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Una historia íntima

  1. 376 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Este libro investiga la historia de la pasión por coleccionar desde el Renacimiento hasta nuestros días. Todo objeto de colección, ya sea una caja de cerillas o la uña de un mártir, tiene un significado que trasciende al objeto mismo; es un tótem. Y el afán incesante por poseerlo convierte al coleccionista en un antropólogo cultural. Philipp Blom destila los temas que subyacen a esta pasión aparentemente tan inasible: conquista y posesión, caos y memoria, un vacío que colmar y la conciencia de la propia mortalidad. «Una crónica sobre la rareza de la mente humana, y la maravilla del mundo, espléndidamente escrita, fascinante, divertida, asombrosa» (A. C. Grayling, The Financial Times).

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Información

Año
2013
ISBN
9788433934383
Categoría
Literatura

I. Un parlamento de monstruos

Dijo, pues, Dios a Noé: «He decidido acabar con toda carne, porque la tierra está llena de violencias por culpa de ellos. Por eso, he aquí que voy a exterminarlos de la tierra. Hazte un arca de maderas resinosas. Haces el arca de cañizo y la calafateas por dentro y por fuera con betún [...]
Y de todo ser viviente, de toda carne, meterás en el arca una pareja para que sobrevivan contigo. Serán macho y hembra. De cada especie de aves, de cada especie de ganados, de cada especie de sierpes del suelo entrarán contigo sendas parejas para sobrevivir.
Génesis 6: 13-14, 19-20*

