CONOZCO AL MAESTRO
De muy joven era un escritor medio muerto de hambre. El estar muriéndome de hambre no me preocupaba gran cosa porque la vida no me resultaba muy interesante, y morir no parecía una mala perspectiva: ¿tal vez volver a barajar las cartas? Curraba, a veces, de trabajador no especializado, pero no mucho tiempo. Un par de cheques y luego tanto tiempo libre como podía. Lo único que necesitaba era dinero para el alquiler y dinero para algo de beber, y los sellos y los sobres y el papel para la máquina de escribir. Escribía entre dos y seis relatos breves a la semana y me los devolvían todos en el Atlantic Monthly, Harper’s y The New Yorker. Me resultaba difícil de entender porque los cuentos que leía en esas revistas estaban escritos con sumo cuidado, con astucia, sería la palabra adecuada. Pero en esencia los relatos eran anodinos y aburridos, y lo peor de todo: carentes de humor. Era como si todo fuera una mentira y cuanto más astutamente mintieras más se te aceptara.
Escribía y bebía por la noche. Durante el día haraganeaba en la Biblioteca Pública de L.A. y leía todos los autores y era lectura dura de veras, los escritores se servían de largos párrafos y páginas de descripción, construían la trama y desarrollaban el personaje, pero sus personajes eran muy poco interesantes y lo que en el fondo contaban las historias no era gran cosa. Poca cosa se decía de las vidas desperdiciadas de la mayoría de la gente, la tristeza, toda la tristeza, la locura, la risa a través del dolor. La mayoría de los autores escribían acerca de las experiencias de la vida de la clase media alta. Necesitaba leer algo que me ayudara a sobrellevar el día, a cruzar la calle, algo a lo que agarrarme. Necesitaba emborracharme de palabras, pero en vez de ello tenía que recurrir a la botella. Me sentía, supongo, como debe de sentirse todo escritor fracasado, que en realidad podía escribir y que las situaciones y los entresijos y la política estaban contra mí. A veces lo están; otras veces sencillamente crees que puedes escribir y en realidad no puedes.
Me moría de hambre y escribía. Bajé de 87 a 63 kilos. Se me aflojaron los dientes en la boca. Podía mover adelante y atrás los incisivos en la boca con los dedos. Estaban flojos en las encías. Una noche, haciendo el chorra, noté que cedía algo y me encontré con un diente en la mano. Ahí estaba, en la mano: un superior derecho. Lo dejé encima de la mesa y me tomé un trago a su salud.
Y, naturalmente, cuando compras tiempo con el sueldo de un trabajador a media jornada hay cosas a las que renuncias además de la comida. Están las chicas jóvenes y el automóvil. Caminas, y te buscas una puta de vez en cuando. Además, llevas los zapatos tanto tiempo que las suelas se convierten en agujeros y las refuerzas con cartón; asimismo, las uñas acaban por asomar tanto que resulta imposible andar con esos zapatos. Y difícilmente tienes un traje de domingo, o comidas de Acción de Gracias o Navidad por la cara. Los escritores medio muertos de hambre viven peor que los vagabundos en callejones de mala muerte. Y eso es porque necesitan dos cosas: cuatro paredes y estar a solas.
... Pero un mediodía en la Biblioteca Pública de L.A. ocurrió algo. En cuanto a lecturas, yo estaba atiborrado, a más no poder: D. H. Lawrence, todos los escritores rusos, Huxley, Thurber, Chesterton, Dante, Shakespeare, Villon, todos los Shaw, O’Neill, Blake, Dos Passos, Hem, ¿para qué seguir? Cientos de escritores conocidos y cientos de desconocidos... Y todos me hacían daño porque estaban muy bien a veces pero sólo a ratos, luego recaían en la densa opacidad literaria. Era más que desalentador porque suponía que siglos, SIGLOS de literatura y escritores me habían dejado en la estacada. Al menos, habían fracasado a la hora de ofrecerme lo que necesitaba en la palabra escrita.
Pero, como decía, un mediodía estaba matando el día como siempre venga a sacar libros de las estanterías, abrirlos al azar, leer un par de páginas, volver a dejarlos. Bueno, saqué otro. ¿Tiempos cabales? ¿Sí? De un tal John Bante. Lo abrí por una página esperando lo típico y las palabras, sí, se me abalanzaron, tal cual. Saltaron del papel y me taladraron. ¡Las palabras eran sencillas, concisas, y hablaban de algo que ocurría aquí mismo! Hasta la letra en la página parecía distinta. Las palabras eran legibles. Había huecos y luego palabras. Las palabras eran casi como una voz en la sala. Llevé el libro a una mesa y me senté. Todas y cada una de las páginas tenían ese poder. No podía creérmelo. Me daba la sensación de que las palabras saltaban de la página y sencillamente empezaban a pasearse por ahí y a revolotear. Eran de una fuerza extraordinaria, una realidad total. ¿Cómo es que ese hombre no había sido mencionado en ninguna parte? También me iba leer literatura crítica, Winters, todos esos cabrones, todos los preferidos del Kenyon Review y el Sewanee Review y nunca habían mencionado a ese tipo. Ni había salido a colación en ningún momento en la siesta de dos años que me eché en el Colegio Universitario de L.A.
