Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 160 páginas
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Narrativas hispánicas

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Ciudades, vida, escritura. Un libro seductor, a medio camino entre la crónica, la autobiografía y la narrativa.

«De la Ciudad de México a Madrid, de Cuernavaca a Montreal y de allí a La Habana, este libro dibuja un recorrido por las ciudades que me han marcado. "¡Horrible vida! ¡Horrible ciudad!", escribe Baudelaire en un poema que releo mucho, de El spleen de París. (...) Horrible oficio, añado aquí: solitario e incierto, sembrado de obstáculos reales e ilusorios, desesperante y mal pagado. Pero también oficio dulce, que me sosiega y me hace olvidarme de casi todo lo que en general me angustia. Pensar sobre la ciudad desde la que escribo, o sobre el cuerpo que teclea estas palabras, es siempre, invariablemente, pensar también el acto mismo de escribir, sus consecuencias. Por eso se cuelan, en estas páginas, algunas reflexiones sobre el oficio, horrible y luminoso, de poner una palabra delante de otra.»

A medio camino entre la crónica, la autobiografía y la narración, este es

un libro sobre ciudades, sobre experiencias vividas y sobre la escritura y la literatura. El hilo conductor que cose estos textos es el viaje por ciudades que han sido relevantes en la vida del autor. Así, asistimos a su regreso a Ciudad de México –«la Ciudad Monstruosa»– tras un año de ausencia; recorremos la Cuernavaca de hoy y la ya inexistente que dibujó Malcolm Lowry en Bajo el volcán; visitamos La Habana, donde los padres del autor lo engendraron en un hotelucho durante una breve estancia entre fervores revolucionarios; descubrimos un Montreal de pasado turbio y presente en el que a treinta grados bajo cero hay todo un submundo; lo acompañamos en una estancia en una residencia para escritores en New Hampshire donde el uso de ciertas drogas acaba convirtiendo a una autora norteamericana en un súcubo en medio del bosque; lo seguimos hasta un Madrid en el que –con el teniente coronel Tejero como vecino– organizó una fiesta con piñata de vísceras y otros excesos bajo los auspicios de Georges Bataille; o curioseamos por entre los libros de su biblioteca que le han acompañado en sus mudanzas...

Un libro inteligente, evocador y por momentos disparatado y endemoniadamente divertido. Un autor al que seguirle la pista.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433942715
Categoría
Literatura

