Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

Un día en la vida

  1. 296 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Narrativas hispánicas

Un día en la vida

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Tercera y última parte de los diarios con los que Piglia ha puesto un broche de oro a su prodigiosa carrera literaria.

Un día en la vida culmina la publicación de Los diarios de Emilio Renzi, que ponen un broche de oro a la producción literaria de uno de los escritores fundamentales de las letras latinoamericanas. Esta última entrega completa el autorretrato de Piglia a través del personaje interpuesto de su álter ego. Sigue aquí la exploración de un periplo vital y creativo, la indagación en la escritura y sus mecanismos, la reflexión sobre la literatura a través de lecturas muy diversas. Y asoman encuentros, películas, la convulsa situación política argentina, la tarea profesoral en Estados Unidos...

Este volumen se divide en tres bloques: el primero, «Los años de la peste», es la última parte de los diarios de Renzi, fechada entre 1976 y 1982; el segundo, «Un día en la vida», es una narración en la que Renzi cede la palabra y se convierte en personaje contado en tercera persona, y el tercero, «Días sin fecha», reúne anotaciones de los últimos años, en las que se evocan instantes de felicidad, la última clase en Princeton y la aparición de la enfermedad que de modo lento pero implacable impone su ley. Se cierra, pues, de forma ya póstuma la aventura literaria de Emilio Renzi. Con ella Ricardo Piglia deja escrita una obra diarística destinada a convertirse en un clásico imprescindible del género en lengua castellana, que desde la publicación del primer volumen ha generado la reacción entusiasta de lectores y críticos.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433938213
Categoría
Literatura

