Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433942333
Categoría
Literatura

I

1

Al taxista pareció darle un poco de apuro ver que no había nadie para recibirme, ni siquiera un conserje tras el mostrador de recepción. Cruzó el desierto vestíbulo..., tal vez con la esperanza de descubrir a algún empleado oculto detrás de los maceteros con plantas o de los butacones. Hasta que, finalmente, dejó en el suelo mis maletas junto a la puerta del ascensor y se despidió de mí murmurando unas palabras de excusa.
El vestíbulo era amplio sin exageración: lo suficiente para albergar varias mesitas de café sin dar sensación de agobio. Pero el techo era bajo y el cielo raso estaba claramente pandeado, lo que inspiraba una leve claustrofobia, a la que contribuía también el hecho de que, a pesar del espléndido sol que hacía fuera, en el interior reinaba la penumbra. Sólo junto a la recepción había una franja brillante de luz solar en la pared, que iluminaba una zona con revestimiento de madera oscura y un expositor con revistas en alemán, francés e inglés. Vi también una campanilla de plata en el mostrador y estaba a punto de hacerla sonar cuando se abrió una puerta a mis espaldas y apareció un joven uniformado.
–Buenas tardes, señor –dijo en tono cansino, y, tras introducirse detrás del mostrador, inició los trámites de registro. Musitó una disculpa por su ausencia pero, aun así, durante unos instantes su acogida me pareció un tanto brusca. En cuanto dije mi nombre, advertí en él un respingo y un cambio de actitud.
–Perdone que no le haya reconocido, señor Ryder. El director, el señor Hoffman, deseaba darle la bienvenida personalmente, pero, por desgracia, ha tenido que ausentarse para asistir a una reunión importante.
–No importa. Espero poder verle más tarde.
El hombre rellenó apresuradamente la tarjeta de registro, sin dejar de repetir lo mal que le sabría al director no haber estado allí para recibirme. Y mencionó un par de veces que los preparativos para «la noche del jueves» traían de cabeza a su jefe, obligándole a ausentarse del hotel mucho más tiempo que de costumbre. Me limité a asentir comprensivamente, incapaz de reunir fuerzas suficientes para inquirir detalles precisos sobre lo que se preparaba para «la noche del jueves».
–¡Oh...! ¡Y el señor Brodsky está genial hoy! –añadió el conserje animándose–. Espléndido de veras. Esta mañana se ha pasado cuatro horas ensayando sin parar con la orquesta esa... ¡Y véalo ahora...! Aún dale que te pego..., repasándolo todo de pe a pa.
Indicó con un gesto hacia el fondo del vestíbulo. Sólo entonces me di cuenta de que estaban tocando el piano en algún lugar del edificio, pues la música destacaba apenas sobre el sordo ruido del tráfico que llegaba de la calle. Alguien repetía una y otra vez una misma frase musical no muy larga –perteneciente al segundo movimiento de Verticality, de Mullery–, interpretándola morosamente, con los cinco sentidos en ello.
–Si el director hubiera estado en el hotel –seguía diciendo el conserje–, seguro que le habría comunicado su llegada al señor Brodsky para que saliera a saludarle... Pero yo..., no sé... –se excusó riendo–. No estoy muy seguro de atreverme a molestarle. Está totalmente enfrascado en su tarea, ya ve.
–Sí, claro, claro... En otro momento.
–Si el señor director hubiera sabido que... –Dejó la frase inacabada para reír de nuevo. E, inclinándose sobre el mostrador, dijo en tono confidencial–: ¿Se imagina usted, señor?... Algunos huéspedes han tenido el valor de quejarse. De que cerremos, como ahora, el saloncito cada vez que el señor Brodsky necesita el piano. ¡Es sorprendente cómo son algunos! Ayer mismo fueron dos a quejarse al señor Hoffman. Ni que decir tiene que él les paró enseguida los pies...
–No lo dudo. Así que Brodsky, dice usted... –Estaba dándole vueltas al nombre, pero no me decía absolutamente nada. Noté que el conserje me observaba con expresión de perplejidad y me apresuré a terminar–: Sí, sí, por supuesto... Espero tener ocasión de conocer personalmente al señor Brodsky.