UN INVIERNO BAJO TIERRA

Será como dejar un vicio...
CESARE PAVESE
Escribo, en general, por las mañanas. De las siete o las ocho en adelante, y hasta las doce o la una de la tarde, siento que las palabras me vienen con cierta naturalidad, sin tanto esfuerzo, y soy capaz de llenar páginas con relativa soltura. No digo que sean buenas, pero me salen fácil; escribir me gusta, y me gusta que me guste, así que nunca, hasta ahora, había sentido la necesidad de modificar esa rutina. Escribir en las noches, o aun en las tardes, me resulta penoso; los adjetivos se me resisten, los verbos se conjugan como quieren. El lenguaje, por las tardes, se me vuelve espeso.
Pero he decidido hacer una excepción con este texto, que pienso escribir, enteramente, pasado el meridiano. Cuando promedia la tarde, cuando la noche asedia, cuando no me siento capaz ni talentoso. Mi intención es que surja, del cansancio y la torpeza, una verdad distinta, un tipo de transparencia que no suelo buscar ni preferir cuando escribo en la mañana; contar, sin las distracciones de la retórica, la historia de cómo terminé metido, más como testigo que como parte, en la epidemia de opiáceos que asola a Norteamérica.
A principios de 2014, un mal día, empecé a sentir un dolor en el hombro derecho. Un dolor agudo, que me inmovilizaba la articulación. No podía levantar el brazo y tenía una sensación de calor intenso que me llegaba hasta el pecho. Fui con un reumatólogo de la colonia Roma y me dijo que tenía bursitis: una inflamación puntual de la bursa, de causa desconocida, probablemente relacionada con el estrés y la postura. No me pareció un diagnóstico descabellado. En esa época trabajaba en una oficina del gobierno y pasaba nueve horas al día sentado frente a la computadora, sometido además a una dieta de puros triglicéridos bajados con cerveza.
El doctor me recetó una inyección de cortisona que operó milagros y el dolor remitió durante un par de meses. Pero luego regresó, esta vez en la muñeca. Y luego en el hombro izquierdo, en el codo, en un tobillo. Un segundo reumatólogo confirmó el diagnóstico: me dijo que me tomara las cosas con calma. Lo intenté. No pude. Me volvieron a recetar cortisona inyectada.
A la siguiente crisis decidí que no valía la pena gastar dinero en una consulta y que lo mejor sería comprar la cortisona directamente. La señora de la farmacia frente a mi casa me conocía y me vendió la dosis inyectable sin presentar receta. Me inyecté yo mismo en la nalga.
Durante los siguientes años seguí sintiendo dolores intensos y paralizantes en todo el cuerpo. Probé toda suerte de remedios y fármacos que, a lo mucho, sirvieron para paliar los síntomas un par de semanas.
2015 fue un año especialmente difícil. El dolor saltaba de una articulación a otra como un mono capuchino, se arracimaba en mi codo como una colonia de larvas en el tallo de una planta, me adormecía la mandíbula durante semanas y cedía, nada más, ante el embate bruto del ketorolaco.
En agosto de ese año, Ana y yo nos fuimos a vivir a Montreal. A ella le ofrecían una beca muy buena para estudiar el doctorado y yo tenía ahorros como para dedicarme un tiempo a escribir y traducir libros. Los últimos años habían sido de mucha vida social y se me antojaba aislarme, como dicen los poetas, del mundanal ruido, convencido de que la nieve y el silencio y la escasa luz del norte resultarían benéficos para mi escritura. Pensé también que, si el estrés era la causa de mi dolor físico, la vida en Canadá tenía que ser mucho menos estresante que en la Ciudad de México.
Llevaba dos años intentando escribir sin conseguirlo, trabajando en oficinas editoriales, viajando a veces a residencias en el extranjero y consumiendo alprazolam y algunas drogas ilegales con cierta frecuencia, por no hablar de las inyecciones de cortisona y el largo listado de antiinflamatorios no esteroideos que me autorrecetaba para los dolores: ibuprofeno, naproxeno, indometacina... Con ese cóctel químico me controlaba, según me parecía, el estrés y todos sus efectos.
