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  1. 360 páginas
  2. Spanish
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Información del libro

La intriga de esta novela está basada en la idea de un crimen sin móviles, un crimen perfecto: dos desconocidos acuerdan asesinar cada uno al enemigo del otro, forjando así una coartada indestructible. Bruno viaja en el mismo tren que Guy. Empiezan a conversar y Bruno, demoníacamente, fuerza a Guy a desvelar su punto débil, la única grieta en su ordenada existencia: Guy quisiera librarse de su mujer, que le traicionó y que puede obstaculizar su prometedor futuro. Bruno le propone un pacto: él matará a la mujer y Guy, a su vez, al padre de Bruno, a quien éste odia. Guy rechaza el plan, pero no así Bruno, quien, una vez cumplida su parte, reclama al horrorizado Guy que cumpla con la suya. Adaptada al cine por Alfred Hitchcock, Extraños en un tren lleva a cabo una indagación escalofriante en la perturbada mente de Bruno, pero lo que más le interesa a Patricia Highsmith es la relación entre éste y Guy. Y es ahí donde la novela prefigura la obsesión de su obra futura: ¿hasta qué punto no está la insania de Bruno agazapada también en Guy? ¿Cuán cercana es la amenaza de la irracionalidad en todos nosotros?

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Información

Año
2015
ISBN
9788433935564
Categoría
Literatura

1

El tren avanzaba impetuosamente, con ritmo furioso y entrecortado. Tenía que detenerse, cada vez con mayor frecuencia, en estaciones de poca monta donde permanecía unos momentos esperando con impaciencia la señal para volver a embestir la pradera. Pero su avance apenas se notaba. Diríase que la pradera ondulaba solamente, como una inmensa manta, rosada y ocre, que alguien estuviese sacudiendo. Cuanto más rápido iba el tren, más vivaces y burlonas eran las ondulaciones.
Guy desvió la mirada de la ventanilla y se retrepó en el asiento.
Miriam daría largas al divorcio en el mejor de los casos, pensó. Tal vez ni siquiera deseaba divorciarse, sólo dinero. ¿Llegaría realmente a concederle el divorcio alguna vez?
Se dio cuenta de que el odio empezaba a paralizar sus pensamientos, a convertir en simples callejones sin salida los caminos que su sentido de la lógica le había hecho ver en Nueva York. Podía sentir la presencia de Miriam más allá, ya no muy lejos ahora, sonrosado y pecoso el rostro, irradiando una especie de calor malsano como el de la pradera al otro lado de la ventanilla. Hosca y cruel.
Automáticamente alargó la mano para coger un cigarrillo y, por décima vez, recordó que estaba prohibido fumar en los coches Pullman. Lo cogió, de todos modos, y lo golpeó ligeramente dos veces contra la esfera del reloj, consultando la hora al mismo tiempo: eran las 5.12. Cualquiera diría que la hora importaba algo hoy, pensó. Se puso el cigarrillo en un ángulo de la boca y luego le prendió fuego, ocultando la cerilla en el hueco de la mano. Entonces el cigarrillo pasó a ocupar el sitio de la cerilla. Fumaba lentamente, con chupadas regulares. Sus ojos descendían una y otra vez hacia el terreno, difícil y fascinador, que se deslizaba al lado del tren. Se le estaba levantando una de las puntas del cuello blando de la camisa. La luz del crepúsculo hacía que su imagen se reflejara en el cristal de la ventanilla y el retazo de tela blanca al lado de la mandíbula hacía pensar en alguien vestido a la usanza del siglo pasado, lo mismo que su pelo negro, alto y lacio en la coronilla y pegado a la nuca. La elevación del pelo y la inclinación de su larga nariz le daban un aire de gran resolución y, de algún modo, sugerían un movimiento hacia adelante, aunque, vistas de frente, las cejas y la boca, rectilíneas y gruesas, daban la impresión de quietud y reserva. Llevaba unos pantalones de franela que necesitaban un buen planchado, una chaqueta oscura que cubría holgadamente su delgada figura y que mostraba unas desvaídas tonalidades carmesíes a efectos de la luz, y una corbata de lana color tomate, anudada descuidadamente.