–¡Si estuviera aquí el señor director...!
–No se preocupe, de verdad. Y ahora, si todo está en orden, le agradecería...
–Por supuesto, señor. Debe de estar usted muy fatigado después de un viaje tan largo. Aquí tiene su llave. Gustav le acompañará a su habitación.
Miré a mi espalda y vi a un mozo de hotel de edad madura que aguardaba al otro lado del vestíbulo. Estaba de pie frente a la puerta abierta del ascensor, mirando el interior con aire absorto. Se sobresaltó cuando me acerqué a él. Alzó del suelo mis maletas y se apresuró a entrar en el ascensor detrás de mí.
Mientras iniciábamos la subida, el anciano mozo seguía sosteniendo en sus manos mis dos maletas y noté que el esfuerzo congestionaba su rostro. Las maletas eran realmente pesadas y la preocupación de que el hombre pudiera pasar a mejor vida sin haberme conducido a mi habitación me hizo decirle:
–¿No cree que sería mejor dejarlas en el suelo?
–Me alegra que lo diga, señor –respondió con una voz que, sorprendentemente, no delataba el esfuerzo físico que se estaba imponiendo–. Cuando comencé en esta profesión, hace ya muchos años, solía dejar los bultos en el suelo del ascensor, para alzarlos sólo cuando era absolutamente necesario. Al entrar en acción, por expresarlo de algún modo. De hecho tengo que confesar que empleé ese método durante mis primeros quince años de trabajar aquí. Es el que todavía utilizan muchos de los mozos jóvenes de la ciudad. Pero no me verá hacer eso ahora... Aparte de que no vamos demasiado lejos, señor.
Proseguimos la ascensión en silencio. Que rompí diciendo:
–¿Así que lleva usted ya tiempo trabajando en este hotel?
–Veintisiete años se han cumplido ya, señor. Y he visto muchas cosas en todo ese tiempo. Aunque, por supuesto, el hotel data de mucho antes de venir yo a él. Se dice que Federico el Grande se alojó aquí una noche, en el siglo dieciocho, y según todos los indicios era ya una posada acreditada desde mucho antes. ¡Oh, sí...! En el transcurso de los años se han vivido aquí acontecimientos de gran interés histórico. En otro momento, cuando el señor no esté tan cansado, me encantará contarle algunos de ellos.
–Pero me estaba usted diciendo por qué consideraba un error dejar el equipaje en el suelo...
–¡Ah, sí..., en efecto! Es un tema muy interesante. Verá usted, señor... Ya imaginará usted que en una ciudad como ésta hay muchos hoteles. Lo que quiere decir que, en un momento u otro de sus vidas, muchos paisanos míos han probado a ejercer el oficio de mozo de hotel. Pero hay quienes parecen creer que con venir y ponerse el uniforme ya está, que serán capaces de realizar el trabajo. Es una ilusión bastante extendida en esta ciudad. Un mito local, podría decirse. Y me apresuro a reconocer que hubo un tiempo en que yo mismo irreflexivamente lo creí también. Pero en cierta ocasión, mucho ha llovido desde entonces, mi mujer y yo nos permitimos unas pequeñas vacaciones y fuimos a Suiza, a Lucerna. Mi mujer ya no vive, señor..., pero siempre que pienso en ella me acuerdo de aquellas vacaciones. Es un paisaje precioso el del lago... Sin duda lo conocerá usted. Dimos algunos deliciosos paseos en barca por las mañanas, después del desayuno. Pero, en fin..., como le estaba diciendo, durante aquellas vacaciones observé que la gente de aquella ciudad no tenía las mismas ideas preconcebidas acerca de los