Durante esos dos años, antes de irme a Montreal, pasaron muchas cosas: protagonicé una película independiente que no se estrenó nunca, aprendí el antiguo arte de la cetrería, me divorcié, me deprimí, me mudé un par de veces, empecé a salir con Ana y me casé con ella. Durante esos dos años, además, cumplí la treintena. Quería prolongar mi juventud manteniendo los malos hábitos que le habían dado fuelle y que en el fondo no eran interesantes. Escapar al invierno canadiense se me presentaba como la oportunidad para dejar atrás, de una vez por todas, esa etapa de vana impostación.
La vida social me había acostumbrado a una dosis de atención alta. Me gustaba hablar fuerte y claro, como si tuviera razón siempre. La cocaína mala de la Ciudad de México me ponía altanero y me dormía la cara; me provocaba rachas de impotencia sexual pero me convencía de que era una especie de semental fluorescente. Después de esa racha de excesos, un día me vi en un departamento de techos muy altos del Plateau-MontRoyal, con vistas al cerro, sin otra compañía que un par de libros sacados de la biblioteca, una botella de whisky y mi computadora. El silencio me parecía insoportable. El dolor me volvía como en oleadas, paralizándome.
Empezaba el otoño. La luz anaranjada bañaba las paredes, también anaranjadas, del departamento. Ana entró a la universidad y de pronto tenía que pasar todas las mañanas en clase, y todas las tardes leyendo en la biblioteca, redactando papers en inglés, sin tregua. Yo no tenía amigos en la ciudad.
Decidí que una rutina de saludables paseos urbanos me ayudaría a echar a andar las ideas. Caminaba por la Avenue du Parc en dirección al norte, hacia el Mile-End y el Mile-Ex y la Petite-Italie; me perdía por las ruelles del barrio judío o bajaba andando hasta las faldas del Mont Royal, donde los dealers de marihuana se daban cita bajo la estatua de Sir George-Étienne Cartier.
La perspectiva de tener que escribir mi segunda novela me tenía agarrotado. ¿Tenía que parecerse a la primera? ¿Tenía que ser completamente distinta? Tomaba notas y escribía algunos párrafos deshilvanados y excesivos que a las pocas horas me parecían ilegibles (lo eran). Me servía un vaso de whisky, salía a dar la vuelta a la manzana para fumarme un porro, cocinaba o limpiaba el departamento con un celo excesivo.
El vecino de enfrente me ofreció un día un porro que acepté con gusto. Una amistad sellada con drogas prometía ser la mejor escapatoria a mi encierro. Su marihuana era mucho más fuerte que la que vendían en el parque. El vecino me dio el teléfono de su dealer y empecé a llamarlo cada dos semanas. (Esto era antes de la legalización del cannabis.) El dealer subía hasta el departamento, sacaba de su mochila siete u ocho bolsas ziplock llenas de hierba y me decía los nombres de cada variedad: AK-47, White-Kush, Purple Death. Yo elegía la que sonara más nociva y pasaba el resto del día fumando.
Leí Los hermanos Karamázov en un estado de exaltación máxima, declamando capítulos enteros en la sala vacía y copiando párrafos en una libreta. (No recuerdo nada del libro, y mis apuntes al respecto son muy confusos.) Me aficioné a las cervezas artesanales del Quebec y Vermont, que me parecían tan nutritivas que no me parecía grave beberlas desde temprano. Todavía me quedaba, además, una caja entera de alprazolam que había comprado en México, y que era el remedio perfecto para la ansiedad de la cruda.
El problema, creo, fue que empecé a mezclar el alprazolam con la marihuana. Me di cuenta de que, con esa mezcla, las crisis de dolor articular desaparecían casi por completo. O quizás el problema fue que empecé a escribir sobre telepatía. O que por primera vez en mi vida me encontré a solas con mi conciencia y me cagué de miedo. O, más probablemente, el problema fue que estaba aburrido y no tenía comunidad, no pertenecía a nada. Sea lo que fuere, empecé a sufrir episodios de ansiedad cada vez más serios. El otoño, con sus luces alucinadas, dio paso al invierno y las primeras nieves. La temperatura descendió de golpe y los paseos urbanos me parecieron menos apetecibles.
El departamento de techos altos estaba mal aislado y todos sus desperfectos salieron a relucir con la llegada del invierno. Por más que subiéramos la calefacción, nunca se calentaba del todo; las escaleras exteriores eran peligrosísimas cuando había helada; las tuberías se quejaban por las mañanas y todo empezó a descomponerse, al mismo tiempo, durante las primeras semanas del año 2016.
