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  1. 160 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Imposible cuarto libro de la trilogía iniciada con la explosiva Guía del autoestopista galáctico, trata acerca de los habitantes de un planeta que siempre eran desdichados y mezquinos, y de una muchacha que de pronto supo cómo convertir el mundo en un lugar agradable y feliz. Por desgracia, antes de poder contárselo a nadie, la Tierra fue súbitamente demolida para dar paso a una nueva vía de circunvalación hiperespacial... Desde el inicio están garantizadas nuevas y desternillantes aventuras del extraterrestre Ford Prefect y su amigo el terrícola Arthur Dent, que esta vez desembocarán en una apoteo­sis surreal: la inmensa y plateada nave espacial que desciende en pleno Londres capitaneada por Marvin, el Androide Paranoide... «La más loca y extravagante serie de libros de ciencia ficción jamás escrita» (El Farmacéutico).

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Información

Año
2012
ISBN
9788433938671
Categoría
Literatura

1

Aquella tarde oscureció pronto, que era lo normal para la época del año. Hacía frío y viento, lo que también era normal.
Empezó a llover, cosa que era especialmente normal.
Aterrizó una nave espacial, y eso no lo era.
En los alrededores no había nadie para verlo, salvo algunos cuadrúpedos espectacularmente estúpidos que no tenían la menor idea de cómo interpretarlo, de si tenían que tomárselo de algún modo, o comérselo, o qué. Así que hicieron lo de siempre, salir corriendo y tratar de ocultarse los unos debajo de los otros, cosa que nunca salía bien.
La nave descendió con suavidad de las nubes, como apoyada en un rayo de luz.
Desde lejos apenas se habría reparado en ella entre los relámpagos y las nubes de tormenta, pero vista de cerca resultaba extrañamente bella: una nave gris, de forma elegante y muy pequeña.
Desde luego, nunca se tiene la menor idea del tamaño o la forma que las distintas especies llegan a tener, pero si se considerasen los resultados del último informe sobre el Censo de la Galaxia Central como una guía precisa de promedios estadísticos, la capacidad de la nave probablemente se calcularía en seis personas; y se estaría en lo cierto.
De todos modos, es probable que lo hubiesen adivinado. El informe del Censo, como tantas otras encuestas por el estilo, había costado un enorme montón de dinero, y a nadie le dijo nada que no supiera ya, salvo que cada individuo de la Galaxia tenía 2,4 piernas y poseía una hiena. Dado que, evidentemente, eso no es cierto, todo el asunto quedó descartado al final.
La nave se deslizó hacia abajo suavemente entre la lluvia, mientras sus tenues focos la envolvían en delicados arcos iris. Emitía un zumbido muy quedo, que fue haciéndose cada vez más alto y profundo a medida que se acercaba al suelo, y que al llegar a una altura de quince centímetros se convirtió en un fuerte zumbido.
Por fin aterrizó y permaneció silenciosa.
Se abrió una escotilla. Se desplegó una pequeña escalera. Apareció una luz en la abertura, brillante, derramándose en la noche húmeda, y en el interior se movieron sombras.
Una silueta alta se recortó en la luz, miró alrededor, titubeó, y bajó deprisa los escalones, llevando bajo el brazo una amplia bolsa de la compra.
Se volvió e hizo una brusca señal única hacia la nave. La lluvia le empezó a chorrear por los cabellos.
–¡Gracias! –gritó–. Muchas gra...
Le interrumpió la seca descarga de un trueno. Alzó la vista con recelo y, en respuesta a una súbita ocurrencia, empezó a revolver dentro de la gran bolsa de plástico, en cuyo fondo descubrió entonces un agujero.
Las grandes letras que llevaba impresas a un lado, decían (para todo aquel que pudiese descifrar el alfabeto centáurico): MEGAMERCADO LIBRE DE IMPUESTOS, PUERTO BRASTA, ALFA CENTAURI. SEA COMO EL VIGÉSIMO SEGUNDO ELEFANTE REVALORIZADO DEL ESPACIO, ¡LADRE!
–¡Esperad! –llamó la silueta, haciendo señas a la nave.
La escala, que había empezado a plegarse de nuevo por la escotilla, se detuvo, volvió a extenderse y le permitió entrar otra vez.
Pocos segundos después volvió a salir con una toalla (usada) y raída que metió en la bolsa.
Se despidió de nuevo con la mano, se puso la bolsa bajo el brazo y echó a correr para refugiarse bajo unos árboles mientras, a su espalda, la nave ya iniciaba la ascensión.
Un relámpago fulguró en el cielo y la figura se detuvo un momento para seguir luego la marcha, deprisa, reconsiderando el camino para mantenerse apartada de los árboles. Se movía con rapidez, resbalando aquí y allá, encorvada para protegerse de la lluvia, que ahora caía con creciente intensidad, como arrojada del cielo.
Sus pies chapoteaban por el barro. El trueno retumbaba en las montañas. Inútilmente, se limpió la lluvia de la cara y siguió avanzando a trompicones.
Más luces.
Esta vez no eran relámpagos, sino luces más tenues y difusas que barrían lentamente el horizonte y desaparecían.
Al verlas, la figura se detuvo de nuevo y luego redobló el paso, dirigiéndose en línea recta al punto del horizonte de donde procedían.
Pero entonces el terreno empezó a hacerse más pendiente, empinándose hacia arriba, y al cabo de doscientos o trescientos metros, terminaba en un obstáculo. Se detuvo a examinar la barrera y luego arrojó la bolsa por encima, antes de escalarla ella misma.
Apenas había tocado el suelo al otro lado, cuando una máquina salió de la lluvia derramando torrentes de luz a través del muro de agua. La figura se echó atrás mientras la máquina avanzaba velozmente hacia ella. Tenía una forma achaparrada y bulbosa, como una pequeña ballena flotando: lustrosa, gris y redonda, moviéndose con velocidad aterradora.
Instintivamente, la figura alzó las manos para protegerse, pero sólo le alcanzó un chorro de agua, mientras la máquina pasó como una exhalación y se perdió en la noche.
La iluminó brevemente otro relámpago que surcó el cielo, lo que le permitió leer a la empapada figura detenida al borde de la carretera durante una décima de segundo, antes de que desapareciera, un pequeño letrero que la máquina llevaba en la parte trasera.
Ante el aparente incrédulo asombro de la figura, el letrero decía: «Mi otro coche también es un Porsche».

