El respeto
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El respeto

(Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdades)

  1. 304 páginas
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El respeto

(Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdades)

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Información del libro

Richard Sennett se ocupa de la necesidad y de la responsabilidad social frente al abismo de la desigualdad; en un mundo confuso de relaciones sociales «flexibles», el respeto es algo que inquieta a todos. Sennett, que comienza con sus recuerdos de infancia en las tristemente célebres viviendas sociales de Cabrini Green, investiga los factores que hacen que el respeto mutuo sea algo tan difícil de alcanzar. Primero, la desigualdad de talento. Segundo, la dependencia de los adultos. Tercero, las formas degradantes de la compasión, ya sea la impersonal burocracia o el voluntariado intrusivo. Un libro que nos incita a trabajar por una sociedad que funcione como una orquesta, que promueva lo mejor de cada uno de sus miembros, y a la vez los relacione estrechamente entre sí.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433939357
Categoría
Sociología

Segunda parte

Una indagación sobre el respeto

3. DESIGUALDAD DE TALENTO

A comienzos de 1974 volé a Londres para una celebración. Murray Perahia había ganado el Concurso de Piano de Leeds –un gran acontecimiento en el mundo musical, seguido de dinero en efectivo, conciertos y grabaciones– y una de las patrocinadoras dio una fiesta en su casa para celebrarlo.
En Nueva York, un acontecimiento como éste habría sido tanto una celebración del dinero que había detrás del concurso como de su ganador, una escena enmarcada por camareros de pajarita negra y llena de mujeres de elegantes y entallados vestidos negros rehusando los canapés que desfilan en interminable ronda ante ellas. En la casa de Londres, quienes abrían la puerta y servían eran jóvenes estudiantes universitarias; una dama mayor hizo su aparición con un enorme vaso de whisky en una mano y una pila de repugnantes sandwiches de pan blanco en la otra, me explicó que «en los aviones siempre me da flatulencia» y me pasó la bandeja: extraña introducción a un personaje de la realeza.
Siguiéndole los pasos iba una de las componentes del jurado del concurso, pianista ya mayor que había comenzado su carrera con la obtención de un gran premio en Europa Oriental y que, aunque a regañadientes, había integrado desde entonces varios jurados. «No creo en la competencia entre artistas –decía–, pero es la única manera de descubrirlos.» Se veía obligada a analizar y discutir con los otros jueces y a justificar sus decisiones en el comité, lo que parecía algo absurdamente burocrático. Le disgustaba en particular el juego de adivinanza acerca de si un joven concursante tenía o no un potencial para desarrollar. En general, los más seguros solían realizar una exhibición técnica, pero se abstenían de asumir riesgos artísticos, de modo que no podían saberse cuáles eran sus posibilidades.
No era el caso de Murray Perahia, tal como lo comenté con ella; aunque en aquel momento Perahia ya dominaba con total seguridad los recursos técnicos, no era eso lo que se oía en su ejecución. Entonces me dijo algo bonito de Perahia: que escuchaba atentamente a los otros concursantes y ocasionalmente acompañaba su ejecución moviendo también él los dedos. En demasiadas competiciones había observado yo que los músicos se comportaban como atletas agresivos respecto al resto de los concursantes, cuyos esfuerzos a menudo despreciaban.
La bonhomía de esta ocasión contrastaba por cierto con un concurso de chelo en el que el año anterior me había tocado participar como juez. Tras este acontecimiento previo, también había habido una fiesta a la que la anfitriona, en un gesto amable, había invitado a los intérpretes perdedores. La joven ganadora del certamen de chelo trató de mezclarse con los otros, pero éstos se mantuvieron a distancia. Se reunían en pequeños grupos cerrados y hablaban de los errores que cada uno pensaba haber cometido, intentando evaluar qué le había salido mal; al menos por el momento se pensaba poco en asumir riesgos, en explorar horizontes artísticos; la competición los había paralizado.
Al terminar la reunión, nuestra anfitriona pronunció una breve alocución. Se dirigió a los perdedores y les dijo que había sido un placer oírlos y que debían considerar el acontecimiento como punto de partida de su carrera. La calidez de su voz produjo una tenue sonrisa como respuesta, pero no parecían convencidos. La fiesta de consolación tal vez fuera cruel precisamente porque, a pesar de las buenas intenciones, era una mentira. ¿Cómo podían los jóvenes chelistas allí presentes fingir que el concurso no les importaba?
