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Es más de medianoche de uno de esos viernes en que los invitados ya se han ido a sus casas y el anfitrión y la anfitriona, borrachos, tratan de restablecer el orden.
–Demasiada grasa –dice Paul, trayendo platos desde el comedor–. Las patatas nadaban en mantequilla, la ensalada estaba empapada de aliño.
Elaine, ante el fregadero, en delantal, con guantes de goma, procura protegerse. Todavía no se ha dado cuenta, pero a pesar de sus esfuerzos profilácticos tiene la ropa manchada. Más tarde se preguntará si se podrá quitar la mancha, si se podrá limpiar el vestido. Lamentará haberlo comprado, haber preparado la cena y el inmenso trabajo de dejarlo todo otra vez como estaba.
Paul entra en el comedor y esta vez vuelve con las copas de vino y la botella encajada debajo del brazo.
Elaine tira sobras de platos al cubo de la basura.
Paul deposita las copas, se lleva la botella a los labios y la termina, removiendo en la boca el último sorbo hasta que, inclinado por encima del hombro de Elaine, escupe el líquido en el fregadero y la salpica.
–Ten cuidado –dice ella.
–Cartílago –dice él–. Lo haces adrede. Envenenarme. He notado la grasa... yendo derecha a la arteria.
Esta vez ella tampoco dice nada.
–Debería comer legumbres.
–No puedo cocinar legumbres para ocho.
Llena el lavaplatos.
–¿Qué me dices de ella? –pregunta.
–¿De quién?
–De la amiga, el ligue –dice ella.
La mujer que Henry –que ha abandonado hace poco a Lucy, que a todos les gustaba mucho– ha lucido toda la noche como un trofeo.
–Maja –dice él, sin contar a su mujer que cuando le ha preguntado a la chica qué hacía (en qué trabajaba), ella le ha dicho: ¿En qué te gustaría que trabajara? Y cuando le ha preguntado: ¿Dónde vives?, ella le ha dicho: ¿Dónde te gustaría que viviera?
No le dice a su mujer que antes de marcharse ella le ha dicho: Dame tu número de teléfono, y que él se lo ha anotado en un papel de buena gana. Paula no le dice a Elaine que la chica ha prometido llamarle al día siguiente. Vuelve al comedor en busca de los platos de postre.
–¿Qué edad le calculas? –le grita Elaine.
Paul vuelve a la cocina con una bola de servilletas arrugadas en las manos. Vierte las migas en el fregadero.
–¿Qué edad te gustaría que tuviese?
–Sesenta –dice Elaine.
Termina de llenar el lavaplatos, murmurando:
–Espero que esté arreglado, que no se inunde, que no se haya soltado la junta, que tú tuvieses razón.
–Espero –dice Paul.
Ella añade detergente.
–El fregadero se está atascando –dice–. La casa se cae a pedazos. Aquí todo es una mierda.
–Hasta ahora ha durado –dice él, pensando en la chica. ¿Cuántos hijos tienes?, le ha preguntado ella. Dos, ha dicho él. ¿Eso no está por debajo de la media? ¿No deberías tener dos, coma, tres?
–Nos faltan tantas cosas –dice Elaine.
Paul no la escucha. ¿No deberías tener dos, coma, tres?, le ha preguntado ella, seriamente, como si fuese una posibilidad. Él no ha respondido. ¿Qué iba a decir? Le ha servido otro vaso de vino. Cada vez que no sabía qué decirle, le servía otro vaso de vino. Entre los dos se han tomado dos botellas. Tú sí que sabes llegarme, ha dicho ella, bebiendo.
Paul mira a Elaine: Elaine de espaldas, Elaine encorvada sobre el fregadero. Mira a Elaine y le levanta la falda, se aprieta contra ella, empieza a bajarle las bragas.
–¿Se supone que es en serio? –pregunta ella, sin dejar de fregar platos.
–No lo sé –dice él, mirando a la cazuela que ha contenido el asado; recubre el fondo una capa espesa de grasa blanca, congelada, veteada de jugo sanguinolento. Mira la cazuela sobre el mostrador y se imagina que hunde la mano en la grasa, unta con ella el culo de Elaine y se la folla.
Tiene las bragas bajadas hasta justo encima de las rodillas. El agua corre, el lavaplatos está en marcha.
Sin que ellos lo adviertan, con las pantuflas del pijama que le vuelven sigiloso, furtivo, indetectable, su hijo mayor, Daniel, se ha deslizado en la cocina. Abre la puerta de la nevera.
Paul se vuelve, le ve, rápidamente baja la falda de Elaine. Ella se queda avergonzada delante del fregadero.
