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  1. 320 páginas
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Oliver Sacks siempre se ha sentido atraído por las islas, esos «experimentos de la naturaleza, lugares benditos y malditos por su singularidad geográfica, que albergan formas de vida únicas». En su última obra, esta fascinación le lleva más lejos que nunca, a las remotas islas del Pacífico, donde concilia su afición a explorar el mundo real con su pasión por investigar el mundo de la mente. En esta ocasión abandona transitoriamente a los individuos y con herramientas no sólo de neurólogo sino también de antropólogo, investiga a grandes grupos de población que han sido condicionados por un defecto o una deficiencia física. En Pingelap y Pohnpei, dos diminutas islas de Micronesia, una proporción muy elevada de la población es completamente ciega al color. Sacks, acompañado por un oftalmólogo y por un científico noruego que también ve el mundo en blanco, negro e infinitos grises, visita las islas e investiga la influencia que esta peculiaridad de sus habitantes tiene sobre la vida cotidiana y cómo se refleja en su cultura y sus mitos. En Guam, otra isla del Pacífico, existe una enfermedad neurodegenerativa que ha sido endémica en los últimos cien años. El lytico-bodig, como la denominan los nativos, se presenta a veces como una parálisis progresiva, que convierte a quienes la sufren en estatuas humanas; en otras ocasiones sus síntomas son parecidos a los del síndrome de Parkinson, acompañado de demencia. A pesar de años de investigación, esta enfermedad continúa siendo un enigma. Una hipótesis, nunca probada, la atribuye al consumo de harina fabricada con las semillas de la cicadácea, un árbol cuyo origen se remonta a la prehistoria y que siempre ha fascinado a los botánicos. Pero "La isla de los ciegos al color" es mucho más que la intrigante exploración de dos enigmas médicos; es también la absorbente crónica del viaje por unas islas que siempre se nos han aparecido como remotas y misteriosas, visitadas por Darwin y ocupadas por los japoneses en la Segunda Guerra Mundial. Porque Oliver Sacks es la mejor prueba de que la casi siempre impenetrable división entre las artes y las ciencias podría no existir. Catedrático de neurología en una de las mejores escuelas de medicina, sus libros muestran un sólido y actualizado conocimiento científico pero también son narraciones apasionantes que atrapan al lector, y son siempre un vehículo para una audaz, original exploración de la condición humana.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433939333

Libro segundo

La isla de las cicas

GUAM
Todo comenzó con una llamada telefónica a principios de 1993. «Es de un tal doctor Steele», dijo Kate. «John Steele, de Guam.» Años atrás, en Toronto, yo había tenido algún contacto con un John Steele, un neurólogo. ¿Sería él? Y, de ser así, me pregunté, ¿por qué razón me llamaba ahora, y desde Guam? Levanté el teléfono, algo indeciso. Cuando mi interlocutor se presentó, resultó ser, en efecto, el John Steele al que conocí. Me contó que llevaba doce años viviendo y trabajando en Guam.
Guam había despertado un interés especial entre los neurólogos durante los cincuenta y los sesenta debido a las numerosas descripciones publicadas de una extraordinaria enfermedad endémica de la isla, una enfermedad que los nativos de Guam, los chamorros, llamaban lytico-bodig. La enfermedad, aparentemente, podía manifestarse de distintas formas, unas veces como lytico, una parálisis progresiva que se asemejaba a la esclerosis lateral amiotrófica o enfermedad de las neuronas motoras, y otras veces como bodig, una afección comparable al parkinsonismo, ocasionalmente acompañada de demencia. Investigadores ambiciosos llegaron de todas partes del mundo a Guam, ávidos por hallar la causa de tan misteriosa enfermedad. Pero, por insólito que parezca, la causa de la dolencia no pudo ser descubierta por ninguno de ellos, y, después de repetidos fracasos, el interés por el lyticobodig decayó. No había vuelto a oír hablar de él durante los últimos veinte años, y daba por sentado que había desaparecido lentamente, sin que se hubiera llegado a conocer su causa.