Las competiciones musicales, como observó la jueza de Leeds, pueden exhibir desigualdades de talento de una manera tal que inhiba el desarrollo de la expresión; puede que esas desigualdades desafíen la confianza en sí mismos de todos los músicos concursantes salvo uno. La respuesta a estos indudables defectos sería abordar el talento de manera menos competitiva, tratarlo como una diferencia entre muchas otras y pensar que, cada una a su manera, todas las personas están dotadas de talento. Algo así era lo que la anfitriona quiso trasmitir a los jóvenes chelistas en nuestra fiesta de consolación, pero, como ya dije, ellos no estaban en condiciones de creerle.
EL RESPETO DEBIDO AL TALENTO
El Concurso de Piano de Leeds incorpora en la esfera artística un deseo que tiene profundas raíces en la sociedad moderna: el de abrir carreras al talento. Vengan de donde vinieren y sean cuales fueren sus padres, cualquier joven pianista puede presentarse; el único criterio para otorgar el premio es la capacidad personal. A nosotros esas reglas nos parecen de una justicia evidente, pero nuestros antepasados las habrían tenido por grandes novedades.
En el Ancien Régime, la mayoría de los puestos del gobierno, el ejército o la Iglesia eran heredados. El duque de SaintSimon, por ejemplo, habla en 1722 de un bebé que se convierte en capitán del gran cuerpo de los Guardias Suizos de Francia, posición que «el padre ya había heredado del abuelo».1 Saint-Simon es un aristócrata de la vieja escuela y no ve nada malo en eso. El mero talento contaba poco a la hora de detentar privilegios; la capacidad tenía poco que ver con la jerarquía.
La ceguera al talento campeaba sobre todo en las habilidades de tipo económico. Antes del siglo XVII, las habilidades para los negocios se asociaban mayoritariamente a los judíos marginados, cuyo supuesto talento para hacer dinero producía desprecio. En El mercader de Venecia de Shakespeare, los buenos cristianos son incompetentes en materia de negocios. En parte, por eso son caballeros. Esta ceguera no se explica sólo con el prejuicio. La economía del dinero era primitiva; el trueque de bienes era más frecuente que el pago en dinero contante y sonante; el cálculo de riesgos era un juego al que sólo los grandes matemáticos podían aventurarse; las prácticas modernas, como la contabilidad de doble entrada, parecían artes tan arcanas como la alquimia.
Samuel Pepys, autor de un diario en el siglo XVII, representa un gran cambio en las relaciones de los individuos con el orden social; su carrera pone de relieve la reivindicación de que a los individuos se les debe respeto exclusivamente por sus talentos, reivindicación que lo eleva por encima de los caballeros económicamente incompetentes de Shakespeare.
Pepys era un funcionario del gobierno de gran talento que trabajaba sobre todo en el Almirantazgo; apreciaba más sus capacidades prácticas personales que aquellas por las que hoy lo apreciamos: su arte de escritor. Aunque era difícil que un hombre surgiera de las masas, se abrió camino en el Almirantazgo gracias a los méritos particulares de que hizo gala en la realización de su trabajo. Por supuesto que Pepys contaba con todas las habilidades del cortesano clásico, que tanto sabía halagar y adular a sus colegas como apuñalarlos por la espalda. Pero sus derechos al privilegio individual procedían de su capacidad contable.
El 8 de abril de 1664, por ejemplo, lo encontramos ejerciendo su influencia ante el contratista de «faroles de popa» para los barcos del Almirantazgo, pues Pepys había calculado su verdadero valor y, en consecuencia, decidió rescindir el contrato que el gobierno había acordado; el contratista, decía Pepys, «entrará en razón cuando le haga entender los números».2 Puesto que era bueno en materia de números, esperaba obtener particular respeto de sus superiores. El día 22 de diciembre de 1665 lo encontramos ideando un nuevo sistema de contabilidad gubernamental, sistema que sus superiores no entienden del todo; Pepys, más con la actitud del señor que del siervo, lo explica otra vez.
La fórmula «carreras abiertas al talento» empezó a ser común en la generación de Pepys, a mediados del siglo XVII, y sobre todo entre individuos de la posición social de Pepys. Desde el punto de vista político, eran partidarios de un Estado bien administrado en el que hubiera espacio para «hombres nuevos» de origen burgués, sobre todo en la administración financiera; el dinero era demasiado importante para dejarlo en manos de aristócratas.
Desde finales de la Edad Media, la Iglesia y la profesión jurídica habían abierto realmente espacio a los «hombres nuevos», pero era un espacio de otro tipo. Hacía mucho tiempo que la jerarquía eclesiástica era un camino al poder. Para recorrer ese camino no se requería demasiado refinamiento teológico; mucho más contaban las relaciones familiares o la simple intriga. Además, muchas personas dotadas desde el punto de vista religioso, siguiendo los preceptos cristianos, renunciaban al poder mundano.
La profesión jurídica reconocía sin duda el talento, y ese talento se traducía en la reivindicación de un privilegio. Al final de la Edad Media, alrededor de 1470, Sir John Fortesque codificó así ese privilegio:
