Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 480 páginas
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Panorama de narrativas

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Una extraordinaria novela sobre la utopía y la libertad, ambientada en una isla báltica de la República Democrática Alemana el año en que cayó el muro de Berlín.

1989, el año en que en la República Democrática Alemana cayó el muro de Berlín. Ed, un joven estudiante de literatura, decide romper con todo para tratar de superar la desolación por la muerte de su novia en un accidente. Deja atrás su vida en una gris ciudad de provincias de la Alemania del Este y viaja hasta Hiddensee, una isla en la costa báltica. El lugar atrae a hippies, idealistas y disidentes del régimen comunista, que desde allí pueden intentar huir a Dinamarca.

Sin ningún plan preconcebido, Ed se mueve por la isla viviendo de trabajos esporádicos, entre ellos el de friegaplatos en el restaurante más popular de la zona. Entonces conoce a Alexander Krusowitsch, Kruso, personaje enigmático y dotado de un gran carisma, que es el líder oficioso de los marginados que se ganan la vida como trabajadores temporales.

Aunque reticente, Ed se introduce en su círculo, participa en los ritos de purificación y de amor libre que gobiernan las noches de esa comunidad y establece una intensa y compleja relación con Kruso que desborda los límites de la simple amistad... Hasta que las reverberaciones de la tensa situación de la RDA llegan a la isla y todo cambia para siempre.

Retratada en un año clave de la historia de Alemania, la isla báltica aporta a la novela una dimensión mítica –que incluye referencias a Robinson Crusoe–, y la suma de ambos planos desemboca en una sugestiva indagación sobre la utopía y las formas y los límites de la libertad. Una novela intensa, de inusitada belleza, que se ha convertido en hito de las letras alemanas.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433937780
Categoría
Literature

