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Cuando el joven Leonardo Villalba, recién salido de la cárcel, intenta poner orden en su vida, se acuerda de un cuento de Andersen: La Reina de las Nieves. «En aquel tiempo había en el mundo un espejo mágico, fabricado por ciertos diablos.» Una noche, el espejo se rompió en pedazos, que volaron y se extendieron por todo el mundo. Y una de aquellas partículas se le metió en el ojo a Kay, el protagonista del cuento. También a Leonardo se le ha metido un cristalito en el ojo. Lo ha venido a buscar la Reina de las Nieves y lo ha encerrado en un castillo de hielo. En su pesquisa, el protagonista se acerca a la figura del padre muerto, evoca los acertijos de su abuela y encuentra los suyos propios: ¿cómo era llorar? ¿Quién es la misteriosa señora de la Quinta Blanca? ¿Por qué sentimos vértigo? La valentía, el adulterio, la intensidad de las relaciones forjadas sobre la ausencia y la escritura entendida como vínculo de afinidad real entre los seres jalonan el camino de Leonardo hacia la salida del túnel. He aquí un impresionante canto al empeño y la lucha de la memoria; una parábola contemporánea, muy bella, sobre la potencia del recuerdo.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433938039
Categoría
Literatura

Segunda parte

(De los cuadernos de Leonardo)