I. Los años de la peste

1. SESENTA SEGUNDOS EN LA REALIDAD

Había pasado varios meses, exactamente desde principios de abril de 2014 hasta fines de marzo de 2015, trabajando en sus diarios, aprovechando una dolencia, pasajera según los médicos, que le impedía salir afuera; como decía bromeando Renzi a sus amigos, salir afuera nunca fue una tentación para mí, tampoco me interesa lo que podríamos llamar ir adentro, o estar adentro, porque inevitablemente, les dijo Renzi a sus amigos, uno se pregunta ¿adentro de qué?, en fin, que gracias a –o a causa de– esa dolencia pasajera había podido por fin dedicar todo su tiempo y toda su energía a revisar, releer, revisitar, sus diarios, de los que había hablado demasiado en otra época, porque siempre estaba tentado –en otra época– de hablar de su vida, aunque no se trataba de eso, sino de hablar de sus cuadernos. Pero no lo hacía, apenas si aludía a esa obra personal, privada y «confidencial», aunque muchas veces lo que había escrito en sus cuadernos pasaba, como quien dice, tal cual en sus novelas y ensayos, y en los cuentos y relatos que había escrito a lo largo de los años.
Pero ahora, aprovechando la dolencia que lo había atacado de pronto, pudo encerrarse en su estudio, dedicado a transcribir los cientos y cientos de páginas escritas con su letra manuscrita en sus cuadernos de tapa de hule. De modo que cuando se sintió afectado por una dolencia misteriosa, cuyos signos eran visibles –por ejemplo, le costaba mover la mano izquierda– pero cuyo diagnóstico era incierto, entonces, como decía, dijo Renzi, empezó una tarea interior, hecha adentro, o sea, sin salir a la calle. No había leído sus diarios cronológicamente, no lo hubiera soportado, les había dicho Renzi a sus amigos. Antes, muchas veces había emprendido la tarea de leerlos e intentar pasarlos a máquina, «en limpio», pero a los pocos días había desertado de la espantosa sucesión cronológica y abandonaba el trabajo. Sin embargo, pensaba publicar Renzi sus notas personales siguiendo el orden de los días, porque luego de desechar otros modos de organización, por ejemplo, seguir un tema o una persona o un lugar a lo largo de los años en sus cuadernos y darle a su vida un orden aleatorio y serial, había comprendido que de ese modo se perdía la experiencia confusa, sin forma y contingente de la vida, y por lo tanto era mejor seguir la disposición sucesiva de los días y los meses. Porque había comprendido de pronto que por un lado estaba su trabajo –¿pero era un trabajo?– de leer, de investigar, de rastrear en sus cuadernos, y otra cuestión muy distinta era el orden de publicación de las notas que registraban su vida. Conclusión, no es lo mismo leer que dar a leer. Un asunto es la investigación y otro la exposición, eso lo había aprendido en la Facultad, para un historiador son antagónicos el tiempo que pasa en el archivo buscando a ciegas lo que imagina que está ahí y el tiempo que le demanda exponer los resultados de la investigación. Lo mismo sucede si uno se convierte en historiador de sí mismo.
De modo que había decidido presentar sus diarios en orden cronológico dividiendo lo escrito en tres grandes partes, respetando las etapas de su vida, porque había descubierto, al leer los cuadernos, que era posible una división bastante clara en tres tiempos o períodos. Pero cuando en abril del año anterior había enfrentado la tarea de relectura y copia de las entradas de su diario, se dio cuenta de que era insoportable imaginar su vida como una línea continua y, rápidamente, decidió leer sus cuadernos al azar. Estaban archivados de cualquier manera en cajas de cartón de distintas procedencias y tamaños, lo habían acompañado a todos lados esos cuadernos, y por lo tanto el desorden de las mudanzas había roto toda ilusión de continuidad. Nunca había intentado archivarlos ordenadamente. Los cambiaba de lugar y de posición según su estado de ánimo, los miraba sin abrirlos, por ejemplo, tirados en el piso o apilados en su escritorio, y lo abrumaba la cantidad de espacio físico que ocupaban sus notas personales. Una tarde, siguiendo el ejemplo de su abuelo Emilio, había decidido destinar una habitación exclusivamente a sus diarios. Que estuvieran en un solo lugar y, sobre todo, que se pudiera cerrar la puerta de acceso, incluso con llave, lo tranquilizaba. Pero no lo hizo. Si había desperdiciado parte de su vida escribiendo los hechos y los pensamientos en un cuaderno, no iba encima a desperdiciar un cuarto de su casa para sentarse y pasar noches enteras leyendo y releyendo las estupideces catastróficas de su vivir, porque no era su vida, era el transcurrir de los días. Así que usó unas cajas de cartón que le pidió a su amigo el almacenero de la calle Ayacucho y usó cajas de productos diversos para guardarlos y encajonarlos sin ningún orden y, por fin, para no tentarse, decidió ponerse de espaldas a los cuadernos, guardados en ocho cajas, y luego, sin mirar, al tanteo, sacar un cuaderno. Así, según Renzi les dijo a sus amigos, había logrado desarticular por completo su experiencia y pasar de sus notas de unos meses en los que estaba solo e inactivo a otro cuaderno donde se descubría activo, lúcido y conquistador. De ese modo empezó a percibir que era varias personas al mismo tiempo. Por momentos, un fracasado y un inútil, pero, al leer luego un cuaderno escrito cinco años antes, descubría a un joven talentoso, inspirado y ganador. La vida no debe ser vista como una continuidad orgánica, sino como un collage de emociones contradictorias, que de ningún modo obedecen a la lógica de causa y efecto, de ningún modo, volvió a decir Renzi, no hay progresión y por supuesto no hay progreso, nadie aprende nada de su experiencia, salvo que haya tomado la precaución, un poco demencial e injustificada, de escribir y describir la sucesión de los días porque entonces, en el futuro –y nada más que en el futuro–, brillará como una fogata en el campo, o mejor, arderá, en esas páginas, el sentido. La unidad es siempre retrospectiva, en el presente todo es intensidad y confusión, pero si miramos el presente cuando ya ha pasado y nos instalamos en el porvenir para volver a ver lo que hemos vivido, entonces, según Renzi, algo se aclaraba.
Había pasado todos esos meses, de principios de abril a finales de marzo, hundido en la laguna, a veces turbia, a veces clara y transparente, de su existencia. Muchas veces había estado durante un tiempo capturado por un escritor o un filósofo, y había pasado meses hundido en la masa de escritos de un autor –por ejemplo Malcolm Lowry o Jean-Paul Sartre– y había leído todo lo escrito por él y todo lo escrito sobre él, pero ahora, aunque el sistema, para verlo así, era el mismo, todo era distinto porque el sujeto de la investigación era él mismo, el sí mismo, dijo con una carcajada. El sí mismo, el en sí de uno, pero como uno no es uno, sino otro y otro, en un círculo abierto, se comprende que la forma de expresión debe ser fiel a la contingencia y al desorden y que su único modo de organización debe ser el fluir de la vida misma.
Desde abril del año anterior se había dedicado, con la ayuda invalorable y sarcástica de su asistente mexicana, Luisa, a quien le había dictado, dictó ahora Renzi, todos sus cuadernos, y en medio de bromas y risas habían logrado nadar en la laguna de aguas a la vez turbias y transparentes. Ese día, el lunes 2 de febrero, ya habían llegado a la orilla y podían mirar en perspectiva lo que habían hecho. En medio de la maraña de páginas, escritas, leídas, dictadas y pasadas en limpio, brillaban algunos hechos, algunos acontecimientos o situaciones que había capturado y entrevisto al dictarle, como si volviera a vivirlos. Toda experiencia es, digamos así, retrospectiva, un après-coup, una revelación tardía, salvo dos o tres momentos de la vida en los que la pasión define la temporalidad y fija en el presente la señal que perdura. La pasión, vuelve a decir Renzi, es siempre actual, es lo actual, porque se manifiesta en un presente puro que persiste como un diamante en la vida. Si se vuelve a ella, no es para recordarla sino para vivirla, ahora, una vez ...

Índice

  1. Portada
  2. I. Los años de la peste
  3. II. Un día en la vida
  4. III. Días sin fecha
  5. Créditos
  6. Notas