el salón, una nueva mirada con sus padres allí y todos juntos alrededor de la mesa, y reparó en que cada vez se parecía más al pequeño comedor de la casa antigua, en el achatamiento de las dimensiones, en lo sombrío; ya no había cuadros alegóricos sobre la inconsciencia estética de un papel pintado chillón (¿herraduras?, ¿cabezas de caballo?); sólo los Zóbel, los Cuixart, el terrible Maestro Palmero y un solidificado vómito verde de Lladró con sus certificados de compra en la caja fuerte; fariseísmo compartido, en vitrinas idénticas, con los Baladas, los FernándezEstrada, los Canals, apellidos para avalar la fealdad y la ostentación; y ahí fuera, los descuidados matorrales y la fila de cipreses de la casa abandonada creando sombras cada vez más largas en el jardín, oscuridad en el ventanal, degradando el tiempo y la luz, acercando la noche.
–Hay que llamar al jardinero, Clara –dijo su padre.
Un letrero, un bonito lugar y una bonita historia. Eran tiempos de negocios después de «lo de la lotería»; la tercera o cuarta vez que ibais a la urbanización tarraconense que os iba a dotar de segunda residencia, solaz, florecientes inversiones, cierto prestigio social. Tus padres llevaban una hora hablando con el constructor y tu hermano propuso, decidió, ir a dar una vuelta en busca de un club de tenis que no debía de estar muy lejos.
«Término Municipal de Vendrell.» Un oxidado letrero apenas legible al fondo de una hondonada, pinos, maleza y una carretera minada de baches, cortada por un enorme charco. Luego una encrucijada y caminos, cuestas bajo un sol abrasador. Él decidía un camino y tú le seguías. Pasaba una moto por vuestro lado, rugiente, arrogante, pasaba un jeep. Te dolían los pies y te dolían las uñas de los pies que tus nuevas zapatillas de deporte clavaban en la carne (todo era nuevo y todo escondía precarias y siniestras cruces en el reverso de bonitas medallas en aquella época) y pensaste por primera vez, mientras caminabas penosamente tras él, por qué teníamos un resto de conchas en los extremos de los dedos que no hacían más que hundirse en la carne y hacer daño. Pinos, maleza, giraba una hormigonera y un albañil repasaba un muro con la llana. Bajabais un camino y ahí permanecía el charco y «Término Municipal de Vendrell».
Regresabais una y otra vez al mismo lugar durante esa fracción elástica de tiempo que parece eterna cuando uno es un niño y no está donde le apetece. Tú ya no querías ver pistas de tenis, ni querías más olor a pino, ni pasar pateando latas de conserva por antiguos merenderos con bancos de piedra derruidos, señores gordos sentados en el porche de sus casas, ruedas de moler apoyadas en abrevaderos abandonados. Siempre lo mismo, como la misma moto arrogante y rugiente, el mismo charco en la carretera resquebrajada y el mismo letrero. Te dolían los pies. Querías volver a casa.
–Tenemos que pensar, Nacho. No hemos caminado tanto.
–Quiero volver a casa.
–No seas nena.
Seguisteis caminando hasta topar de nuevo con el indicador. Ahora, según tu último recuerdo, la carretera está asfaltada, el desorden del bosque no existe, ni existen las casas solariegas; chalés, apartamentos, bloques de edificios que tu padre ayudó a construir, la inversión oportuna en el momento oportuno, y un orden de césped bien cuidado para abigarrados fines de semana. Mangueras de aspersión que van del sol a la sombra y salpican más allá de los setos a lentos paseantes solitarios en la complaciente hora de la siesta. Aún queda el sonido de los pájaros y el calor abrasador de los mediodías, y en el tiempo que pasaste allí, pocos años después, el olvido de perderse con un hermano que no volvió jamás y caminaba delante de ti, más perdido que tú, pero alimentando una historia absurda para su propia salvación, dilo de una vez, para su propio provecho.
–¿Tú has visto Explorador en el otro país?
No la habías visto; era muy posible que esa película ni siquiera existiese.