Nada más alejado de la realidad, me dijo John. Trataba a cientos de pacientes con lytico-bodig. La enfermedad seguía existiendo, y todavía no se había descubierto su causa. Los investigadores iban y venían, comentó; muy pocos se quedaban una temporada relativamente larga. Pero lo que más lo sorprendía, después de llevar doce años en la isla y haber visto cientos de pacientes, era la ausencia total de uniformidad, y lo extraño de las manifestaciones de la enfermedad; ésta, a su juicio, era muy parecida a la variada gama de síndromes postencefalíticos que aparecieron después de la epidemia de encefalitis letárgica durante la Primera Guerra Mundial.
El cuadro clínico del bodig, por ejemplo, se caracteriza a menudo por una profunda inmovilidad, casi catatónica, con relativamente poco temblor o rigidez, una inmovilidad que puede disiparse de repente, o incluso convertirse en una exagerada agitación motora, en cuanto a los pacientes se les suministra una pequeña dosis de l-dopa,* lo cual, en opinión de John, era extraordinariamente parecido a lo que observé en mis pacientes postencefálicos, tal como explico en mi libro Despertares.
Los trastornos postencefálicos han desaparecido prácticamente en la actualidad, y, dado que había trabajado con una extensa y única población de postencefálicos (sobre todo, ancianos) en Nueva York durante los sesenta y los setenta, me encontraba entre los pocos neurólogos contemporáneos que los conocían por experiencia directa.45 Así que John deseaba que me desplazara a Guam para visitar a sus pacientes, a fin de que pudiera hacer comparaciones y contrastes directamente entre ellos y los míos.
El parkinsonismo que afectaba a mis pacientes postencefálicos había sido causado por un virus; otras formas de parkinsonismo son hereditarias, como sucede en las Filipinas; y hay algunas de origen tóxico, como la que afecta a los trabajadores de las minas de manganeso en Chile o a los «adictos congelados» que destruyeron sus mesencéfalos con la droga sintética MPTP.** En los años sesenta se sugirió que el lytico-bodig también era causado por un veneno, adquirido al ingerir harina procedente de las semillas de las cicas que crecen en la isla. Esta exótica hipótesis era la dominante a mediados de los sesenta, cuando me especializaba en neurología, y me atrajo particularmente porque siento verdadera pasión por esas plantas primitivas, una pasión que se inició en la infancia. De hecho, tengo tres pequeñas cicas en mi oficina: una Cycas, una Dioön y una Zamia, todas apiñadas alrededor de mi escritorio (Kate tiene una Satngeria al lado del suyo), y se lo dije a John.
NOTA NOTA
«¿Cicas, dices? ¡Aquí encontrarás todas las que quieras, Oliver!», me respondió con vehemencia. «Las hay por toda la isla. A los chamorros les encanta la harina que se obtiene de sus semillas; la llaman fadang o federico. Pero no estoy demasiado seguro de que las cicas sean responsables del lytico-bodig... Y en Rota, al norte de aquí, a un corto salto en avión, puedes encontrar bosques vírgenes de cicas, tan densos y lujuriantes que creerás que estás en el jurásico.
»Te encantará, Oliver, desde todos los puntos de vista. Recorreremos la isla observando las cicas y visitando a mis pacientes. Podrás llamarte cicadólogo neurologista o neurólogo cicadista. En cualquiera de las dos cosas, ¡conseguiremos un éxito total en Guam!»
Una vez el avión empezó a descender en círculos camino del aeropuerto, tuve mi primera impresión de la isla. Era más grande que Pohnpei, y alargada, semejante a un gigantesco pie. Cuando sobrevolamos su extremo sur, pude ver los pueblos de Umatac y Merizo, que parecían anidar en el montañoso terreno. Desde lo alto era evidente que toda la zona nororiental de la isla había sido convertida en base militar, y a medida que descendíamos vi surgir los rascacielos y las autopistas del centro de Agaña.