EL DRAGÓN Y EL CORDERO TÁRTARO

Desde los tiempos más remotos, los dragones salen de sus guaridas para poner a prueba el mérito de la fe humana. En las leyendas aparecen ante las puertas de la ciudad saciándose de sangre inocente y desafiando a los guerreros más fuertes y más piadosos a que defiendan el orden de las cosas enfrentándose con la espada contra su abrasador aliento.
Cuando, en 1572, un «temible dragón» fue avistado en los pantanos cercanos a Bolonia, es muy posible que la bestia hiciera aflorar esos antiguos miedos. No obstante, esa vez el héroe no fue un caballero vestido con lustrosa armadura y en vías de canonización, sino un erudito corpulento y ya algo calvo desprovisto de todo si exceptuamos un nombre heroico, Ulisse, que él podía hacer valer como credenciales de guerra.
A pesar de que en la ciudad se encontraba de visita el mismísimo papa, la Iglesia no reivindicó un hecho que apenas un siglo antes se habría considerado una victoria de la cristiandad sobre el demonio, y creyó competente para ocuparse de las criaturas extrañas a un científico coleccionista, el célebre Ulisse Aldrovandi (1522-1605). El tono deliberadamente plano en que éste relata la captura del animal habla por sí solo:
El dragón se avistó el 13 de mayo de 1572. Silbaba como una serpiente. Había estado escondido en la pequeña finca del Maestro Petronio, cerca de Dosius, en un lugar llamado Malonolta. A las cinco de la tarde lo atrapó en un sendero público un boyero llamado Baptista de Camaldulus, cerca del seto de una granja particular, a un kilómetro y medio de los remotos alrededores de la ciudad de Bolonia. Baptista llevaba su carro de bueyes de vuelta a casa cuando advirtió que los animales se detenían bruscamente. Les dio unos puntapiés y les ordenó a gritos que siguieran andando, pero los bueyes se negaban a moverse y, más que avanzar, lo que hicieron fue hincarse de rodillas. En ese momento, el boyero percibió un sonido semejante a un silbido y se quedó boquiabierto al ver ante él al pequeño y extraño dragón. Con mano temblorosa lo golpeó en la cabeza con la vara y lo mató.1
Al parecer, un simple bastonazo en la testa fue suficiente para acabar con el legendario animal. Es imposible saber qué era exactamente esa criatura. Tal vez un lagarto raro y de grandes dimensiones. Aldrovandi hizo lo que cabía esperar de un hombre de su posición: conservó el dragón y se puso a escribir una Dracologia, una historia del dragón en latín y en siete volúmenes, un tratado científico que intenta explicar el fenómeno que presenció como algo natural sin insertarlo en una metafísica o en una religión. Según Aldrovandi, el animal aún era joven, como demostraban las zarpas y los dientes no totalmente desarrollados; además, el autor pensaba que se había movido reptando como una serpiente, ayudándose con las dos patas. El cadáver tenía un torso grueso y una cola larga, y de la cabeza a la cola medía unos sesenta centímetros.
Hay partes del museo de Aldrovandi que han sobrevivido hasta nuestros días y hoy se encuentran en el Museo di Storia Naturale de Bolonia, en el Palazzo Poggia. Son pocos los turistas que llegan hasta el museo, y las salas revestidas de madera, con sus armarios y vitrinas blancos, se hallan casi siempre inmersas en un relativo silencio. Dos cocodrilos disecados y colgados en la pared vigilan los huevos de aves, los cuernos extraños, las muestras de piedras y plantas y los doctos volúmenes. Sólo la luz fluorescente sirve para recordarnos que han pasado cuatro siglos. El dragón, ahora perdido, formó parte una vez de ese despliegue.
El «Dragón de Bolonia», preservado por Aldrovandi en 1572, grabado, en: Ulisse Aldrovandi, Serpentum et draconum historiae; reproducido por cortesía de la New York Academy of Medicine
Estudiosos de toda Italia acudían a contemplar la colección para ver al dragón con sus propios ojos. En su apogeo, atrajo a decenas de visitantes, eruditos o curiosos por igual, y Aldrovandi llevó un minucioso libro de visitas, que él mismo inventariaba y actualizaba regularmente. Entre los invitados a firmar el libro había novecientos siete eruditos, ciento dieciocho nobles, once arzobispos, veintiséis «hombres célebres» y una sola mujer. No obstante, aunque fueron más de una las mujeres que brindaron al gran hombre el honor de una visita, ni siquiera a Catalina Sforza, lo más parecido a una reina que tuvo Italia, que llegó con un séquito de «catorce o quince carruajes y cincuenta damas de la nobleza, la flor y nata de las principales familias de la ciudad, acompañadas por más de ciento cincuenta caballeros»,2 se la consideró poseedora de la estatura intelectual necesaria para que firmase el libro.
Aldrovandi encarnó la vanguardia de un estallido de actividad científica y coleccionista que surgió en Italia y duró todo el siglo XVI. Él se consideraba a sí mismo el nuevo Aristóteles, y su intención era finalizar lo que Aristóteles y Plinio habían comenzado: una enciclopedia completa de la naturaleza. Para conseguirlo necesitaba hechos concretos, y el tamaño de su colección llegó a ser para él una obsesión semejante a la de conseguir y describir los ejemplares. En 1577 el museo tenía trece mil piezas, dieciocho mil en 1595, y unas veinte mil a finales de siglo.
Fueron muchas las ciudades italianas que en esas fechas tuvieron sus grandes coleccionistas, hombres como Michele Mercati en Roma, Francesco Calceolari en Verona, Carlo Ruzzini en Venecia, Aldrovandi y, más tarde, Ferdinando Cospi en Bolonia, y Athanasius Kircher en el Vaticano. Todos ellos tuvieron colecciones que, clasificadas y catalogadas, fueron instrumentos de erudición y concreción de conocimientos enciclopédicos. Los gabinetes de los coleccionistas más ricos presumían de incluir cuernos de unicornio, dragones disecados de formas singulares y espeluznantes, cráneos de aves raras y mandíbulas de peces gigantes, aves embalsamadas de los colores más extraordinarios, y partes de otras criaturas, entonces aún no identificadas, que parecían oscilar entre la realidad y el mito, entre la esperanza de una explicación racional y el miedo al infierno. Estas colecciones tampoco eran uniformes en cuanto a su contenido ni a su orientación. Se sabe, por ejemplo, que el veronés Mapheus Cusanus tenía una clara predilección por los «ídolos egipcios encontrados en las momias, diversas clases de conchas petrificadas, el queso, la canela y las esponjas petrificadas, y por los hongos».3