mozos de hotel que las que aquí se estilan. ¿Cómo se lo diría, señor...? Que allí eran mucho más respetuosos con los mozos..., sí. Los mejores del oficio eran figuras de cierto renombre y los principales hoteles rivalizaban por hacerse con sus servicios. Debo confesarle que aquello me abrió los ojos. Pero aquí, en cambio..., bueno..., esta idea lleva mucho, muchísimo tiempo arraigada. A veces me pregunto incluso si alguna vez se podrá erradicar. Compréndame... No estoy diciendo ni muchísimo menos que la gente de aquí se comporte de forma grosera con nosotros. Todo lo contrario: a mí me han tratado aquí siempre con cortesía y consideración. Pero, ya digo..., con esa idea subyacente de que cualquiera puede hacer este trabajo si le da por ahí. Supongo que se debe a que, hasta cierto punto, todos han tenido la experiencia de transportar equipaje de un lugar a otro... Y, basándose en ella, dan por supuesto que el trabajo de mozo en un hotel es una simple extensión de lo mismo. Con los años me he encontrado gente que, en este mismo ascensor, me han dicho: «Cualquier día dejaré mi trabajo actual para hacer de mozo en un hotel.» ¡Oh, sí, como lo oye! El caso es que, no mucho después de aquellas vacaciones en Lucerna, tuve que oír de boca de uno de nuestros más destacados munícipes estas mismas palabras, casi al pie de la letra: «Me gustaría dedicarme a su trabajo –dijo señalándome las maletas–. Es mi ideal de vida. Vivir sin preocupaciones.» Supongo que trataba de mostrarse amable conmigo, señor... Dándome a entender que envidiaba mi suerte. Esto ocurrió cuando yo era más joven, señor, cuando no sostenía las maletas todo el rato, sino que las dejaba en el suelo del ascensor... Me imagino que entonces tal vez causaba esa impresión... Ya sabe, de despreocupación, como me dio a entender aquel caballero. Pero fue la gota que colmó el vaso. No es que viera en sus palabras nada ofensivo. Sólo que, cuando me dijo aquello..., bueno..., fue como si todo encajara. Cosas que ya llevaba pensando hacía tiempo. Ya le he dicho, señor, que tenía fresco el recuerdo de aquellas vacaciones en Lucerna, con la nueva perspectiva que me habían dado. Así que me dije..., que ya era hora de que los mozos de hotel de esta ciudad hicieran algo para cambiar las actitudes predominantes aquí. Comprenda, señor... Había visto algo muy diferente en Lucerna y sentía que..., bueno, que no estaba bien lo que pasaba aquí. Así que, tras reflexionar mucho, decidí adoptar personalmente cierto número de medidas. Probablemente me diera ya cuenta entonces de lo difícil que iba a resultarme, sí... Pienso que ya en aquel instante, hace tantos años, entreví que tal vez era demasiado tarde para mi propia generación. Pero me dije que, bien..., que aunque sólo lograra aportar un granito de arena y cambiar las cosas mínimamente, se lo dejaría más fácil a los que habrían de venir después de mí. Y por eso adopté mis medidas, señor, y me he atenido a ellas desde el día en que oí a aquel concejal del ayuntamiento decir lo que dijo. Me enorgullece decir también que algunos otros mozos de la ciudad han seguido mi ejemplo. No estoy diciendo que hayan hecho exactamente lo mismo que yo, pero sí que han tomado medidas, por así decir, compatibles.
–Ya veo... ¿Y una de esas medidas fue no dejar en el suelo las maletas, sino cargar con ellas todo el rato?
