Júbilo matinal
PREFACIO
El mundo sobre el que he escrito desde que me hice famoso, el mundo del Club Los Zánganos y los individuos que allí se reúnen, siempre fue un mundo pequeño: uno de los más pequeños que he conocido, como diría Bertie Wooster. En Londres estaba limitado al este por Saint James Street, al oeste por el Hyde Park Corner, por Oxford Street al norte y por Piccadilly al sur, desbordándose en los distritos rurales por las casas de campo de Shropshire y otros agradables condados. Y ahora no sólo es ya pequeño, sino que ni siquiera existe.
Esta circunstancia me la han hecho ver cada vez que se ha publicado en Inglaterra un nuevo libro mío acerca de Jeeves o del castillo de Blandings o del Club Los Zánganos. «¡Eduardiano!», me susurran los críticos. (Que conste que no es fácil susurrar la palabra «Eduardiano», dado que no contiene ningún sonido sibilante, pero se las arreglan para hacerlo.) Y yo arrastro un poco los pies y digo: «Sí, supongo que tienen ustedes razón.» Después de todo, no existe ningún término genérico para el tipo de hombre joven que aparece en mis relatos, puesto que solían llamarlo knut1 en los tiempos anteriores a la Primera Guerra, lo que parece dar a entender, ciertamente, que ha muerto..., al igual que los macaronis de la Regencia y los maceros patilludos de la época de la reina Victoria.
Pero a veces me siento de un humor más desafiante. «¡Las mías», protesto, «son novelas históricas!» Nadie pone ninguna objeción cuando un autor escribe esa clase de cosas que comienzan: «Aunque más ducho en el manejo de la espada que en el de la pluma, narraré para cuantos la lean la historia de cómo yo, John Blunt, un sencillo hombre de pueblo, seguí a mi querido señor a la guerra cuando nuestro rey Eduardo, llamado el quinto, se sentó en el trono de nuestra Inglaterra.»
Siendo esto así, ¿por qué a mí no se me permite ponerme a narrar para quienes deseen leerla la historia de cómo el honorable J. Blunt fue multado con cinco libras por el magistrado de la comisaría de policía de Bosher Street por conducta desordenada durante la carrera nocturna de embarcaciones a remo? Discriminación injusta es la frase que le viene a uno a los labios.
Supongo que una cosa que hace que estos zánganos míos parezcan criaturas de un pasado muerto es que, con la excepción de Oofy Prosser, el millonario del club, son todos simpáticos y joviales, amigos de todo el mundo. En estos tiempos en los que todo el mundo odia a los demás, cualquiera que no desprecie a algo –o a todo– es un anacronismo. El knut eduardiano jamás fue un joven airado. Se sentiría un poco mortificado, tal vez, si su hombre, Meadowes, le viniera con quejas cada mañana, pero su actitud normal ante la vida era radiante. Era un tipo humilde y amable, que se sabía un asno, pero que esperaba que los demás no se lo tuvieran en cuenta. Representado en la escena por George Grossmith y G. P. Huntley, componía un tipo entrañable que calentaba los corazones más pétreos. Se le podía reprochar que no fuera un trabajador del mundo, pero uno no podía evitar apreciarlo.
Sin embargo, en realidad, muchos de los miembros del Club de los Zánganos sí son trabajadores. Freddie Threepwood es vicepresidente en la Donaldson’s Dog-Joy, Inc., de Long Island City, y vende como el que más excelentes galletas para perros. Bingo Little edita Wee Tots, el popular periódico para el jardín de infancia y el hogar; Catsmeat Potter-Pirbright ha interpretado el papel de joven galán en un buen número de comedias de salón del West End, en las que suele aparecer tempranamente en el acto primero saludando a todos con un jovial «¿A alguien le apetece una partidita de tenis?»; e incluso Bertie Wooster escribió una vez un artículo para el semanario de su tía Dahlia, Milady’s Boudoir, titulado «Lo que lleva el hombre bien vestido».
Dos cosas provocaron el declinar del zángano o knut: la primera de ellas fue que vinieron tiempos duros para los hijos segundones. La mayoría de los knuts eran segundones, y en el reinado del buen rey Eduardo la posición del hijo segundón de una familia aristocrática era... ¿Cuál es la palabra, Jeeves? ¿Anómala? ¿Estás seguro? De acuerdo, anómala. Gracias, Jeeves. Dicho de otra manera, abundaba en lo que podía considerarse lo superfluo y su posición era como la de la camada de gatitos que la gata de la familia deposita en el cajón donde uno guarda las camisas limpias.
Lo que solía suceder era esto. Un conde, pongamos, tenía un heredero. Hasta aquí, muy bien. Uno siempre puede apañárselas con un heredero. Pero después –estos condes nunca saben cuándo han de parartenía –irreflexivamente, por así decir– un segundo heredero, y esta vez la cosa ya no le complacía tanto. Y, sin embargo, allí estaba: requiriendo su ración diaria de calorías igual que si fuese el primero en el orden sucesorio. Esto hacía que el conde se sintiera ante algo difícil de manejar.