–Alguien, muy cerca de su casa, cada día ve un camino, cada día pasa por delante –él seguía subiendo por la cuesta delante de ti y apenas le oías–, pero nunca lo toma. No sabe adónde va, pero no puede ir muy lejos. Entonces, otro día y luego otro y otro empieza a suponer que es un atajo del sitio adonde se dirige siempre. Winston, el prota se llama Winston, me acuerdo...
En ese momento, tú pisabas con rabia el paquete vacío, descolorido, estrujado, de Winston que le había dado la idea tres segundos antes.
–Bueno, pues un día el tío coge el camino, tío. Un camino negro, recién asfaltado, con árboles a los lados. Parece que lo hayan hecho y así se haya quedado. Nadie ha pasado por aquí, dice el tío. Y va a parar a otro sitio, muy lejos, un sitio en el que hablan otro idioma y, no sé, tienen otras costumbres. Escucha conversaciones y además se cargan a los que ellos llaman los «raros», los «calmados»...
El chalé llamado La Calma, unas letras ocre sobre azulejos de fondo blanco, estaba empezando a quedarse atrás. Sus habitantes, unos alemanes, comían alegremente un pollo asado con las manos. Más allá, en un parque con columpios entre bloques, grupos de adolescentes a la sombra de palmeras, sentados sobre el respaldo de los bancos, en las motos detenidas, con el tronco inclinado y los codos apoyados en el manillar, os miraban. Ellos ya estaban instalados allí, y en su examen a los recién llegados proyectaban una remota sensación de peligro.
–Pues a «calmado» que pillan, «calmado» que se cargan. El tío se da cuenta porque empieza a ver cadáveres de gente que conoce y flipa por un tubo: el lechero que venía todas las mañanas a casa, el kiosquero de la esquina que tenía el kiosco cerrado, un chaval del cole que hacía tiempo que no venía a clase. Los tíos están en los bordes de los caminos más muertos que cualquier cosa. «Nada, que me vuelvo», dice el tío. Pero no se ha fijado cómo era el final del camino misterioso y ahora no sabe encontrarlo.
Estaba diez metros delante de ti. En un nuevo cruce. Gritaba.
–¡En ésas que el tío está perdido y se acerca un coche y el coche va cada vez más despacio y el tío sabe que si hablan sabrán que es un «calmado» y se lo cargarán!
Un coche aminoraba su marcha cerca de allí, fuera de tu campo de visión. Se detenía. Hacía sonar una bocina.
–¡El coche hizo sonar un claxon y le hicieron señas para que se acercara! ¡Qué emoción, tío!
Llegabas a la esquina. Te dolían los pies. Querías volver a casa.
–¿Dónde os habéis metido? –Tu madre sonreía desde el bonito coche nuevo–. Venga, vamos a ver unos apartamentos.
–Hemos ido a dar una vuelta –contestó tu hermano.
Llegaste al bonito coche y te metiste en su bonito interior para ver los bonitos apartamentos en la bonita urbanización a la que tú volverías y él no.
A las nueve de la mañana sonó el teléfono. Ignacio saltó de la cama y corrió hacia el aparato.
–¿Ignacio? ¿Amigo? –Era Carlos con la voz deformada hasta lo lelo.
–Sí, hola, Julio, dime. –Ignacio contuvo la respiración hasta que oyó colgar el supletorio de sus padres.
–¿Puedo verte?
–¿Estás bien?
–Mejor que nunca.
–Tengo que hablar contigo. Pero es mejor que no quedemos donde siempre. –La desordenada figura de su madre en bata surgió por el pasillo. Ignacio levantó la mano excluyéndola de un imaginario campo auditivo como era costumbre cuando hablaba con Vicky o con alguno de sus amigos–. Es muy importante, en serio.
–Tú sí que eres serio. Tengo que hacer un recado en el Tibidabo. Si quieres, me acompañas. Me parece que abren a las diez.
Ignacio explicó vagamente una fiesta organizada por sus amistades y dejó...

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  11. 10
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