Pasé casi todo enero en New Hampshire, en una residencia para escritores en donde me reencontré con una buena amiga, escritora estadounidense, que, para mi sorpresa, había llegado en coche, manejando desde Colorado, y tenía un cargamento importante de marihuana legal de alta potencia y varias pastillas de Adderall que compartió generosamente desde el primer día.
Fueron cuatro semanas difíciles. Escribí más de ochenta páginas de las cuales, a lo mucho, cuatro me parecen rescatables. Me aficioné a machacar las pastillas de Adderall y a inhalarlas para trabajar desde las 5 o las 6 de la mañana, a oscuras, observado por una familia de venados que a veces pasaba frente a mi ventana. Algunos días caminaba hasta el pueblo más cercano para comprar una botella de whisky, o de vino, que me bebía a lo largo de la tarde, sentado ante la computadora.
En esos días tuve un dolor insoportable en una rodilla, y luego en la cadera y en la mandíbula. Pero hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a no hablar con nadie de mis dolores. El dolor es lo más incomunicable, lo más personal, y aunque a mí me parecía intensísimo y me colocaba en un estado de trance, cuando hablaba sobre el tema tenía la impresión de estar exagerando; me convencía de que lo mejor era sobrellevarlo en silencio.
Una noche, agotado por el régimen de drogas y dolores, me desmayé al pasar del gélido clima del bosque a la calefacción del comedor de la residencia. Los responsables del programa se ofrecieron a llevarme al hospital, pero les dije que no era necesario (no tenía seguro médico) y me encerré en mi cabaña.
Sobrevino entonces un episodio que, a posteriori, interpreto como un caso de cabin fever, espoleado por las sales de anfetamina: me convencí de que había una presencia demoníaca en aquellos bosques, de que mi amiga escritora era una especie de súcubo, de que los amigables gringos que me habían becado para escribir una novela en realidad conspiraban para acabar conmigo.
Regresé a Montreal bastante debilitado, tanto física como emocionalmente: había desperdiciado mis cuatro semanas de retiro creativo sin escribir nada bueno, alucinando azores malévolos entre las ramas de los centenarios arces.
Ana seguía ocupadísima con el doctorado, incluso más que en otoño, y el departamento de techos altos seguía destartalándose con cada nevada.
Por suerte, de la manera más improbable, en pleno invierno, Ana supo de otro departamento –mejor aislado– que una conocida desocupaba en Outremont, en el corazón del barrio jasídico, y decidimos mudarnos.
El día de la mudanza la ciudad amaneció recubierta con una capa de hielo. No de nieve: de hielo. La temperatura había subido un poco, derritiendo la nieve, y luego había descendido de nuevo, congelando todo. Yo soy un pésimo conductor –no digamos ya sobre hielo–, así que Ana fue la responsable de la camioneta que rentamos para mover las cosas; a mí me tocó la tarea de cargar las cajas y los pocos muebles. Pero en cuanto puse el primer pie en la banqueta, antes aun de que la mudanza propiamente dicha hubiese comenzado, me resbalé espectacularmente y caí sobre mis lumbares. Adolorido, me resigné a seguir y empecé a cargar la camioneta.
Terminamos de mudarnos hacia las 8 p.m., fuimos a devolver la camioneta rentada y a las 10 de la noche, por fin, nos vimos en nuestra nueva casa. El cuerpo entero me dolía del esfuerzo y del golpe, y tanto Ana como yo nos sentíamos desfallecer de cansancio y de hambre. Lo sensato hubiera sido bajar a cenar a cualquier sitio de comida rápida, pero quisimos estrenar la cocina haciendo un arroz y, entre el agotamiento y la impaciencia, Ana se derramó sobre la mano una taza de agua hirviendo. La escuché gritar y su llanto no se detuvo hasta que salimos a la calle, en busca de un taxi para irnos a Urgencias, y el aire gélido de la noche le alivió un momento el ardor.
En el hospital nos recibieron con relativa presteza, después de unos veinte minutos de espera, y le aplicaron a Ana una especie de cataplasma. Pero el ardor seguía, y Ana temía no poder dormir nada, así que el médico de turno le extendió una receta «para que el dolor te deje dormir». Esas palabras se quedaron resonando en mi cabeza.