–Precisamente, señor. Veo que ha captado usted perfectamente la esencia. Ni que decir tiene que, cuando me impuse estas normas, era yo bastante más joven y fuerte... Supongo que no tomé en cuenta que me iría debilitando con los años. Tiene gracia, pero olvidas una cosa tan simple... A los demás mozos les han pasado cosas por el estilo. Aun así, tratamos todos de mantenernos fieles a nuestros viejos propósitos. Con los años hemos formado un grupito muy unido..., doce de nosotros, los que quedamos de quienes nos propusimos cambiar las cosas hace tanto tiempo. Si fuera a flojear ahora, señor, me parecería estar traicionando a los otros. Y estoy seguro de que, si alguno de ellos renunciara a sus antiguas normas, me sentiría traicionado también. Porque, no le quepa ninguna duda, algunos progresos se han logrado en nuestra ciudad. Nos queda un largo camino por recorrer, es cierto, pero cuando nos reunimos... Nos encontramos todos los domingos por la tarde en el Café de Hungría, en el barrio antiguo de la ciudad; si algún día quisiera usted venir, nos sentiríamos muy honrados, señor... Digo que a menudo hemos comentado este tema y estamos todos de acuerdo en que ha habido notables mejoras en la actitud que se nos dispensa aquí. Los jóvenes que han venido detrás, naturalmente, lo dan por descontado. Pero los poquitos del Café de Hungría somos conscientes de haber marcado la diferencia, aunque sea pequeña. De veras que sería usted muy bien recibido entre nosotros, señor. Me encantaría presentarle a los del grupo. Ahora no somos tan rigoristas como en algún momento lo fuimos y desde hace tiempo se acepta que, en especiales circunstancias, tengamos invitados a nuestra mesa. El lugar es muy agradable en esta época del año con el solecillo de las primeras horas de la tarde. Nuestra mesa está a la sombra de la marquesina, mirando a la Plaza Vieja. Se está muy bien allí, señor; estoy seguro de que le gustará. Pero, volviendo a lo que le decía, este tema ha sido muy debatido en el Café de Hungría. El de las resoluciones que cada uno de nosotros adoptó en el pasado. Ya ve..., a ninguno se nos ocurrió pensar qué ocurriría cuando nos hiciéramos viejos... Supongo que estábamos tan absortos en nuestro trabajo, que sólo podíamos pensar a corto plazo. O tal vez calculamos con demasiado optimismo el tiempo que haría falta para cambiar unas actitudes tan profundamente inveteradas. Y está usted en lo cierto, señor. Tengo ahora los años que tengo, y a cada año que pasa se me hace más duro.
El hombre hizo una pausa y, a pesar del esfuerzo físico a que se obligaba, pareció abismarse en sus pensamientos. Luego prosiguió:
–Debería serle sincero, señor... Es lo justo. Cuando era joven, es decir, cuando me impuse por primera vez estas normas de conducta, podía cargar hasta con tres maletas, por grandes o pesadas que fueran. Si algún huésped traía una cuarta maleta, tenía que dejarla en el suelo. Pero hasta tres me las arreglaba. El caso es que, hará cuatro años, pasé una temporada de mala salud y, como las cosas se me estaban poniendo difíciles, saqué el tema a colación en el Café de Hungría. Resumiendo: todos mis colegas se mostraron de acuerdo en que no había ninguna necesidad de que fuera tan estricto conmigo mismo. Después de todo, me dijeron, lo que se pretendía era simplemente imbuir en los huéspedes cierta idea de la verdadera naturaleza de nuestro trabajo. Con dos maletas, o con tres, el efecto sería prácticamente igual. Si reducía mi mínimo de tres a dos maletas, no se derivaría ningún perjuicio. Acepté lo que me aconsejaron, señor, aunque sé que no es del todo verdad. Yo mismo me doy cuenta de que la cosa no impresiona en idéntico grado a la gente cuando me miran. La diferencia entre ver a un mozo cargado con dos maletas y ver a otro cargado con tres..., en fin, señor, reconocerá usted que, hasta para el ojo menos avezado, el efecto es considerablemente distinto. Lo sé, señor, y le confieso que me resulta penoso aceptarlo. Pero volviendo a su primera pregunta..., espero que comprenderá ahora por qué no quiero dejar sus maletas en el suelo del ascensor. Sólo trae usted dos. Y durante unos pocos años más, como mínimo, pienso que dos maletas estarán dentro de mis posibilidades.
–Sí, ya veo... Todo esto es muy digno de elogio –dije–. Ciertamente ha provocado usted en mí el impacto que deseaba.
–Me gustaría que supiera usted que no soy el único que ha tenido que introducir algún cambio. Comentamos con frecuencia estas cosas en el Café de Hungría y la verdad es que todos nosotros hemos tenido que adaptarnos en alguna medida. Pero no quiero que piense que estamos demostrando una excesiva tolerancia con respecto a nuestros compromisos. Si así hiciéramos, serían vanos los esfuerzos de tantísimos años. No tardaríamos en convertirnos en el hazmerreír de todos, objeto de burlas para cuantos nos vieran reunidos en nuestra mesa las tardes de los domingos...

Índice

  1. Portada
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. Notas
  7. Créditos