LUNA PEQUEÑA

Desde que se puso en camino, Ed se encontraba en un estado de excesiva tensión que le impedía dormir en el tren. Delante de la Estación del Este, que en el nuevo horario de trenes se llamaba Estación Central, había dos farolas, una casi enfrente, junto al edificio de Correos, y otra sobre la puerta principal, donde estaba aparcada una camioneta con el motor en marcha. La soledad de aquella noche no casaba con su idea de Berlín, pero qué sabía él de Berlín. Pronto regresó al vestíbulo y se acomodó en uno de los amplios antepechos de las ventanas. En el vestíbulo había tal silencio que desde su sitio pudo oír el tableteo con que arrancó fuera la camioneta.
Soñó con un desierto. En el horizonte, un camello que se acercaba. Flotaba en el aire, sostenido por cuatro o cinco beduinos, lo que parecía costarles cierto esfuerzo. Los beduinos llevaban gafas de sol, no le prestaban atención. Cuando Ed abrió los ojos, vio el rostro de un hombre, brillante de crema, tan cerca que al principio no podía verlo entero. El hombre era viejo y tenía los labios fruncidos, como si quisiera silbar..., o como si acabara de dar un beso. Al momento, Ed hizo un movimiento brusco hacia atrás, y el besador alzó los brazos.
«Oh, perdone, perdone, lo siento mucho, no quiero..., de verdad no quiero molestar, joven.»
Ed se frotó la frente, que notaba húmeda, y recogió sus cosas. El viejo olía a crema Florena, sus cabellos castaños estaban peinados hacia atrás formando un arco rígido y brillante.
«Es que», empezó con voz meliflua, «estoy en plena mudanza, una gran mudanza, y ahora ya es de noche, medianoche, muy tarde, qué mala suerte, y uno de mis muebles, un armario, realmente bueno, realmente grande, está todavía ahí fuera, en la calle...»
Mientras Ed se levantaba, el hombre señalaba hacia la puerta de la estación. «Vivo muy cerca, no está nada lejos, no se preocupe, sólo a cuatro o cinco minutos de aquí, mire, muchas gracias, joven.»
Por un momento había tomado en serio el asunto del viejo. Su mano tiraba del brazo de Ed, envuelto en la manga demasiado larga del jersey, como si quisiera llevarlo en alguna dirección. «¡Oh, venga usted, por favor!» Al decirlo empezó a frotar despacio la lana hacia arriba, muy poco a poco, con movimientos localizados sólo en el radio de las yemas de sus dedos, blandas como sebo, y finalmente Ed sintió un frote suave y elíptico en la muñeca. «¿Verdad que quieres venir...?»
Ed estuvo a punto de derribar al viejo al apartarlo a un lado de un empujón; en cualquier caso había sido demasiado violento.
«¿Es que ya no se puede ni preguntar?», gritó el besador, pero no en voz alta, más bien silbando, casi en silencio. Su tambaleo tampoco parecía natural, era como un pequeño baile previamente ensayado. El pelo se le había deslizado hasta la nuca, y en un primer momento Ed no comprendió cómo ocurría aquello y se asustó al ver de pronto la cabeza calva que planeaba como una luna pequeña y extraña en la penumbra del vestíbulo.
«Lo siento, yo... no tengo tiempo ahora.» Ed repitió: «No tengo tiempo.» Mientras cruzaba el vestíbulo, descubría en cada esquina figuras huidizas que con gestos casi imperceptibles trataban de llamar la atención y al mismo tiempo parecían empeñadas en disimular su presencia. Uno alzó al aire una bolsa de perlón, se la mostró con el dedo y le hizo señas con la cabeza. La expresión de su rostro era tan efusiva como la de un Papá Noel antes de repartir los regalos.
En el restaurante Mitropa de la estación olía a grasa quemada. Los tubos de neón de la vitrina, vacía a excepción de unas tazas de solianka puestas sobre una placa eléctrica, emitían un sonido tenue y cantarino. De la sopa cubierta de una membrana gris pálida sobresalían como arrecifes varios trozos grasientos de salchichas y de pepinillos que, en el calor constantemente renovado, subían y bajaban un poco y recordaban el trabajo de los órganos internos..., o el ritmo del pulso de la vida, pensó Ed, poco antes de que ésta se acabe. Sin querer, se llevó la mano a la frente: quizá sí había dado el salto y todo aquello era su último instante.