2

Rob McKenna era un despreciable hijo de puta y él lo sabía porque a lo largo de los años se lo había dicho mucha gente y no veía razón para contradecirlo, salvo la evidente de que le gustaba discrepar, sobre todo de las personas que no le gustaban, lo que a fin de cuentas incluía a todo el mundo.
Suspiró y cambió de marcha.
La cuesta empezaba a hacerse más pronunciada y su camión iba lleno de aparatos daneses para controlar radiadores termostáticos.
No es que tuviese una predisposición natural para estar de tan mal humor, al menos eso esperaba. Sólo era la lluvia que le deprimía, siempre la lluvia.
Ahora estaba lloviendo, para variar.
Era un tipo de lluvia particular, que le desagradaba especialmente, sobre todo cuando conducía. Le había puesto un número. Era lluvia del tipo 17.
En alguna parte había leído que los esquimales tenían más de doscientas palabras para la nieve, sin las cuales su conversación probablemente se volvería muy monótona. Así que distinguían la nieve fina y la gruesa, la suave y la pesada, la nieve fangosa, la frágil, la que cae a ráfagas, la que arrastra el viento, la nieve que desprende las botas del vecino por el limpio suelo del iglú, las nieves de invierno, las de primavera, las nieves que se recuerdan de la infancia, que eran muchísimo mejores que cualquier nieve moderna; la nieve fina, la nieve ligera, la de la montaña, la del valle, la que cae por la mañana, la que cae por la noche, la que cae de repente cuando uno va a pescar, y la nieve sobre la que mean los perros esquimales a pesar de los esfuerzos para enseñarles a que no lo hagan.
Rob McKenna tenía anotados en su librito doscientos treinta y un tipos diferentes de lluvia y no le gustaba ninguno.
Metió otra velocidad y el camión aumentó las revoluciones. Gruñó de forma placentera por todos los aparatos daneses de control de radiadores termostáticos que transportaba.
Desde que saliera de Dinamarca la tarde anterior, había pasado por el tipo 33 (llovizna punzante que deja las carreteras resbaladizas), por el 39 (fuerte chaparrón), de 47 al 51 (de una suave llovizna vertical a otra ligera, pero muy sesgada, hasta un calabobos moderado y refrescante), por el 87 y 88 (dos variedades sutilmente distintas del chaparrón torrencial vertical), por el 100 (el chubasco que sigue al chaparrón, frío), por todos los tipos de borrasca marina comprendidos entre el 192 y el 213 al mismo tiempo, por el 123, el 124, el 126, el 127 (aguaceros fríos, templados e intermedios, tamborileos sobre la carrocería, continuos y sincopados), por el 11 (gotitas alegres) y ahora por el que menos le gustaba de todos, el 17.
La lluvia del tipo 17 era un sucio chorro que golpeaba tan fuerte contra el parabrisas, que daba igual tener las escobillas conectadas o no.
Comprobó esta teoría desconectándolas un momento, pero resultó que la visibilidad empeoró más todavía. Y tampoco mejoró cuando volvió a conectarlas.
En realidad, una de las escobillas empezó a dar aletazos.
Suuiss suuiss plop, suuiss suuiss plop, suuiss suuiss plop, suuiss suuiss plop, suuiss plop plop, plap, rayajo.
Aporreó el volante, dio patadas al suelo y golpes al radiocasete, hasta que de pronto empezó a sonar Barry Manilow; luego lo golpeó de nuevo hasta que se paró, y soltó tacos y tacos. Tacos y más tacos.
En aquel preciso momento, cuando su furia alcanzaba el punto culminante, percibió una forma indistinta surgida ante los faros, apenas visible en el chaparrón, al borde de la carretera.
Una pobre figura manchada de barro, extrañamente vestida, más mojada que una nutria...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Hasta luego, y gracias por el pescado
  4. Epílogo
  5. Créditos