«No puedo permitir que Algy pase hambre», se decía, y le aflojaba una paga mensual. Y fue así como empezó a forjarse un grupo de jóvenes ornamentales, que eran alimentados por los pájaros. Al igual que los lirios del campo, no se fatigaban ni hilaban, sino que se contentaban con la generosidad paternal. Sus necesidades eran pequeñas. Con tal de poder asegurarse los servicios de un sastre que estuviera dispuesto a aceptar encanto personal como sustitutivo de dinero en metálico –y era cosa extraordinaria lo lleno que estaba Londres de sastres altruistas en los primeros años del siglo XX–, era muy poco más lo que pedían. En resumen, que mientras los pájaros continuaban haciendo sus tareas, ellos vivían en esa bienaventurada condición de quien pasa la vida sin dar golpe.
Pero luego el factor económico asomó su fea cabeza. Los impuestos sobre la renta y el patrimonio se dispararon como faisanes lanzados a la estratosfera, y el conde se encontró a sí mismo en la necesidad de pensar constructivamente. Fue de esta manera como se le ocurrió una idea brillante que, cuantas más vueltas le daba en su mente, más lo atraía.
–¿Por qué no voy a poder hacerlo yo? –le dijo a su condesa, cierta noche que estaban sentados los dos tratando de equilibrar su presupuesto.
–¿Por qué no puedes hacer qué? –le preguntó ella.
–Dejar que Algy se muera de hambre.
–¿Qué Algy?
–Nuestro Algy.
–¿Te refieres a nuestro hijo menor, el honorable Algernon Blair Worthington ffinch-ffinch?
–Exactamente. Me está costando a razón de mil libras al año sólo porque no puedo permitir que pase hambre. Pero la cuestión que me planteo es precisamente ésta: ¿por qué no dejo que ese joven sinvergüenza pase hambre?
–Sí, es una idea –asintió la condesa–. Un plan muy sensato. En cualquier caso, todos comemos demasiado estos días.
Y así los proveedores declinaron su activo papel y Algy, enfrentado a la perspectiva de no obtener sus tres comidas diarias si no trabajaba para ganárselas, se apresuró a dejar el hogar y buscar trabajo, con el resultado de que, a día de hoy, cualquier pobre tipo que, como yo mismo, trate de ganarse honrada y modestamente la vida escribiendo historias acerca de él y de los demás Algys, Freddies, Claudes y Berties, se convierte automáticamente en un eduardiano.
La segunda cosa que llevó a la eliminación del knut fue la desaparición de las polainas. En los viejos y heroicos tiempos, las polainas o botines eran el distintivo del joven de mundo, la piedra angular en que se fundaba toda su política, por lo que resulta muy triste pensar que ha surgido toda una generación que incluso ignora lo que eran los auténticos botines. En cierta ocasión escribí un libro titulado Jóvenes con botines. Hoy ya no puedo ni emplear semejante título.
Su nombre completo era spatterdashes;1 estaban hechos de paño o tela blanca y se abotonaban alrededor de los tobillos, en parte, sin duda, con la misión de impedir que los calcetines se mancharan con las salpicaduras de barro de la calle, pero principalmente porque aportaban una especie de jovial diablerie a la apariencia del que las lucía. Llevar o no monóculo se dejaba al gusto de cada uno, pero los botines, al igual que el paraguas apretadamente enrollado, era obligatorio. Yo jamás me vestí realmente conforme a los estándares de un joven knut (de hacia 1905), porque cierta anemia de mi tesorería me obligó a desempeñar mis deberes sociales vestido con el viejo chaqué y los pantalones desechados por mi hermano, ninguno de los cuales me sentaba bien, y con una chistera heredada de un tío mío cuya cabeza era varias tallas mayor que la mía. Pero mi paraguas siempre estuvo apretadamente enrollado y, aunque las polainas costaban dinero, siempre lucí las mías impecables. Allí estaban, brillantes y blanquísimas, fascinando a cuantos se cruzaban conmigo y provocando que los extraños de sórdido aspecto se dirigieran a mí –esperando largueza– llamándome «capitán» o a veces incluso «milord». Más de un mayordomo, al abrirme la puerta de entrada de una mansión y no poder reprimir una mueca por el aspecto de mi chistera, bajaba la vista, veía mis polainas y dejaba escapar un pequeño suspiro de alivio, como diciendo: «No es, por el extremo norte, precisamente aquello a lo que estamos acostumbrados aquí, pero por el sur no se le puede reprochar nada.»
Naturalmente, si le cortas a un tipo su asignación, no puede permitirse las polainas y, sin ellas, es una fuerza sin vigor. Privado de esos complementos indispensables, el knut arrojaba la toalla y decidía retirarse.
Y ya apuntan señales de un futuro resurgimiento. Por no poner más que un ejemplo, el mayordomo vuelve. Extinguido aparentemente hace tan sólo unos años, hoy vuelve a vérsele en sus antiguos lares como un ave tímida que, expulsada de sus marismas nativas por ruido de armas y trompetería...