La terminal estaba abarrotada de gente de una docena de nacionalidades, que se apresuraba en todas direcciones. No sólo había chamorros, hawaianos, palaoenses, pohnpeianos, marshalleses, chuukeses y yapeses, sino también filipinos, coreanos y, en gran número, japoneses. John me esperaba a la salida; resultaba una figura fácil de identificar entre la agitada multitud, pues es alto y pálido, de cabello cano y complexión fuerte. Era el único hombre en el aeropuerto, por lo que pude ver, que llevaba chaqueta y corbata (la mayoría vestían camisetas de colores brillantes y bermudas). «¡Oliver!», me llamó con un grito. «¡Bienvenido a Guam! ¡Me alegra verte! Lograste sobrevivir a los zarandeos del Island Hopper, ¿eh?»
Atravesamos el congestionado aeropuerto y salimos al aparcamiento a buscar el coche de John, un abollado descapotable blanco. Bordeamos Agaña y nos dirigimos a la parte sur de la isla, hacia Umatac, donde vive John. Me había sentido un poco aturdido al llegar al aeropuerto, pero a medida que avanzábamos hacia el sur los hoteles, los supermercados, todo el bullicio occidental, quedaron atrás, y pronto nos encontramos transitando por un terreno alegre y ondulado. El aire se enfrió a medida que el camino ascendía zigzagueando por las laderas del monte Lamlam, el punto más alto de la isla. Nos detuvimos en un mirador, bajamos y estiramos las piernas. Por debajo de nosotros la hierba cubría las laderas, pero más arriba, en la montaña, podía verse una masa compacta de árboles. «¿Ves esos puntos de verde brillante que sobresalen por entre el follaje más oscuro?», preguntó John. «Son cicas con hojas nuevas. Probablemente conoces la Cycas revoluta, la cica por antonomasia, gruesa y de poca altura, que uno se encuentra por todas partes», añadió. «Pero eso que hay ahí son cicas arborescentes de la especie Cycas circinalis. De lejos parecen palmeras.» Cogí los prismáticos y las observé con atención, feliz de haber hecho el largo viaje hasta la isla de las cicas.
Regresamos al coche y avanzamos unos minutos más hasta que John volvió a detenerse al borde de un precipicio. A nuestros pies, resplandeciente bajo el sol, estaba la bahía de Umatac, la bahía donde arribaron las naves de Magallanes durante la primavera de 1521. El pueblo se apiñaba junto al agua alrededor de una iglesia blanca, cuya aguja se elevaba por encima de las construcciones que la rodeaban. La ladera que descendía hasta la bahía estaba cubierta de casas. «He visto este paisaje miles de veces», comentó John, «pero nunca me canso de hacerlo. Siempre resulta tan hermoso como la primera vez.» Cuando nos encontramos en el aeropuerto, el comportamiento de John fue tan convencional como su indumentaria, pero ahora, mientras contemplaba Umatac, afloró un aspecto distinto de su personalidad. «Siempre me han gustado las islas», dijo, « y cuando leí el libro de Arthur Grimble A Pattern of Islands... ¿Lo conoces? Bueno, no importa, el caso es que cuando lo leí comprendí que no sería feliz hasta que viviera en una isla del Pacífico.»
Volvimos a subir al coche e iniciamos el sinuoso descenso hacia la bahía. De pronto, John detuvo el vehículo una vez más y señaló un cementerio en la ladera de la montaña. «Umatac tiene la mayor incidencia de lytico de la isla», comentó. «Así es como termina.»
Un largo puente colgante –recargado, chillón, desconcertante– salvaba un torrente en el punto en que la carretera penetraba en el pueblo. No conocía su historia ni comprendí su función; resultaba tan incongruente como el antiguo puente de Londres en su nuevo emplazamiento en Arizona. Sin embargo, se alzaba en el aire de un modo alegre, festivo, que comunicaba la sencilla euforia de un ánimo feliz. Entramos en el pueblo y, a medida que lo atravesábamos lentamente, la gente saludaba a John agitando la mano o gritando su nombre. Me pareció que en ese momento los restos de convencionalismo que aún le quedaban se disolvieron, y de repente, se mostró totalmente relajado, ya en casa.