Policías de transporte entraron en la sala del restaurante. Brillaban las cortas viseras semicirculares de sus gorras y también el azul aciano de los uniformes. Llevaban un perro, que con la cabeza gacha parecía avergonzarse de su papel. «Billete, por favor; documentación, por favor.» Quien no podía probar que continuaba el viaje, tenía que salir al momento del restaurante. Arrastre de pies, movimiento de sillas: varios sufridos bebedores salieron dando traspiés, silenciosos y como si solamente hubiera sido su deber esperar a esta última orden. A las dos de la mañana, en el restaurante de la estación casi no quedaba un cliente.
Ed sabía que era una de las cosas que no había que hacer, pero se levantó y agarró uno de los vasos semillenos. Aún de pie, se lo bebió de un trago. Satisfecho, regresó a su mesa. Es el primer paso, pensó Ed, viajar me sienta bien. Acomodó la cabeza entre los brazos, en el olor mohoso del cuero viejo, y se durmió al momento. Los beduinos seguían atareados con el camello; pero no lo empujaban en la misma dirección sino hacia todos los lados, no parecían estar en absoluto de acuerdo.
La bolsa de perlón en alto: Ed no había comprendido lo que podía significar aquello, pero al fin y al cabo era también la primera vez que pasaba una noche en la estación. Aunque entonces estaba casi seguro de que el armario no existía en realidad, Ed vio el mueble del viejo en medio de la calle, y le dio pena; no el hombre propiamente, sólo lo que desde entonces podía tener relación con aquello: el olor a Florena y una luna pequeña sin pelo. Vio que el viejo volvía a tientas a su armario, lo abría y se metía dentro para dormir, y por un momento Ed sintió el movimiento con el que se hacía un ovillo y se aislaba del mundo, lo sintió con tanta fuerza que le hubiera gustado colocarse junto a él.
«Su billete, por favor.»
Lo controlaban por segunda vez. Quizá por la longitud de sus cabellos, o debido a su vestimenta, a la pesada chaqueta de cuero que Ed había heredado de su tío, una chaqueta de motorista de los años cincuenta, una prenda espectacular de enorme cuello, de forro suave y grandes botones de cuero, que se compraba y vendía, entre los entendidos, con el nombre de chaqueta Thälmann (esa denominación no tenía connotaciones peyorativas, al contrario, más bien un sentido mitológico), quizá porque aquel dirigente obrero aparecía en todas las grabaciones históricas con una chaqueta muy parecida. Ed recordaba las masas avanzando de un modo extraño, como a sacudidas, Thälmann sobre el estrado, la parte superior de su cuerpo con el mismo movimiento hacia delante y hacia atrás, el puño en alto hendiendo el aire. Ed no podía evitarlo: cada vez que veía esos viejos documentales, la emoción le embargaba y en algún momento fluían las lágrimas...
Minuciosamente sacó el pequeño y ya arrugado trozo de papel. Bajo el título FERROCARRIL DEL REICH ALEMÁN estaban impresos, en diversas casillas de fino reborde, el punto de destino, el día, el precio y el número de kilómetros. Su tren salía a las 3.28 horas.
«¿Cuál es el motivo de su viaje al Báltico?»
«Voy a visitar a un amigo», dijo Ed. «Tomarme vacaciones», añadió al ver que el policía de transportes no replicaba nada esta vez. Bueno, al menos él había hablado con voz firme (voz de Thälmann) aunque, nada más decirlo, su «tomarme vacaciones» le pareció por completo insuficiente e inverosímil, burdo en verdad.
«Vacaciones, vacaciones», repitió el policía.
Había hablado con una voz como de dictado, y al momento el radioteléfono de cajetín que llevaba sujeto con una cinta de cuero a la izquierda del pecho empezó a crujir suavemente.
«Vacaciones, vacaciones.»
Por lo visto bastaba con esa palabra; contenía todo lo que había que saber sobre él. Todo sobre su debilidad y su mendacidad. Todo sobre G., su miedo y su desdicha, todo sobre sus veinte torpes poemas de trece intentos de escribir en cien años y todo sobre los motivos verdaderos de ese viaje, que el mismo Ed casi no había entendido aún. Vio la Central, la oficina de la policía de transportes, en algún sitio allá en lo alto, por encima de la acerada construcción de aquella noche de junio, una cápsula azul aciano encristalada y con el suelo limpiamente recubierto de linóleo, que atravesaba el espacio infinito de una conciencia cargada de remordimientos.
Ahora estaba muy cansado y por primera vez en su vida tuvo la sensación de estar huyendo.

