CRONICAS
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Un viaje científico al Ártico

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CRONICAS

Un viaje científico al Ártico

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«La formación de físico de Pou le permite divulgar los proyectos del Amundsen con amenidad y precisión. El paso por las aulas de teoría literaria y la curiosidad por la literatura ártica consiguen que Donde el día duerme con los ojos abiertos sea también un buen diario de a bordo en el que entrevistas, cenas y referencias oportunas a canciones se combinan con una mirada retrospectiva hacia los primeros exploradores árticos» (Jordi Nopca, Ara).

En el verano de 2008, Toni Pou fue seleccionado por la Federación Mundial de Periodistas Científicos, junto con catorce periodistas más del resto del mundo, para cubrir una expedición científica al Ártico canadiense a bordo del Amundsen, un barco rompehielos dedicado a la investigación científica más puntera. Es­te libro, a medio camino entre el libro de viajes, la divulgación científica y la crónica personal, reconstruye el viaje de este joven periodista científico, que participa en las investigaciones que se de­sarrollan en el barco. En un relato fresco, sencillo, lleno de anécdotas entraña- bles, Toni Pou nos ilustra no sólo sobre las particularidades del Ártico, sino también sobre la ciencia en general. Inteligente, sensible y muy bien escrito, Donde el día duerme con los ojos abiertos, galardonado con el Premio Godó de Periodismo de Investigación y Reporterismo, es una pequeña joya que nos transporta a un mundo lejano, evocadora de las aventuras y la épica de las expediciones polares del siglo XIX.

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Información

Año
2013
ISBN
9788433934192

1. LA SOLEDAD DEL PIONERO

Si el primer paso de cualquier viaje se da con la imaginación, el segundo se da con un libro. Y ése es uno de mis pasos predilectos. Revolver estantes en las librerías y pilas de libros en los tenderetes de segunda mano, siempre en busca de algún ejemplar que tenga algo que ver con el viaje... ¡Qué placer! Hace poco, durante una de esas búsquedas en el mercado de Sant Antoni, encontré dos volúmenes interesantes. El primero, un librito en catalán, de tapas rojas y páginas amarillentas, en el que el explorador escocés William S. Bruce relata las peculiaridades de las regiones polares y las expediciones que lideró a principios del siglo XX, tanto en el Ártico como en la Antártida. La inesperada traducción de Carles Riba lo convierte en una pequeña joya literaria polar que llegó a costar, en su época, dos pesetas. En sus páginas aparecen frases como «... una reverberación de la solana revelaba un iceberg enorme y umbrío...», o como «... horadados por cuevas por las que, en fiera confusión, grandes olas se adentran hasta las mismas entrañas de estos monstruos...».
Los viajes de Bruce son interesantes, pero también relativamente recientes. Porque ¿cuándo empezaron las expediciones polares? De eso precisamente trata la segunda de mis adquisiciones: de la historia de las exploraciones polares. Resulta que si se rastrea hacia atrás en el tiempo, el auge de las exploraciones polares comienza en el siglo XV con el objetivo, por parte de ingleses y franceses, de alcanzar el exotismo de Asia por vías marítimas alternativas a las controladas por españoles y portugueses. A medida que pasaban los años, las zonas polares dejaron de ser consideradas meras zonas de tránsito y ganaron interés por sí mismas. Lo cual culminó en la obsesión polar de los siglos XVIII y, muy especialmente, XIX, en que todas las consideradas grandes naciones se apuntaron a la carrera hacia los polos. Pero, antes, los vikingos ya habían conquistado Islandia y Groenlandia durante el siglo IX. ¡Y en Islandia habían encontrado a monjes irlandeses! Ahora bien, la expedición polar más antigua de que se tiene constancia la protagonizó Piteas de Massalia hace más de veintitrés siglos.