I. PROPÓSITOS DE ORDEN

Anoche, ya tarde, me pareció oír ruidos en el piso de abajo y me quedé muy quieto con los ojos fijos en la puerta. Sabía que estoy solo, pero también con idéntica certeza que alguien estaba a punto de subir a verme. Y esperaba sin miedo.
Cada vez me resulta más difícil distinguir entre la alucinación y la realidad, y la llegada aquí ha acentuado la ambigüedad de esa frontera, que transponen a su antojo las imágenes de un campo para colarse en el otro, así que da igual que lo soñara o que lo imaginara. Lo único que supe, igual que ahora sé que tengo la pluma en la mano, es que alguien había empezado a subir la escalera hacia esta habitación. Y cuando se abrió la puerta y apareció mi padre, lo acepté como algo natural.
Se quedó unos instantes en el umbral de su propio despacho, abarcándolo todo con la vista, como desde muy lejos, y a mí me preocupaba un poco su reacción ante el desorden introducido por mi asalto. Y sobre todo que se diera cuenta de que, por fin, he conseguido abrir la caja de caudales. Pero enseguida sonrió, sin acusar violencia ni extrañeza.
No era el hombre que acaba de morirse, sino otro más joven, el que soñaba para mi futuro la imagen de un artista consagrado, escritor, pintor o tal vez músico. Iba vestido con una chaqueta sport y camisa blanca abierta.
–¡Qué alegría, Leonardo, al fin has vuelto! –decía simplemente–. ¿Estás a gusto aquí?
Yo no contesté nada. No podía.
Cerró la puerta, avanzó despacio hasta el pequeño bar que hay en la esquina, y se puso a preparar dos cócteles, mientras yo le miraba inmóvil desde mi butaca. Sus gestos eran los de alguien que no tiene prisa, que ya no la va a tener nunca. Estaba de espaldas. Tardó mucho en volverse. Cuando por fin lo hizo, trayendo una bandejita con dos copas, no vino en línea recta hacia donde yo estaba.
«Se ha dado cuenta», pensé, «o se la va a dar enseguida.» Y me corrió un frío raro por la espina dorsal.
Se paró ante la mesa de donde he desplazado sus objetos lujosos de escritorio y sobre la que se amontonan mis cuadernos y libros sacados del macuto, junto a fajos de papeles suyos que aún no he tenido tiempo de mirar, sobres abultados, algunos dólares, documentos, carpetas y fotografías. Desde allí volvió los ojos, siempre con la misma calma, al agujero de hierro practicado en la pared. Estaba vacío y con la tapa abierta, como un nicho recién profanado.
Y entonces nos miramos. No me miró él a mí de juez a reo, ni yo sentí que tuviera que bajar los ojos o aprestarme al disimulo. Sencillamente nos estábamos mirando por primera vez en la vida con equivalente fijeza, estableciendo una especie de complicidad.
–¡Vaya! –dijo sonriendo–. Veo que por fin acertaste lo de la flor de lis. ¿Te ha sido muy difícil?
Le devolví la sonrisa.
–Un poco. Sobre todo por lo de la S, ¿sabes?, que se me resistía.
–Ya, no me extraña –dijo–. Es una letra subterránea y sinuosa. ¿Se te ocurre algún adjetivo más para definirla? ¡Tiene que ser con ese; si no, no vale!
Su voz, de pronto, era la de la abuela, invitándome a ese juego infantil al que se ingresa diciendo: «De La Habana ha venido un barco cargado de…» Y hay que buscar palabras que empiecen con la inicial elegida.
–¿Secreta? –pregunté.
–No está mal. Lo vas cazando. Hay que perseguirla por senderos de sombra y de sueño, hasta llegar a la sabiduría.
Vino hacia acá andando despacio, me alargó una de las copas y se sentó enfrente de mí.
–¿Qué ha sido de tu vida? Cuéntame. Porque supongo que no tendrás prisa.
El pelo le brillaba muy negro todavía, abundante, recién lavado, casi sin canas.
–¡Mi vida reciente déjala ahora, padre, por favor! –exclamé impaciente–. Tenemos que empezar por el principio.
Él se quedó mirando a la ventana y dijo con una voz grave, dulce y recóndita, que me volvió a recordar a la de la abuela:
–¿Y dónde está el principio?
–Pues verás, el principio…