TRAKL

Hacía sólo tres semanas que el doctor Z. le había preguntado si no estaría dispuesto (empleó ese término) a escribir la tesis de licenciatura sobre el poeta expresionista Georg Trakl. «Quizá hasta pueda salir algo más de ello después», había añadido Z., orgulloso de lo atractivo de su oferta, que al parecer no iba a estar vinculada a más condiciones. Tampoco había ningún matiz especial en su voz ni gesto alguno de conmiseración como los que más de una vez dejaban perplejo a Ed. Para el doctor Z., Ed era ante todo el estudiante que sabía repetir de memoria cada uno de los textos que estudiaba. Aunque para ello se metiera en el rincón más apartado del seminario con la melena oscura y larga colgándole por delante de la cara, en algún momento empezaba a hablar, muy deprisa, largo tiempo y con frases cuidadosamente elaboradas.
Ed apenas durmió durante dos noches para leer todo lo que había sobre Trakl en la biblioteca del instituto. La bibliografía sobre Trakl se encontraba en la última de una serie de angostas habitaciones de paso en las que por lo general era posible quedarse largo tiempo sin ser molestado. Había un pequeño escritorio bajo la ventana con vistas al diminuto jardín y al patio trasero donde estaba el destartalado cenador cubierto de telarañas al que durante el día se retiraba el conserje del instituto. Probablemente también vivía allí; sobre aquel hombre circulaban los más diversos rumores.
Los libros estaban muy arriba, casi a la altura del techo, había que utilizar la escalerilla de mano. Sin mover de su sitio la escalerilla, Ed subió en dirección a T y Tr. Trabajosamente se inclinó hacia un lado y sacó un libro tras otro de la estantería. La escalerilla perdía estabilidad, sus ganchos de acero golpeteaban premonitoriamente los carriles de los que pendían, lo que sin embargo no aumentó la prudencia de Ed, al contrario. Inclinó la parte superior del cuerpo un poco más en dirección a Trakl y luego otro poco y otro poquito más. En ese momento lo notó por primera vez.
Al final de la tarde, sentado ante el escritorio, recitaba las poesías a media voz. El sonido de cada palabra quedaba vinculado a la imagen de un gran paisaje frío que fascinaba a Ed; blanco, marrón, azul, un perfecto misterio. Vida y obra de Georg Trakl, estudiante de farmacia, farmacéutico militar, morfinómano y consumidor de opio. Junto a Ed, en su sillón, que mantenía cubierto con una sábana, dormía Matthew. De vez en cuando, el gato torcía una oreja en dirección a él, a veces la oreja se contraía en un movimiento convulsivo, con fuerza y varias veces seguidas, como si el viejo sillón recibiera descargas eléctricas.
Matthew: el nombre se lo había puesto G. Era ella quien había encontrado al animal en un tragaluz del patio, maullando, diminuto, una pelusa apenas mayor que una pelota de tenis. G. se quedó agachada dos o tres horas delante del tragaluz y al final logró sacarlo y lo llevó arriba. Ed nunca supo por qué G. había elegido aquel nombre, y nunca lo sabría a no ser que el gato se lo dijera alguna vez.
Ed había declinado todas las ofertas de ayuda. Asistía a los seminarios, se presentaba a los exámenes de los que el director del departamento, el profesor H., habría querido dispensarle: aquella gran cabeza inclinada con íntima comprensión, el cabello, blanco y brillante, bondadosamente ondulado, y la mano en su brazo cuando le tomaba aparte para hablar con él en la escalera del instituto, pero sobre todo: su voz aterciopelada a la que Ed se habría entregado de buen grado... Pero el saber no era su problema. Y los exámenes, tampoco.
Todo lo que Ed leía en aquella época se le quedaba grabado en la memoria, casi automática y literalmente, palabra por palabra, cada poema y cada comentario, todo lo que aparecía ante sus ojos mientras estaba solo en casa o sentado ante su mesa en la última sala de la biblioteca, con la mirada puesta en el cobertizo del conserje. Su vida sin G.: era casi una especie de hipnosis. Cuando al cabo de un tiempo emergía de aquello, le zumbaba en la cabeza lo que había leído. Estudiar era una droga que lo apaciguaba. Leía, escribía, citaba y recitaba, y en algún momento fueron cesando las muestras de condolencia, enmudecieron las ofertas de ayuda, no hubo miradas de preocupación. Sin embargo, Ed nunca había hablado con nadie sobre ello, ni sobre G. ni sobre su situación. Sólo hablaba cuando estaba en casa, incesantemente mascullaba algo a solas, y por supuesto hablaba con Matthew.
Después de sus primeros días con Trakl, Ed sólo había asistido a las clases del doctor Z. Lírica del barroco, del romanticismo, del expresionismo. Según el plan de estudios, eso no estaba permitido. Había listas de asistencia y anotaciones en su libro de matrícula. Un hecho ante el que, a la larga, ni siquiera el doctor Z. podría cerrar los ojos. En cierto modo, Ed parecía seguir gozando de protección. Era raro que algún compañero intentara tomar la palabra cuando él estaba hablando. Ellos preferían escucharle, intimidados y fascinados al mismo tiempo, como si Ed fuera un ser exótico del zoo de la desventura humana, rodeado de un foso acuático de temeroso respeto.
Al cabo de cuatro años cursando los mismos estudios, todos tenían las imágenes adecuadas en la cabeza: G. y Ed cogidos de la mano en el aparcamiento de delante del instituto todas las mañanas; G. y Ed y el abrazo, largo, efusivo, interminable, mientras el aula se iba llenando poco a poco; G. y Ed y sus escenas por la noche en el Café Corso (primero era un punto concreto, después, todo) y luego, avanzada la noche, las exaltadas reconciliaciones, en la calle, en la parada del tranvía: pero sólo después de haberse marchado el último tranvía y teniendo que ir ellos a pie a casa, tres estaciones hasta la Rannischer Platz y desde allí otro trecho a pie hasta la puerta de su casa; y entretanto el tranvía tomaba las últimas curvas de su último viaje por la ciudad y el aullar y chirriar del chasis de acero llenaba la noche de la ciudad de Halle como un anuncio del Juicio Final.
Ed, así lo llamaba G., a veces también Edsch o Ede.
De vez en cuando (cada vez con más frecuencia) Ed se subía a la escalerilla para notarlo. Él lo llamaba la materia de los pilotos. Primero la temblorosa colocación de los ganchos. Luego el fascinante fluir de la corriente, un estremecimiento que le penetraba hasta la misma médula, hasta los riñones: la tensión cedía. Cerraba los ojos y respiraba profundamente. Era un piloto en su cápsula, estaba suspendido en el aire, colgado de su hilo de seda.
Delante del cobertizo del conserje las lilas florecían desde días atrás. Un saúco brotaba directamente debajo del umbral. Las telarañas del bastidor de la puerta se habían roto y sus extremos se mecían al viento. El hombre está en casa, pensó Ed. A veces lo veía moverse furtivamente por su jardín cubierto de maleza o inmóvil, de pie, como si escuchara algo atentamente....

Índice

  1. PORTADA
  2. LUNA PEQUEÑA
  3. EPÍLOGO
  4. AGRADECIMIENTOS
  5. NOTAS
  6. CRéDITOS