Piteas fue un científico y marino que vivió en la colonia griega de Massalia, la actual Marsella, durante el siglo IV a. C. Los motivos que lo llevaron hacia el norte fueron, en un principio, comerciales. El estaño, un metal que se veía de vez en cuando en los mercados de Massalia y que se creía que provenía de tierras situadas al norte de la Galia, era el ingrediente necesario para obtener, adecuadamente mezclado con cobre, el bronce. Y el bronce era una aleación que permitía la fabricación de herramientas y armas más duras y resistentes. Con la idea de liderar la comercialización del bronce, algunos comerciantes de Massalia financiaron una expedición que tenía por objeto llegar más al norte de la Galia para conseguir estaño. Piteas fue el elegido para comandarla y en el año 320 a. C. zarpó del puerto de Massalia hacia los mares encantados que supuestamente había más allá de los límites del «Mundo habitable».
Guiando su nave con el sol y las estrellas, Piteas rebasó el estrecho de Gibraltar y se adentró en aguas de olas más altas y más oscuras que las de su Mediterráneo natal. Tras unos días de navegación difícil, consiguió llegar a Cornualles, el extremo sudoccidental de la actual Inglaterra, y allí llenó las bodegas de su barco con estaño. Hecho esto, podría haberse relajado paseando por las magníficas playas de la región, admirando sus acantilados imponentes y, una vez recuperado del viaje, volver a casa con la satisfacción de haber cumplido una tarea dificultosa y de una importancia económica capital para su ciudad de origen. Pero más allá del compromiso asumido con los comerciantes de Massalia, Piteas debió de sentir unas punzadas en el estómago que no lo dejaron tranquilo hasta que ordenó a los marineros que preparasen el barco porque pensaba dirigirse hacia el norte, en busca de la tierra denominada Thule.
Tras unos días de navegación, esta vez más fría, más agitada, llegó a una tierra en cuyo cielo había un «fuego siempre brillante» y que estaba flanqueada por un «pulmón de mar, una sustancia que no era tierra ni agua y que no podía ser atravesada por hombres ni embarcaciones». Piteas se refería probablemente al sol de medianoche, tan característico de las regiones polares, vislumbrado quizá a través de la neblina que a menudo confiere al aire del norte una textura casi metálica, así como a las largas ondulaciones que, rítmicamente, el oleaje marino transmite a la capa de hielo que cubre las aguas del Ártico a principios del otoño. A la vuelta del viaje, embriagado por la experiencia de haber llegado a una tierra desconocida, Piteas relató el descubrimiento a sus contemporáneos en un libro, El mar, cuyo último ejemplar desapareció entre las llamas que arrasaron la Biblioteca de Alejandría. Sin embargo, parece ser que en vida de Piteas, y durante muchos siglos después, El mar fue considerado tan sólo la fantasía de un marino extravagante. Y en parte se debió a la influencia de un reputado geógrafo, Estrabón, que ni siquiera aceptaba que Irlanda formase parte de su «Mundo habitable» y que no creía que ningún hombre fuera capaz de llegar tan al norte hasta encontrar un lugar en el que el hielo sustituyera a la tierra. Todavía hoy no está del todo claro si Piteas llegó a Islandia, a alguna de las islas Feroe o al norte de Noruega. No obstante, recopilando testimonios escritos y referencias a la obra de Piteas, lo que sí parece evidente es que el explorador de Massalia fue el primero que, zarpando desde un puerto mediterráneo, alcanzó el círculo polar ártico.