No creía que Miriam fuese a tener un hijo a no ser que lo deseara. Lo que querría decir que su amante pensaba casarse con ella. Pero ¿por qué le habría hecho venir? Ella no le necesitaba para obtener el divorcio. Y él, ¿por qué estaría ahora pensando en las mismas cosas que habían pasado por su mente cuatro días antes, al recibir la carta? Las cinco o seis líneas de letra redonda decían solamente que Miriam iba a tener un hijo y que deseaba verle. El que esté embarazada me garantiza el divorcio, razonó Guy. ¿Por qué ponerse nervioso, entonces? Por encima de todo le atormentaba la sospecha de que, en lo más profundo y recóndito de su ser, se sentía celoso porque ella iba a dar a luz al hijo de otro hombre cuando, tiempo atrás, había abortado un hijo suyo. No, no era más que vergüenza lo que le estaba irritando, se dijo a sí mismo. La vergüenza de pensar que una vez había amado a alguien como Miriam. Aplastó el cigarrillo en la rejilla que cubría el radiador de la calefacción. La colilla cayó rodando a sus pies y de una patada la arrojó debajo del radiador.
Tenía tantos motivos para esperar el futuro con ilusión. Su divorcio, el trabajo en Florida (era prácticamente seguro que la junta aprobaría sus proyectos y que sabría el resultado aquella misma semana) y Anne. Él y Anne podrían empezar ya a hacer planes. Llevaba ya más de un año esperando, impacientándose en espera de que sucediese algo... esto... que le devolviera la libertad. Sintió en sus entrañas como una agradable explosión de felicidad, y se arrellanó en una esquina del asiento afelpado. Durante los últimos tres años, realmente, había estado esperando que pasara esto. Claro que con dinero hubiera podido pagarse el divorcio, pero jamás había logrado reunir el suficiente. Tratar de hacerse un nombre como arquitecto, sin contar con la ventaja de trabajar con un grupo de profesionales, no le había resultado fácil, ni se lo estaba resultando ahora. Miriam nunca le había exigido una pensión alimenticia, pero le había importunado de otras maneras: hablando de él en Metcalf como si sus relaciones no dejasen nada que desear, como si él estuviera en Nueva York solamente para labrarse una posición y, una vez conseguida, fuese a llamarla a su lado. De vez en cuando ella le escribía pidiéndole dinero, cantidades pequeñas pero molestas que él no dudaba en mandarle porque a ella le hubiera resultado muy fácil (y tan propio de su forma de ser) montar una campaña para difamarle en Metcalf, donde, además, vivía la madre de Guy.
Un joven alto y rubio, vestido con un traje marrón rojizo, se dejó caer en el asiento vacío delante de Guy y, con una sonrisa vagamente amistosa, se acomodó en un rincón. Guy miró de soslayo su rostro, pálido y más pequeño que lo normal. Había un grano enorme exactamente en el centro de la frente del desconocido. Guy volvió a mirar por la ventanilla.
El joven sentado frente a Guy parecía estar reflexionando sobre si entablar conversación o descabezar un sueñecillo. Su codo resbalaba por el antepecho de la ventanilla y cada vez que se abrían sus espesas pestañas sus ojos grises e inyectados en sangre le estaban mirando y en su rostro volvía a dibujarse una sonrisa meliflua. Probablemente estaba algo borracho.
Guy abrió su libro, pero a media página su mente empezó a divagar. Alzó la vista cuando titilaron los tubos fluorescentes del techo del vagón, dejó vagar los ojos hasta que se detuvieron en el cigarro, aún sin encender, sostenido por una mano huesuda que se agitaba siguiendo la conversación, detrás de uno de los respaldos, y luego sus ojos siguieron su curso hasta detenerse nuevamente, esta vez en el monograma que colgaba de la fina cadena de oro que cruzaba la corbata del joven sentado delante de él. El monograma decía CAB, y la corbata era de seda verde, decorada a mano con unas palmeras de un ofensivo color anaranjado. El largo cuerpo, enfundado en el traje marrón rojizo, estaba tendido ahora, vulnerable, con la cabeza echada hacia atrás de tal modo que el voluminoso