Libro segundo
El diablo de la guarda
PATER NOSTER
Padre nuestro que estás en los cielos,
quédate allí y nosotros nos quedaremos
en la tierra, que a veces es tan bonita...
Pater Noster, JACQUES PRÉVERT
Una mala infección pulmonar impedía al oxígeno irrigar mi cerebro. Flipé. Y como siempre, al despertar de semejantes ausencias, la cabeza se pone en marcha delirando: di un rodeo por el paraíso.
Volví en mí en una cama de hospital: el de Garches, creo.
–¡Ah! ¡Al final vuelve a la tierra! –exclama Abdel–. Lleva cinco días delirando; ¡eso ni siquiera mola! Se había ido a otra parte. ¡Entre usted y las dos vecinas, vaya alucine!
Ellas no tardan en manifestarse ahuecándose el moño. Una está postrada en cama, es la más cruel, la otra se hace la niña pequeña y viene continuamente a pedirme ayuda. No está muy en sus cabales y no comprende que yo no me desplazo. Entre las dos rondan los dos siglos de existencia. «¿Cree que así me va a engañar mucho tiempo?», rezongo.
Ella me dice que tiene problemas para caminar.
–¡Me cansa!
–¡Cada cual su problema!
Hoy he podido sentarme en mi silla y he visto a la otra mujer. Me cuesta distinguirla en esa cama, rodeada de barrotes que le impiden agarrar a su vecina con instinto homicida. No tiene rostro, tan sólo un cráneo con una parte aplastada y el pelo todavía abundante. Tendida de costado, sin quitar ojo a la puerta de entrada, se expresa en un lenguaje que nadie entiende. Mi vecina dice que es el del diablo. La voz es ronca y tensa, una voz inhumana, es cierto; está desnuda en la cama, transmite la locura a la habitación.
Intento explicar a mi vecina que no hay que demonizarla; detrás de cada agresión incomprensible debe de haber una persona que sufre. Pero es perder el tiempo. Todo el servicio se le echa encima. Es un ser animal: sus necesidades naturales, incluidas las más orgánicas, las realiza gritando con tanta furia que hace falta una hora para recomponer su habitación. Sí, está loca, en todo caso muy sola. Y la otra, que como mínimo tiene noventa años, repite: «Estoy harta, me cuesta andar, estoy demasiado cansada, ¿qué hago ahora, señor, venga aquí, venga dos minutos, dos minutos, venga, venga...»
Sigue sin comprender que estoy paralítico; llamo a Abdel, que la echa. A veces ella me desliza la mano por la cara, parece que está llorando y vuelve al cuarto: «¿Qué va a ser de mí?»
Entonces vuelve a ser una niña completamente sola y desvalida; ¿cómo se puede dejar así a estos viejos?
¡Abdel, sáqueme de aquí!
*
¡Esta vez no me pillarán! Hace casi veinte años que resisto. Tendré derecho al panteón de los tetras. No tengo ningún mérito:
–Tengo la buena suerte de no estar ingresado en una institución especializada. ¿Cómo quiere usted sobrevivir rodeado día y noche por la desesperación de los demás grandes inválidos, oírles sollozar, llorar, pasar como si nada por delante de una habitación que están esterilizando?
–Los dolores me mantienen furioso; no puedo amodorrarme en este malestar.
–Siempre está presente una mujer admirable. Béatrice, a la que abandono en la barca definitiva que remonta el río, compañeras, una es Clara, y Khadija en la costa del Oriente Próximo.
–Los niños: los mayores, Laetitia y Robert-Jean, Sabah –«la aurora»– y la más pequeña, Wijdane: «el alma profunda».
–Abdel, pasador entre la ribera del río y la costa del océano.
Y por la mañana me gusta el sabor del café del desayuno.
Para mis sesenta años, Khadija ha organizado un cumpleaños sorpresa en nuestra residencia de Esauira. Lo ha preparado todo para que llegue de Marrakech el centenar de invitados. Mis hijos, mi madre, la tía Éliane, mi suegra Lalla Fatima y su familia, Anne-Marie, la familia corsa, los amigos de Francia y de Marruecos, Yves y Max –los compadres del parapente–, Abdel, Éric y Olivier, los realizadores de la película Intocable.
Agotado por el viaje y la emoción, improviso unas palabras para agradecer a los presentes y a nuestros amigos pianistas, que nos deleitarán con una maravillosa velada musical.
«Tierna esposa:
Primero un pensamiento para los que nos han dejado: mi querida suegra, que había seguido con tanta valentía a su hija Béatrice; Granny; mi padre, el duque, fallecido después de haber conocido a su última nieta, Wijdane.
¡Sesenta años! Lo había olvidado. No se suman las carnes con las «verduras» –es una broma de Abdel–,1 cuarenta y dos años sano y dieciocho inválido, de los que cada año vale por siete, como en los perros. ¡Saquen las cuentas!
Doy las gracias a Abdel, que me ha ayudado desde que salí del hospital, hace veinte años. Muy presente en el momento de la muerte de Béatrice, me acompañó durante aquellos años difíciles con mis hijos, me salvó la vida varias veces y finalmente me trajo a Marruecos, donde pude descubrir a Khadija.
He recuperado el gusto de la felicidad.»
Abdel es el demonio de la guarda que, después de sus descarríos, se convirtió en este increíble cuidador. Este desesperado, hostil a todos, rebelde ante todo, ahora está casado y es padre de tres hijos. Ha fundado una empresa donde se complace perversamente en enjaular a las gallinas a las que ha perseguido durante demasiado tiempo.2
EL MAL CHICO
Se atribuye un metro setenta, una fuerza de la naturaleza; Cassius Clay... en más pequeño. «¡Mohamed Alí!», corrige Abdel. Las manos como martillos, te machaca un cráneo. Por no hablar de las numerosas fracturas de mandíbula y demás. El adversario se desploma sin que haya visto venir el golpe. Abdel es sólo un poco más pálido. No dura mucho, enseguida rebrota su sonrisa.
Un rostro muy cuadrado, un maxilar considerable: desgarra la carne de una dentellada, engulle tres kilos de cordero; una verdadera trituradora. Una barbilla voluntariosa, ojillos vivos y risueños que no paran de moverse. La cabeza al cero, afeitado al ras, arreglado, bien vestido con ropa de marca.
Abdel habla poco de su pasado de golfo. Al paso de los años descubro una parte de su adolescencia turbulenta.
Observé que era capaz de recorrer cien metros a una velocidad fulgurante.
–Debería haber seguido haciendo deporte.
–¡Ya no lo necesito!
–¿Y eso por qué?
–¡Un sprint de cien metros es muy útil cuando tienes a los polis pegados al culo!
–...
–¡Pues sí! ¡Siempre hay una boca de metro a cien metros, después estás tranquilo!
–¡Eso no impidió que le trincaran!
Unos años después ...