En la farmacia nos miraron con desconfianza y verificaron el documento de identidad de Ana con un celo que me pareció exagerado, pero al final nos dieron un bote de cincuenta pastillas de Statex, 25 mg. Me emocionó saber que la medicación nos saldría gratis: ventajas de un país del primer mundo con un envidiable sistema de salud pública.
De regreso en el departamento, una búsqueda de Google me informó qué clase de pastillas eran: sulfato de morfina de liberación inmediata.
Ana durmió bien esa noche y a la mañana siguiente el ardor de la quemada había remitido casi por completo, así que se fue a la universidad a seguir trabajando. Yo me quedé, como de costumbre, a trabajar en el sillón, viendo la nieve por la ventana. Tomé algunas notas en mi cuaderno, intenté leer un rato. Me dolía todo el cuerpo: por el esfuerzo de cargar muebles, por la caída en el hielo y porque mis articulaciones –los hombros, los codos– estaban inflamadas de nuevo. En Montreal no sería fácil conseguir cortisona sin receta.
Se me ocurrió que tomar una pastilla de Statex ayudaría. Me tragué una con mi segundo café del día y pasé casi toda la mañana durmiendo, mientras afuera caía una tormenta de nieve.
Durante los días siguientes intenté regresar a mi abúlica rutina. Me esforcé por salir del departamento al menos una vez cada veinticuatro horas, para conocer el nuevo barrio. Todas las personas que veía en la calle eran judíos ultraortodoxos, ataviados con largos abrigos negros y Shtreimels o pelucas o kipás, según el caso. Desde la tarde del viernes hasta el domingo por la mañana se cerraban todas las tiendas del vecindario y se escuchaban los cantos en las sinagogas.
Era mi primer invierno de verdad, a temperaturas de -30 grados centígrados, con tormentas de nieve que emborronaban la ciudad casi por completo. La novela que pretendía escribir se había descarrilado, oficialmente: llevaba cientos de páginas de sinsentido, de una prosa abigarrada e imprecisa, engolada y mediocre. Aunque estaba en negación, algo dentro de mí, muy al fondo, sabía que tendría que empezar de nuevo.
Una mañana me encontré con que se me había terminado el alcohol y la marihuana; hacía un frío del carajo y yo no tenía la más mínima intención de salir de casa, pero la ansiedad empezó a treparme por las piernas, por la espalda, en dirección a la nuca. Para colmo, los dolores y la inflamación de las articulaciones habían regresado con todo en las últimas semanas: tuve una rodilla inutilizada durante cuatro o cinco días, y después un hombro jodido durante tanto tiempo que dejé de contarlo.
El alprazolam me había estado jugando chueco: el estado de placidez que inducía me duraba cada vez menos y la inquietud subsecuente cada vez más. Recordé el bote de 48 pastillas de Statex que había guardado en el botiquín, y una lucecita se encendió en mi cabeza. Dolor y sulfato de morfina: a match made in heaven. Nada podía salir mal.
La descripción clínica más exacta del tipo de dolor que sufría (y que sigo sufriendo) es, pese a ser también la más antigua, la de Aulo Cornelio Celso, que en el siglo I de nuestra era definió la inflamación articular aguda con un sonoro octosílabo latino: rubor calor dolor tumor. Quizás me hubiera convenido saber que ya el propio Celso desaconsejaba el uso médico del jugo de amapola, señalando que induce sueños muy dulces, pero que «cuanto más dulces los sueños, más amargo el despertar». Por otra parte, podría haber confiado en Ibn Sina (Avicena), médico y filósofo persa del siglo XI, quien decía que la poción perfecta debe aliviar el dolor físico, el dolor espiritual e inducir el sueño: la morfina cumple sobradamente con esos tres principios.
Pero todo eso lo he sabido después. En ese momento, lejos de consultar tratados medicinales de la antigüedad, pasé unos minutos leyendo, en un foro de internet dedicado a las drogas recreativas, sobre la manera más conveniente de consumir el sulfato de morfina. Calculé mi dosis con respecto a mi peso, raspé la capa s...

Índice

  1. Portada
  2. Nota preliminar
  3. Aviones sobrevolando un monstruo
  4. Malcolm Lowry en el supermercado
  5. Regresar a la habana
  6. Un invierno bajo tierra
  7. Apuntes para la fetichización del silencio
  8. La orgía nefasta
  9. Peregrinaje y arquitectura
  10. Los animales prostéticos
  11. Historia secreta de mi biblioteca
  12. Agradecimientos
  13. Créditos
  14. Notas