Este nuevo espíritu de investigación renacentista lo encabezaron eruditos y aficionados, no sacerdotes ni filósofos clásicos, y fue entonces cuando por primera vez se aceptó que, para acumular conocimientos, un mercado de pescado podía ser mejor que una biblioteca. Lo más probable era que, más que cualquier cantidad de manuscritos latinos, los pescadores hubiesen capturado con sus redes ejemplares raros y maravillosos y fuesen capaces de hablar de sus costumbres y conocer sus nombres. Ya no bastaba con sentarse a un escritorio en un monasterio. El propio Aldrovandi recorría los mercados de pescado en busca de nuevos hallazgos y conversaba con los pescadores de la misma manera en que, un siglo después, Descartes haría comentarios sobre anatomía animal en una carnicería de París.
El Musaeum Ferrante Imperato, grabado, en: Ferrante Imperato, Dell’historia naturale; reproducido por cortesía de Visitors of the Ashmolean Museum, Oxford.
Para los coleccionistas, incluso para los del siglo anterior, habría sido anatema buscar objetos en lugares como ésos, pues hasta el siglo XVI coleccionar fue una prerrogativa de los príncipes, cuyo interés se centraba en objetos que eran a la vez bellos y valiosos y reforzaban su riqueza y poder. Tutankamón coleccionó cerámicas de calidad y el faraón Amenhotep III destacó por su pasión por los esmaltes azules. Los santuarios, desde el Templo de Salomón hasta la Acrópolis, y las cortes de la nobleza siempre habían albergado tesoros famosos.4 La Roma de la Antigüedad conoció un breve florecimiento de la cultura del coleccionismo, principalmente de obras de arte griegas, pero esa actividad también desapareció con el imperio.5
Durante toda la Edad Media, los príncipes de la Iglesia y los gobernantes laicos acumularon montones de reliquias, recipientes lujosos, joyas y objetos tales como cuernos de unicornio y otras criaturas legendarias.6 A partir de dichos tesoros se desarrolló, desde el siglo XIV, una modalidad privada de apreciación del coleccionismo, el studiolo, una habitación construida ad hoc y repleta de antigüedades, piedras preciosas y esculturas, popular en Italia entre hombres con recursos y cultura.7 Se cree que Oliviero Forza, de Treviso, tuvo, en 1335, el primer studiolo del que se conservan datos. Coleccionar obras de arte y objetos diseñados con metales y piedras preciosas pasó a ser un pasatiempo principesco, una diversión que podía llegar a confundirse con una pasión devoradora.
Un día podía querer, simplemente para su deleite, recorrer con la mirada estos volúmenes [que había comprado y hecho copiar para él], y así pasar el tiempo y alegrarse la vista. Al día siguiente [...] según me dicen, sacaba algunas de las efigies e imágenes de emperadores y personajes ilustres del pasado; unas eran de oro, otras de plata, otras de bronce o de piedras preciosas, o de mármol u otros materiales que eran una delicia contemplar [...] Al día siguiente se deleitaba con sus joyas y piedras preciosas, de las que tenía una cantidad asombrosa y de gran valor, grabadas algunas, otras no. Le complace y le deleita sobremanera mirarlas y hablar de sus excelencias. Y al día siguiente, tal vez, se demoraba en los vasos de oro y plata y otros materiales preciosos [...] En suma, que la cuestión es adquirir objetos valiosos o raros..., y no se fija en el precio.8
Vittore Carpaccio, La visión de San Agustín, témpera sobre tela, detalle, Scuola di San Giorgio degli Schiavoni, Venecia.
El coleccionista que así se enfrascaba en sus tesoros, Pedro de Médicis, el Gotoso (1416-1469), podía permitirse no pensar en el precio de los objetos que adquiría y encargarlos allí donde los encontraba. Varios de sus descendientes, y muy especialmente Francisco y Lorenzo el Magnífico, también fueron víctimas de esa pasión. Francisco se hizo construir un studiolo y lo decoró con paneles pintados con la representación de los doce meses del año y las doce clases de libros que contenía su biblioteca.
Sin embargo, entre esos «arsenales para objetos preciosos» y el museo que reunió Aldrovandi unos cien años después, la diferencia es abismal. Antonio Averlino Filarete, que visitó a Pedro de Médicis en su studiolo, hizo una lista de las clases de objetos que coleccionaba el príncipe florentino: antigüedades, piedras preciosas y obras de arte, así como algunos «objetos raros y de interés».9 La principal distinción entre los tesoros medievales y los nuevos studioli era la privacidad intrínseca a la idea misma de estudio. No obstante, poco había cambiado en lo que respecta al programa y la estructura. Las paredes, que lo aislaban del mundo exterior representado en ellas, con su orden simbólico de las cosas, seguían resonando con el recuerdo del canto llano y el vigor de los emblemas heráldicos. El studiolo, con sus estatuas, sus paneles pintados y piedras preciosas de la Antigüedad, era expresión del amor al arte y a la belleza, y la belleza también era sinónimo de virtud y fe y de lo que Umberto Eco llamó «una especie de humildad ontológica ante la primacía de la naturaleza».10 Aún estaba lejos la insaciable curiosidad que luego empujó a los coleccionistas a buscar ya no lo bello y emblemático, sino lo extraño e incomprensible, cosas que les llevaban a medir su inteligencia y erudición con las de los autores de la Antigüedad.
¿Cómo, había preguntado en 1578 el hugonote francés y viajero por América Jean de Léry, podía pedir a sus lectores franceses que «creyeran en lo que sólo podía verse a dos mil leguas del lugar donde vivían, cosas que los antiguos nunca conocieron (y mucho menos registraron por escrito)»?11 Cosas que los antiguos nunca conocieron fue una expresión que resonó por toda Europa hasta sacudir sus cimientos intelectuales. Con la exploración de nuevos continentes, del macrocosmos planetario y del microcosmos de las cosas más pequeñas, Europa se alejó de las sombras de la Antigüedad y sus autores, que habían delimitado durante más de mil años el mundo conocido. Durante la Edad Media y los primeros años del Ren...

Índice

  1. PORTADA
  2. AGRADECIMIENTOS
  3. TRES VIEJOS
  4. I. UN PARLAMENTO DE MONSTRUOS
  5. II. UNA HISTORIA COMPLETA DE LAS MARIPOSAS
  6. III. CONJUROS
  7. IV. LA TORRE DE LOS LOCOS
  8. EPÍLOGO: VASOS DE PLÁSTICO Y MAUSOLEOS
  9. NOTAS
  10. BIBLIOGRAFÍA
  11. CRÉDITOS