… así como la cabeza del cuerpo físico no es capaz de cambiar los nervios ni de negar a sus miembros la fuerza propia y la debida alimentación de la sangre, así tampoco un rey, cabeza del cuerpo político, es capaz de cambiar las leyes de ese cuerpo ni privar a ese mismo pueblo de su propia sustancia sin que nadie se lo pida o contra su voluntad.3
Si los abogados trabajaran como empleados del Estado, sus habilidades y su conocimiento los convertirían también en jueces de sus señores. Sin embargo, la superioridad de la habilidad financiera respecto de los poderes contractuales de las palabras y, en verdad, la posesión de habilidades cuantitativas –afirma Pepys– dan al talento un nuevo significado en la fórmula «carreras abiertas al talento».
En la época de Pepys, la habilidad jurídica requería una memoria prodigiosa para citar los precedentes. La habilidad para los números parecía inherente al individuo como don personal distintivo, la capacidad para calcular por sí mismo con independencia de los cálculos de los demás; en 1664, Pepys no aceptará la autoridad de las cuentas oficiales para los faroles de popa precisamente porque son de índole jurídica. Por «carreras abiertas al talento» se entendía el derecho del individuo talentoso a mostrar qué era capaz de hacer por sí mismo; en 1665, Pepys muestra a sus superiores lo que ellos no habían entendido, aun cuando eran sus superiores. Un siglo después, los fisiócratas –grupo de contables y financieros británicos y franceses– afirmarían que las cuentas oficiales que llevaban los Estados no eran más que sospechosos registros que debían someterse a la inspección de una élite de matemáticos notables.
Pero a partir de la época de Pepys, tanto los abogados como los contables se unieron en torno a la afirmación de que el privilegio debía ganarse y de que la capacidad era la moneda de cambio de esas ganancias. No es sorprendente que los aristócratas titulados se resistieran a esa reivindicación; es lo que hizo el Estado central. La capacidad individual era un poder interno que la autoridad regia no podía controlar fácilmente. En la corte de Luis XIV, informa Saint-Simon, «el rey tenía la costumbre de cubrir los puestos más altos con contables no [titulados], de tal modo que pudiera despedirlos a su antojo como si fueran pajes».4 Los hombres a los que se trataba como pajes eran en realidad robins [togados], pertenecientes a la capa superior de la burguesía. En la Era del Rey Sol se ponía en ridículo a los hombres nuevos si buscaban abiertamente los adornos honoríficos de la élite; tenían que insinuarse por rodeos. Si embargo, a finales del reino de Luis XV, era más frecuente que se quitaran la máscara del servilismo.
La doctrina de las «carreras abiertas al talento» se había extendido del dominio exclusivo de los cargos del Estado para dar lugar a un principio sociológicamente más amplio: el de «aristocracia natural». Jefferson, por su parte, apuntaba a sustituir «una aristocracia artificial fundada en la riqueza y el nacimiento» por «una aristocracia natural… del valor y el genio surgidos de todas las condiciones de vida».5 De la misma manera que los fisiócratas franceses, Jefferson aspiraba con ello a lograr un cambio general en las instituciones.
El Concurso de Piano de Leeds representa justamente el tipo de institución que estos hombres nuevos tenían en mente cuando se imaginaban una carrera abierta al talento. Nosotros podemos a nuestra vez imaginar el retrato de un individuo enmarcado por instituciones por los cuatro costados. Del lado izquierdo del marco, los reformadores institucionales establecían concursos regulares para cubrir puestos. Del lado derecho, creaban instituciones para formar a quienes se examinarían, origen de las academias militares especializadas y de las escuelas técnicas, así como de los conservatorios de música. Por arriba, tenía que haber ciertas medidas objetivas de rendimiento; era necesario un patrón institucional equivalente a la técnica musical. En el arte de gobernar de los fisiócratas, esto se creó con el uso de regímenes de contabilidad como la contabilidad de doble entrada, que hizo posible conocer realmente con qué eficiencia una oficina o un burócrata manejaban la relación entre ingresos y gastos.6
Por debajo de este marco institucional, sosteniendo la estructura como un todo, se hallaba lo más conflictivo: hacían falta maneras de institucionalizar el fracaso. No se puede rechazar a un inspector de finanzas por mero capricho; y lo mismo ocurría con los jueces de Leeds, a quienes se presionaba para que explicaran y justificaran su rechazo.
El despido repentino y arbitrario fue durante mucho tiempo la regla de la mayoría de los regímenes monárquicos. En el siglo XVII, Enrique VIII mantenía a sus servidores más talentosos en estado de terror, pues repentinamente y sin razón aparente enviaba uno tras otro a la Torre o al tajo del verdugo. ...

Índice

  1. Portada
  2. Agradecimientos
  3. Prefacio
  4. Primera parte. ESCASEZ DE RESPETO
  5. Segunda parte. UNA INDAGACIÓN SOBRE EL RESPETO
  6. Tercera parte. UNA DISCUSIÓN SOBRE EL ESTADO DEL BIENESTAR
  7. Cuarta parte. CARÁCTER Y ESTRUCTURA SOCIAL
  8. Créditos
  9. Notas