John vive en una casa baja y confortable, a un paso del pueblo, rodeada de palmeras, plataneras y cicas. Podía retirarse a su estudio y sumergirse en sus libros o, en menos de un minuto, encontrarse con sus amigos y pacientes. Tenía una nueva pasión, la apicultura. Los panales, colocados en cajas de madera, se encontraban a un lado de la casa, y pude oír el zumbido de las abejas al llegar.
Mientras John preparaba té, esperé en su estudio y eché una ojeada a los libros. Había visto una reproducción de Gauguin en la sala, encima del sofá, y nada más entrar en el estudio vi el Diario íntimo de Gauguin aprisionado entre los volúmenes de los Annals of Neurology. Esta yuxtaposición me pareció algo rara. ¿Se consideraría John una especie de Gauguin neurólogo? Había cientos de libros, folletos y grabados antiguos que trataban de Guam, en su mayoría relacionados con la ocupación española. Todo aparecía revuelto, puesto de cualquier manera, entre sus apuntes y libros de neurología. John apareció en ese instante, con una gran tetera y una bandeja con una extraña masa de color púrpura fluorescente.
«Se llama ube», dijo. «Es muy popular aquí. Lo elaboran con ñames de color púrpura.» Nunca había probado un helado tan harinoso, tan parecido al puré de patatas, y de un color tan extraordinario. Pero resultó suave y dulce, y se me disolvía en la boca a medida que lo comía. Ahora que ya estábamos en su biblioteca, más relajados con la taza de té y el ube, John empezó a hablar de sí mismo. Había estudiado en Toronto (en efecto, durante esa época, más de veinte años atrás, habíamos intercambiado correspondencia sobre el tema de las migrañas infantiles y las alucinaciones visuales que algunas veces las acompañan). Mientras se especializaba, descubrió con otros colegas una importante afección neurológica (la parálisis supranuclear progresiva, que ahora se conoce como síndrome de Steele-Richardson-Olszewski). Realizó estudios de posgrado en Inglaterra y Francia, y todo parecía indicar que se abría ante él una brillante carrera. Pero, al mismo tiempo, era consciente de querer algo totalmente distinto y sentía un fuerte deseo de asistir a sus pacientes como médico de cabecera, igual que habían hecho su padre y su abuelo antes que él. Enseñó y practicó en Toronto por unos años más y en 1972 decidió trasladarse al Pacífico.
Arthur Grimble, cuyo libro tanto emocionara a John, había sido administrador de un distrito en las islas Gilbert y Ellice antes de la Primera Guerra Mundial, y su descripción de la vida en ellas hizo que John decidiera ir a Micronesia. De haber podido hacerlo, se habría dirigido directamente a las Gilbert, igual que Grimble, pues aunque esas islas habían cambiado de nombre (ahora se llaman Kiribati), se mantenían intactas, apenas contaminadas por el comercio y la modernización. Pero no había ninguna vacante médica allí, así que John tomó rumbo hacia las islas Marshall, hacia Majuro. En 1978 se trasladó a Pohnpei, donde tuvo su primera experiencia de una isla volcánica montañosa. Aquí fue también donde descubrió el maskun, la ceguera al color hereditaria entre los inmigrantes de Pingelap, a muchos de los cuales trató en su consulta. Finalmente, en 1983, después de haber conocido las Marshall y las Carolinas, viajó a las Marianas y a Guam. Esperaba establecerse allí y llevar la tranquila existencia de un médico de cabecera rural, o, en su caso, de un médico de cabecera insular, rodeado por una comunidad y en estrecha relación con ella. Por otra parte, en algun rincón de su cerebro estaba siempre presente el enigma que se escondía detrás de la enfermedad de Guam y soñaba que, quizás, él sería el escogido para resolverlo.