–¿Qué estás haciendo? –pregunta Paul.
–¿Queda caviar? Mamá me ha dicho que si sobraba caviar podía comérmelo.
–Tendrías que estar durmiendo –dice Elaine.
Paul señala un platillo encima de la repisa. El niño saca pan blanco del frigorífico y unta de caviar una rebanada.
Elaine, procurando fingir que todo es normal, deambula por la cocina ordenando cosas. Se desplaza con pasitos peculiares, porque las bragas le sujetan las piernas como una banda grande de goma.
El niño se prepara un segundo emparedado de caviar.
–Basta –dice Elaine, quitándole el plato–. Es un manjar, no un refrigerio. No es una comida.
–¿Te parezco raro? –pregunta el niño; de repente, nuevamente, como si él fuera dos otra vez, todo es una pregunta–. ¿Es raro que coma caviar a media noche?
–Vete a la cama –dice Paul.
El niño sale de la cocina. Paul se acerca de nuevo a Elaine y vuelve a subirle la falda. Ella se vuelve.
–No me jodas –dice ella, cogiendo de la repisa un cuchillo de trinchar que aprieta contra el cuello de Paul.
–¿Qué quieres decir?
–Me insultas, insultas mis guisos. Yo soy lo que guiso –dice ella–. Soy una buena cocinera. Me he tomado un gran trabajo, muy grande, en preparar una buena cena. Antes te gustaba el asado de cordero, una vez dijiste que era tu plato favorito. Y también esta noche lo has comido, te has servido cuatro trozos: casi no has dejado para los demás. Menos mal que Ben es vegetariano.
Blande el cuchillo contra el cuello de Paula. Tiene todavía las bragas enrolladas alrededor de las piernas. Se siente indefensa.
–Lo decía en broma –dice Paul–. Me preguntaba si han acusado alguna vez a alguien de cometer un asesinato con un libro de cocina.
–Si quisiera matarte, lo haría así.
Pasa el cuchillo de un lado a otro del cuello, y la hoja rasga la piel y deja un corte superficial, como el que haría un papel. Un fina línea roja aflora en el cuello.
Paul corre al cuarto de baño. Ella le sigue, con su torpe anadeo. Él le cierra la puerta de un portazo. Las molduras flojas en torno al marco caen al suelo.
–No es nada –dice ella, a través de la puerta, subiéndose las bragas: por si tuvieran que ir al hospital–. Déjame ver, seguro que no es nada. Ha sido un accidente. Lo siento. No lo he hecho a propósito.
–Zorra –dice él, abriendo la puerta.
–Te he dicho que lo siento.
Ella vierte agua oxigenada en un kleenex y se lo aplica a la herida. Él hace una mueca de dolor.
–No seas chiquillo –dice ella–. Estábamos jugando.
Ella termina su quehacer en la cocina. Él sostiene una bolsa de hielo prensada contra el cuello.
–Para parar la hinchazón –dice.
–¿Qué hinchazón? –dice ella–. Es un corte, no un mordisco.
–¿Tú qué sabes?
Suben al dormitorio.
–La luz del pasillo está apagada –le dice ella.
–No quedan bombillas –dice él.
–Ponlo en la lista –dice ella.
Se desvisten. No hay nada más que decir.
Por la mañana, en su duermevela, los pensamientos de Elaine corren, vuelan a lo largo de una lista gigante, una letanía, todo lo que ha hecho en su vida, todo lo que no ha hecho, lo que se propone hacer, todas sus ideas y buenas intenciones. Su cerebro da vueltas hasta repasarlo todo. Mira al techo. La pintura está agrietada y se descascarilla. Hay que rasparla, rehacerlo. Se levanta, exhausta.
–¿Viste la barriga de Ben? –pregunta–. ¿Y qué me dices del pelo de Henry, a quién se cree que engaña? Es espantoso. ¿Y lo de Joan? Es lo que más me preocupa. Está tan deprimida que apenas puede hablar, y Ted ni siquiera se da cuenta.
–Se da cuenta –dice Paul, todavía dormido.
–¿Y qué hace?
–Se folla a la secretaria.
–La ayudante –dice Elaine.
–Perdona.
Elaine estira hacia ella las sábanas y las mantas de su lado de la cama. El año pasado cambiaron de cama; fueron de la ceca a la meca porque querían más espacio. «Al cabo de tantos años», les dijo el dependiente del comercio de colchones, «es difícil dormir encima de otra persona.» Ahora duermen a gusto, sin tocarse.
–Si nuestros amigos son repulsivos, ¿significa que nosotros lo somos? –pregunta Elaine.
–Probablemente –dice Paul.
–Repulsivos –dice ella, entrando...