Y empecé. Eso fue todo. Ya no me acuerdo más que de la plenitud de aquel instante en que se rompió el freno, que ahora me paraliza, de buscar un comienzo entre tantos posibles, de lo fácil que fue arrancar a hablar, y seguir, y seguir. La presencia de mi padre, que no sé cuándo se fue ni siquiera si vino, quedó sustituida por la corriente arrolladora de aquel texto que se ha desvanecido ya también, que se despeñaba sobre la mesa mezclando mis papeles con los suyos, que crecía derribando contornos, invadiéndolo todo, salpicándolo todo. Mi vida era aquella marea de palabras, pero al mismo tiempo la contemplaba desde lo alto, impávido, con ojos de gaviota. De eso me acuerdo como si lo estuviera viendo. Pero ¿por dónde empecé?
Hoy he estado revisando cuadernos de los últimos años, y me ha parecido pasar la mano por las cicatrices de mi conflicto frente a la escritura. En todos ellos se alternan los más inconsistentes desvaríos y las notas más caóticas con algún espacio en blanco, a partir del cual la caligrafía se recompone y, durante unas líneas, que progresivamente se van desintegrando, se mantiene un propósito de orden: la promesa de un auténtico comienzo. Esos instantes, durante los cuales la urgencia por romper el cerco de la confusión me pareció cuestión de vida o muerte, me asaltan desde el papel y convierten en ilusoria la pretensión de que ahora las cosas vayan a ser de otra manera.
Pero mis cuadernos, además, me atrapan con tentáculos mucho más peligrosos, al sugerirme la identificación con las andanzas y mudanzas de la persona que los escribía, cuya evocación me distrae de lo que busco. Me incluyen, a pesar mío, en escenas como de cine mudo ocurridas en Tánger, en Ámsterdam, en Verona, en una cárcel, en el Boulevard Saint-Germain, argumentos aislados cuya trama no tiene grandeza ni salida. Me veo dentro de sueños sucesivos, gesticulando junto a seres borrosos, diciendo palabras que no oigo, fingiendo pasiones que no siento, recuperando el tacto de cuerpos sin nombre que se me adhieren tenazmente, que me arrastran a decisiones denigrantes o simplemente banales, condenado a entrar en locales que hubiera preferido no pisar, a huir perpetuamente hacia ciudades que nunca me dijeron: ¡quédate!
Y desde todos estos sitios, mi voluntad de fuga se quiebra una y otra vez contra las esquinas del escenario que siempre está presente, que resurge con mayor alevosía cuanto más me empeño en sumergirlo. Y es el lugar de donde voy huyendo: este cuarto.
Repasando esos comienzos de novela, donde el muchacho convertido en hombre regresa al castillo de irás y no volverás para pedirle cuentas a su padre de todo lo que siempre estuvo oscuro, he llegado de pronto a una frase que, como tantas mías, va dirigida a quien la pensaba mientras la estaba escribiendo, un «tú» perdido. Pero además a mí, al que soy ahora. Se me ha cortado la respiración. Es una frase escrita con pulso tembloroso, en Tánger, hace dos años:
«Pero no escribas más, mírame y dime. ¿Has vuelto de verdad?, ¿te has atrevido?, ¿no serán, como siempre, retazos de tu sueño?»
Me he levantado, a instancias de esa voz, a palpar las paredes de madera, la caja de caudales abierta, la ventana. Me he asomado. He reconocido desde aquí el camino de grava por donde entré hace tres días al piso de abajo, las adelfas del pequeño jardín, la fachada trasera de los otros chalets.
–¡Sí, he vuelto! –he gritado en voz alta como si saliera de una pesadilla–. No pienso extraviarme nunca más por rutas de fango. Se acabaron los pretextos . Ahora voy a empezar.
Luego he cerrado todos mis cuadernos y los he guardado en el macuto. También he despejado la mesa de todo lo demás. Revisar los papeles de mi padre es una tarea que no voy a acometer por el momento. Los he vuelto a meter en la caja de caudales y he corrido el cuadro que la esconde. Nadie me va a interrumpir, el teléfono lo tengo descolgado y empieza a caer la noche. Aunque alguien llamara a la puerta, no abriría. Me siento estimulado, lúcido, tranquilo. Y solo. Tengo que emprender la pesquisa solo. La ausencia definitiva del padre, la visión ahí enfrente de su butaca vacía, es lo que diferencia este comienzo de todos los que había imaginado.
Pero no quiero desviarme más. Cosa por cosa. Empezaré contando cómo fue la llegada. Las buenas novelas, él lo decía siempre, suelen empezar con una llegada.