Había vivido primero en la bulliciosa y occidentalizada Agaña, pero muy pronto sintió la irresistible necesidad de trasladarse a Umatac. Si tenía que trabajar con los chamorros y su enfermedad, deseaba estar entre ellos, participar de su comida, de sus costumbres, de sus vidas. Y Umatac era el epicentro de la enfermedad, el lugar donde ésta siempre había sido más frecuente. Los chamorros se referían a veces al lytico-bodig como chetnut Humatac, la enfermedad de Umatac. Allí, en ese pueblo, en un radio de unos cientos de metros, debía de encontrarse el secreto del lytico-bodig. Y con él, tal vez, el secreto de la enfermedad de Alzheimer, de la enfermedad de Parkinson, de la esclerosis lateral amiotrófica, pues parecía tener características comunes con todas ellas. «Aquí, en Umatac está la respuesta», afirmó John, «si es que la podemos encontrar. Umatac es la piedra de Rosetta de las enfermedades neurodegenerativas, Umatac es la clave para descubrir su agente causal.»
John se había sumergido en una especie de ensoñación mientras relataba la historia de su vagabundeo, de la eterna pasión por las islas que había sentido toda su vida, de su llegada final a Guam, pero, de repente, se puso de pie de un salto y exclamó: «¡Es hora de que nos marchemos! ¡Estella y su familia nos esperan!» Cogió su maletín, se puso un sombrero de fieltro y echó a andar hacia el coche. Yo también había entrado en una especie de trance, pero el apremiante tono de su voz me hizo volver a la realidad.
Pronto volábamos por la carretera hacia Agat, un viaje que me puso un poco nervioso pues John se había lanzado a explicarme otras reminiscencias, el relato íntimo de su encuentro personal con la enfermedad de Guam, de las vicisitudes de su pensamiento, su trabajo y su vida en Guam. Hablaba con pasión, con gestos vehementes y enérgicos, y temí que no prestara la debida atención a la carretera.
«La historia de los incansables y exasperantes, por lo fallidos, esfuerzos para descubrir la causa de la enfermedad es extraordinaria, sea cual fuere el punto de vista desde el cual la consideres, tanto por lo que se refiere a la enfermedad en sí como a su impacto en los habitantes de la isla.» Harry Zimmerman, añadió, fue el primero en describirla, en 1945, cuando era un joven médico de la marina y fue destinado a la isla después de la guerra; advirtió la extraordinaria incidencia en la isla de lo que consideró esclerosis lateral amiotrófica, y la muerte de dos pacientes le permitió confirmar su diagnóstico mediante la autopsia.46 Después, otros médicos destinados en Guam proporcionaron nuevas y más extensas informaciones acerca de esa intrigante enfermedad. Pero tal vez era necesario un modo de pensar diferente, el de un epidemiólogo, para comprender la verdadera importancia de todo aquello. Y es que a los epidemiólogos les fascina la patología inducida, por así decirlo, por la geografía, las especiales circunstancias que son consecuencia de la constitución física, la cultura o el entorno y predisponen a una población para padecer una enfermedad específica. Leonard Kurland, un joven epidemiólogo del Instituto Nacional de la Salud, de Washington, cuando leyó los informes iniciales, comprendió al punto que Guam era un fenómeno muy raro, el sueño de todo epidemiólogo: un enclave epidemiológico aislado geográficamente.
«Estos enclaves», escribiría después Kurland, «son altamente codiciados, pues no sólo estimulan nuestra curiosidad, sino que, además, el estudio de las enfermedades en tales lugares puede revelar ciertas conexiones genéticas o ecológicas que de otra forma no se podrían apreciar.» El estudio de los enclaves epidemiológicos –islas de enfermedades– tiene un papel fundamental en medicina y con frecuencia conduce a la identificación ...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Libro primero. La isla de los ciegos al color
  4. Libro segundo. La isla de las cicas
  5. Bibliografía
  6. Lista de ilustraciones
  7. Créditos
  8. Notas