Levanté la mirada de mi mesa. Bueno, no era mía, era propiedad de la ciudad, los contribuyentes, y yo no pagaba muchos impuestos que digamos. Pero tenía el libro de John Bante delante de mí y miré a la gente en las otras mesas, a la gente que deambulaba o estaba sentada por ahí, muchos vagabundos como yo y ninguno sabía de la existencia de John Bante... o habrían empezado a refulgir, habrían empezado a sentirse mejor, no les habría importado tanto ser lo que eran o tenían que ser.
Tenía un carné de biblioteca y saqué a John Bante de allí. Me lo llevé a mi cuarto y empecé por la primera página. Era hasta gracioso a veces pero tenía un sentido del humor extraño, reposado, como un hombre al que estuvieran quemando vivo y sin embargo le lanzara un guiño al tipo que había prendido el fuego o Al Hombre Allá Arriba. Bante tenía un ramalazo religioso aunque resonara en él una sonrisa extraña. Yo no tenía eso, pero viniendo de él me gustaba. Y escribía sobre un escritor medio muerto de hambre que deambulaba por la Biblioteca Pública de L.A. y el Grand Central Market, que era lo que hacía yo. Dios santo. Pero no era tanto la similitud de las vidas cuanto la facilidad con que expresaba los absurdos hechos de la vida cotidiana. Reparé en que se alimentaba de naranjas del Grand Central. Mi dieta difería: patatas, pepinos y tomates. Cuando me los podía permitir. Primero patatas. A peso, me parecía que la patata salía más barata y llenaba más. Pero Bante había venido de Colorado. Como californiano que era, yo había visto naranjas desde siempre casi como pulgas en el pelaje de un gato. Eso suena mal. Bante nunca escribía mal: cada palabra estaba en su sitio y cada palabra se expresaba a la perfección.
Había sido descubierto por el gran editor, L. H. Renkin, que dirigía la revista The American Calamity. Renkin también llevaba una de las editoriales de Nueva York y no era malo del todo como escritor. Volvería a la biblioteca a sacar todos los libros de John Bante. Había otros 3 pero el que más me seguía gustando era ¿Tiempos cabales? ¿Sí?
Había memorizado todas las descripciones del vecindario en Tiempos cabales. Vivía en una choza de rejilla detrás de una pensión por 2$ a la semana. El barrio se llamaba Bunker Hill. Y me propuse ver dónde había vivido Bante. Me fui por Angel’s Flight abajo y encontré justo el hotel que había descrito y me quedé delante del hotel mirando el interior. Noté que me recorría una de las sensaciones más intensas de mi vida. Estaba, sí, paralizado. Era el hotel. Aquélla era la ventana por la que se había colado su extraña novia, Carmen. Carmen, extraña y trágica.
Me quedé allí plantado y miré la ventana. Era media tarde y la habitación estaba a oscuras. La persiana estaba medio echada y corría una leve brisa y la persiana se mecía un poquito. Allí había escrito Bante Tiempos cabales. Todo había salido de esa habitación, una habitación por delante de la que yo había pasado durante meses camino del Grand Central Market o de mi bar de copas preferido, o sencillamente del centro para dar un garbeo. Me quedé allí preguntándome quién estaría en esa habitación. ¡Igual Bante seguía allí! ¿Igual debería ir y llamar a la puerta?
Hola, ¿señor Bante? Yo también escribo. Ni de lejos tan bien como usted. Sólo quería decirle lo mucho que brincan sus palabras en mi interior y que he sido lo bastante afortunado para leerlo. Ahora, me marcho. Adiós...
Pero era consciente de que sería incapaz de molestar a un dios. Los dioses tenían mejores cosas que hacer. Incluso cuando dormían, dormían de una manera diferente. Además, sabía que Bante no estaba allí. En su último libro de relatos había mencionado en uno de los cuentos que estaba en una habitación en Hollywood, que pagaba 7$ a la semana de alquiler y la casera estaba a punto de ponerlo de patitas en la calle y él le rezaba a la Virgen María.
A mí no me iba eso de la adulación. Bante era mi primer héroe. Eran las palabras, su sencilla claridad. Hacían que me entrasen ganas de llorar y sin embargo hacían que tuviera ganas de atravesar las paredes.
Decidí que quería ver el cuarto de todas maneras, el cuarto donde todo aquello había tenido lugar. Me cogí a la barandilla del pasaje exterior, pasé las piernas al otro lado y caí al pas...