II. LA LLEGADA

Después de que desapareció el taxi y me dejó en la acera con mis dos bultos tuve unos instantes de vacilación y desmayo. Hace más de siete años que no trasponía la puertecita de hierro que lleva a la fachada trasera, y cuando lo hice fue horrible, una sensación como de hundirse en el vacío. Pero no deprisa ni de una vez sino enganchado, a medida que caía, en escenas incómodas que me incluían como protagonista gesticulante y me disparaban hacia los pinchos de la siguiente apenas empezaba a tratar de entenderlas; de acomodarme una por una a ellas.
«¿Para qué he venido?», me preguntaba. «¿Para qué?» Incapaz de detener mis pasos o de retroceder, al menos con la imaginación, a situaciones donde la atmósfera fuera menos oprimente, luchaba entre dos fuerzas encontradas, según dejaba atrás los ruidos de la calle y reconocía contornos del jardín: una que me urgía a seguir avanzando en nombre de una inercia olvidada, otra que me avisaba del peligro y me aconsejaba escapar de nuevo a la falsa aventura, a buscar un remedo de refugio en viviendas y voces más o menos recordadas, en locales ruidosos donde corren la droga y el dinero, donde se urden proyectos descabellados y se entablan contactos perentorios. Obedecí por fin al mandato primero, pero sin convicción, pensando: «¡Qué más da, también esto es un sueño!»
Habilité de cualquier manera el cuarto grande de abajo donde, a mi llegada, se amontonaban los trastos más diversos: ficheros, muebles desarmados, baúles llenos de cortinas y ropas antiguas, alfombras enrolladas, libros, jarrones, bibelots con alguna rotura o deficiencia –una pastorcita sin dedos, un arlequín sin nariz–; pero sobre todo una serie de cajones de diferentes tamaños que, aunque parecieran estar allí para testimoniar algún proyecto de arreglo, era evidente que se habían integrado ya a la arbitraria geografía de la situación, habían perdido su carácter de hitos en el seno del desorden y delataban el fracaso de tal tentativa al exhibir su propio contenido agobiante: una amalgama de enchufes, destornilladores, cables, tulipas, herrajes desparejados, ovillos de cuerda, bombillas, llaves, rollos de esparadrapo, qué sé yo. Y me negué a subir bajo ningún pretexto a los pisos de arriba. Lo decidí con la mezcla vehemente de inseguridad y desafío que alimenta siempre mis fútiles propósitos.
Paralizado allí, entre aquellos objetos que despedían un olor acre a moho y alcanfor, el único residuo de voluntad que quebraba mi atonía se concentraba en esa resistencia a moverme del primer cuarto que había pisado –por pura inercia, porque antaño, cuando llegaba tarde, usaba esta entrada y no la de la puerta principal–, en el rechazo a dar un paso más de exploración por el resto de la casa. Así que lo primero que hice para fortalecerme en aquella especie de apuesta conmigo mismo –con gestos, por cierto, tan atolondrados que me clavé un formón en la palma de la mano izquierda– fue condenar la puerta que comunica con los pisos de arriba, mediante la aplicación de un candado enorme y sin llave, el primero que encontré hurgando en uno de aquellos cajones. Tal vez sospechaba que si me hubiera puesto a buscar otra pieza de tamaño más adecuado, ese breve plazo podría haber sido suficiente para poner en cuestión la importancia de una tarea que en aquel momento me servía de estímulo y consideraba fundamental.
La puerta estaba recién pintada, y como la ataqué por diferentes flancos, buscando compulsivamente un lugar por donde la madera ofreciese menos resistencia, el marco se estropeó bastante, pero al final el candado quedó firme, aunque un poco torcido, y destacaba como un rostro oscuro contra el esmalte blanco de la puerta.
La tarea me dejó extenuado y me apoyé contra la pared, al tiempo que empezaba a sentir las primeras punzadas de dolor en la mano herida. Fue entonces cuando miré por primera vez de plano a aquel hombre negro de gran estatura que ya había vislumbrado en el jardín y que, plantado ahora en mitad de la estancia sobre sus piernas firmes y derechas, me contemplaba a su vez, absorto e impenetrable. Era incapaz de discernir si en mi expresión estaría leyendo reto o desconcierto, y era la sed de indagarlo lo que intensificaba mi mirada, mucho más que el deseo de averiguar qué opinión le estaría mereciendo mi conducta que, por otra parte, demostraba aceptar sin mayor extrañeza.
Presa de un leve mareo, dejé caer el martillo al suelo y pude ver cómo se acercaba a recogerlo y lo devolvía, junto con las otras herramientas, al mismo cajón de donde yo las había sacado. Desde allí, aún de rodillas, se volvió a buscar mi mirada.
–Es que la señora pensaba hacer una reforma –dijo, como si pretendiera disculpar el estado en que se hallaba la habitación.
Tenía una voz melodiosa, con leve sombra de acento portugués. Yo me encogí de hombros y murmuré:
–Ya. ¿Y cuándo no?
No tenía ánimos de preguntarle nada, pero tampoco sentía ya ante su presencia la alteración que me provocó cuando me crucé con él en el jardín y me pareció percibir que, más que asustarse, se había dado cuenta de mi susto. Ahora, mientras le veía ordenar un poco el contenido del cajón, colocarlo encima de otro y arrimar ambos a la pared, tuve que reconocer que su impasibilidad aventajaba a la mía, porque, bien mirado, de los dos el intruso era yo.
–Sí –dijo sonriendo–. Le gustaba mucho cambiar las cosas de sitio, le aplacaba los nervios.
De pronto miré a la puerta sobresaltado, con el miedo de verla aparecer dando órdenes acerca de aquellas mudanzas y traslados que desde la infancia fueron para mí una cruz. Creaba en torno a sus proyectos un clima de opresión que se propagaba a cuantos nos veíamos, quieras que no, implicados en aquella furia de actividad. Pero lo más extravagante era que cualquier jaqueca, llamada telefónica o simple racha de lluvia podían imprimir un sesgo inesperado a su humor y aplazar indefinidamente aquellos planes, dejándonos a los demás contagiados del malestar que se incuba en las febriles expectativas.
Paseé los ojos en torno mío. Por toda la habitación quedaban huellas de su último estallido.
–Yo no creo que nada le aplacara los nervios –dije.
Pero él no contestó. Estaba de pie, a cierta distancia, y de repente no era más que lo que era: un criado negro que no tiene por qué mezclarse en nada, esperando mis órdenes. Yo tampoco apetecía mayor intimidad.
Decliné sus ofrecimientos de dejarme totalmente limpia y despejada la estancia donde, según todas las muestras visibles, e...

Índice

  1. Portada
  2. Nota preliminar
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Tercera parte
  6. Créditos