grano o divieso de la frente parecía una cumbre que hubiese entrado en erupción. Era un rostro interesante, aunque Guy no sabía por qué. No parecía joven ni viejo, inteligente o estúpido del todo. Entre la estrecha y abultada frente y la prominente mandíbula inferior, el rostro se ahuecaba anormalmente, hundido allí donde se dibujaba el fino trazo de la boca y aún más hundido en las azuladas concavidades que daban cobijo a aquellos pequeños festones que eran las pestañas. La piel era tersa como la de una muchacha, pálida como la cera incluso, como si todas sus impurezas hubiesen sido desviadas para alimentar la erupción del grano de la frente.
Guy volvió a leer durante unos breves momentos. Las palabras tenían sentido y empezaban a disipar su ansiedad. Pero ¿de qué te va a servir Platón cuando veas a Miriam?, le preguntó una voz interior. Ya se lo había preguntado en Nueva York, pero, pese a todo, se había traído el libro consigo, el viejo libro de texto que conservaba del curso de filosofía de su segunda enseñanza. Era una pequeña satisfacción que se había concedido a sí mismo, tal vez para que le sirviera de compensación por tener que hacer aquel viaje para ver a Miriam. Miró por la ventanilla y, al ver su imagen reflejada en el cristal, se arregló el rebelde cuello de la camisa. Anne siempre lo hacía por él. De pronto se sintió indefenso sin ella. Cambió de postura y sin querer rozó el pie del joven dormido. Vio fascinado cómo sus pestañas se agitaban y finalmente se abrían. Diríase que los ojos inyectados en sangre habían estado clavados en él todo el rato detrás de los párpados cerrados.
–¡Perdón! –murmuró Guy.
–No tiene importancia –dijo el otro.
Se incorporó en el asiento y agitó la cabeza vivamente.
–¿Dónde estamos?
–Entrando en Texas.
El joven rubio sacó una petaca dorada de uno de los bolsillos interiores de la americana, la abrió y alargó el brazo con ademán amistoso.
–No, gracias –dijo Guy.
Guy observó que la mujer al otro lado del pasillo, que no había levantado la vista de su labor de calceta desde St. Louis, les miraba ahora furtivamente al oír el ruido metálico de la petaca.
–¿Cuál es su destino?
La sonrisa se había convertido en una media luna, delgada y húmeda.
–Metcalf –respondió Guy.
–Oh. Hermosa ciudad, Metcalf. ¿Negocios?
Sus ojos tristones parpadearon cortésmente.
–Sí.
–¿De qué clase?
Guy levantó a regañadientes la vista del libro.
–Arquitecto.
–Oh –dijo el otro con interés afectado–. ¿Construye casas y todo eso?
–Sí.
–Me parece que no me he presentado.
Se levantó a medias.
–Bruno. Charles Anthony Bruno.
Guy le estrechó la mano brevemente.
–Guy Haines.
–Encantado de conocerle. ¿Vive en Nueva York?
La voz, ronca y abaritonada, sonaba a falso, como si estuviera hablando para despertarse.
–Sí.
–Yo vivo en Long Island. Voy a Santa Fe, a pasar unas breves vacaciones. ¿Ha estado alguna vez en Santa Fe?
Guy negó con la cabeza.
–Gran ciudad para descansar.
Sonrió mostrando unos dientes en mal estado.
–Casi todo es arquitectura india allí, me imagino.
Un revisor se detuvo a su lado, en el pasillo, manoseando un taco de billetes.
–¿Éste es su asiento? –preguntó a Bruno.
Bruno se arrellanó en el asiento con gesto posesivo.
–El coche salón, en el vagón contiguo.
–¿La suite número tres?
–Eso creo. Sí.
El revisor prosiguió su camino.
–¡Esos tipos! –murmuró Bruno.
Se inclinó hacia adelante y se puso a mirar fijamente por la ventanilla, con expresión divertida.
Guy reemprendió su lectura, pero el importuno aburrimiento del otro, la sensación de que iba a decir algo de un momento a otro, le impedían concentrarse en el libro. Guy pensó en marcharse al vagón restaurante, pero sin saber por qué se quedó sentado. El tren volvía a aminorar su marcha. Cuando le pareció que Bruno iba a decir algo, Guy se puso en pie y se retiró al vagón contiguo, desde donde saltó la escalerilla y se halló de pie sobre el crujiente suelo, antes de que el tren se hubiese detenido por completo. ...

Índice

  1. Portada
  2. Extraños en un tren
  3. Notas
  4. Créditos