2. COMPRAS ÁRTICAS EN UNA CIUDAD TROPICAL

Poco después de saber que viajaré al Ártico, me asalta la pregunta previa a cualquier viaje: ¿y qué me llevo? Como estamos en el siglo XXI, no me hace falta pensar en el zumo de lima para combatir el escorbuto,1 ni en los sacos de pemmican (mezcla de carne seca desmenuzada y bayas), ni en los sextantes para orientarme en el mar y en la banquisa. Y, sobre todo, no es necesario cargar con esas piezas de ropa tan rígidas y pesadas que me harían sentir acorazado como un caballero medieval. Ahora bien, la modernidad también conlleva su propio equipaje. Para poder hacer mi trabajo a bordo del Amundsen me será imprescindible una cámara réflex digital con un mínimo de dos objetivos (el angular estándar y el teleobjetivo) y un ordenador portátil con el correspondiente disco duro externo para almacenar las copias de seguridad. Aparte de esto, poca tecnología más. El resto del equipaje consistirá esencialmente en ropa y libros, procurando no superar los veinte kilos, una restricción logística impuesta por la gran cantidad de material científico que hay que cargar en el barco. Pero ¿qué ropa? Es cierto que las semanas que pasaré en el Amundsen coincidirán con el verano, la época más benigna desde el punto de vista meteorológico, pero por lo que he leído, en el Ártico hay que estar siempre preparado para cualquier inclemencia. Y sería imperdonable dejar de hacer algo al aire libre por no llevar la ropa adecuada. Así que decido sobredimensionar la ropa de abrigo. No me importa pasar calor, lo que no quiero es pasar frío.
Tengo la suerte de conocer a un montañero experto, Àngel, cuyo armario me ha permitido sobredimensionar sin problemas la ropa de abrigo que me llevaré. Salgo de su casa con una bolsa tan llena de ropa técnica y de montaña que hace que me tambalee. La clave para mantenerse caliente es el sistema de capas: una primera capa de tejido térmico, ceñida y que cubra todo el cuerpo (tengo dos en la bolsa, dos monos que cubren desde los tobillos hasta el cuello); una segunda capa de forro polar (en la bolsa llevo una chaqueta y dos pantalones, uno de los cuales llega hasta las axilas) y, finalmente, una capa más externa de Gore-Tex, el material impermeable, transpirable y cortaviento por excelencia (dos conjuntos de pantalones y chaqueta en la bolsa). Además, pasamontañas, gorras, gafas de sol, diversos tipos de calcetines para seguir, también en los pies, la estrategia de las capas, y sobre todo los guantes, también por capas: primero, guantes de lana sobre los que puede ir una manopla de forro polar y Gore-Tex, que a su vez puede cubrirse con otra manopla mayor del mismo material. Y por si acaso, un anorak de pluma de oca.
Pese a las palabras de Àngel al abrir su armario –«Contra el frío», me ha dicho, «lo que va bien de verdad es lo que utilizan los inuit: las pieles»–, mientras me tambaleo por la calle con la bolsa en la mano, me siento seguro y capaz de soportar todo el frío que se me ponga por delante. No obstante, si lo pienso un poco, no cabe duda de que las pieles tienen que ser uno de los mejores abrigos contra el frío polar, si no el mejor –hace miles de años que los inuit gestionan los rigores del Ártico–. Y no deja de parecerme curioso que, quizá por desconocimiento o quizá también por cierto orgullo occidental, no todos los exploradores europeos y norteamericanos intentasen imitar las técnicas inuit cuando la tecnología aún no los proveía de ropa técnica, forros polares y Gore-Tex. Los primeros en hacerlo metódicamente fueron el norteamericano Robert Peary, el primero, según él, en llegar al Polo Norte, y el noruego Roald Amundsen, el primero en atravesar el Paso del Noroeste y en llegar al Polo Sur. Durante sus expediciones, Peary, al igual que Amundsen, fue desarrollando un método de trabajo que combinaba las técnicas de supervivencia de los inuit con la organización europea. Peary no cargaba con tiendas donde guarecerse, construía iglús. Mientras que los británicos se abrigaban con ropa de algodón y de lana, y los escandinavos con jerséis y cazadoras de Islandia, Peary se envolvía con pieles de foca y de caribú. Mientras que la mayoría de los exploradores se debatían durante la noche en el interior de sacos de dormir tiesos por las bajas temperaturas, Peary dormía con lo que llevaba puesto. Además, ponía en práctica lo que él denominaba «Sistema Peary de exploración», si bien los británicos ya habían utilizado técnicas similares cuarenta años atrás. Este sistema dividía la exploración en tres grupos. El primero se encargaba de preparar el terreno y construir refugios en los lugares más adecuados. El segundo cargaba las provisiones y las iba dejando en depósitos situados estratégicamente, de manera que el tercer grupo, el denominado «grupo polar», podía avanzar con un equipaje mínimo y concentrar así todas sus energías en el ataque al objetivo final.
Así pues, ya tengo resuelto el problema de la ropa. Lo único que me falta concretar es qué calzado me llevaré para poder caminar con absoluta libertad sobre el mar helado. He pasado las últimas tardes visitando la mayoría de las tiendas especializadas de Barcelona y todavía no he sido capaz de tomar una decisión. No encuentro un término medio que me convenza entre las botas gigantescas de plástico rígido, que más bien parecen de astronauta, y las típicas botas de montaña, que, si bien responden correctamente en la mayor parte de las situaciones, no sé cómo lo harían en el Ártico. En ese término medio pensaba el otro día mientras visitaba una de las tiendas de montaña de mayor renombre de la ciudad. Y tal vez por eso hice más preguntas de la cuenta o colapsé al dependiente con demasiada información. A mi petición, específica, lo reconozco, pero adecuadamente contextualizada al plantearla en una tienda especializada en montaña y deportes de invierno, el dependiente respondió que buscara en Google el calzado que más podía convenirme. «¿En Google? ¡Peary y Amundsen no disponían de Google!», estuve a punto de decir. Y de añadir: «Además, ¿acaso no es éste un establecimiento especializado donde se supone que deben orientarte e informarte sobre el material que requiere un viaje de ese tipo?» De manera que, decepcionado y, lo que es más preocupante, sin calzado, salí a la calle pensando que, a menos que pasara un zorro ártico en aquel momento y me transformara yo en un cazador audaz, lo bastante hábil para hacer volar mi lanza invisible por encima de los coches y acertar a la presa, me resultaría muy difícil conseguir un calzado con el que poder caminar sobre el hielo con absoluta confianza.

3. EL TICTAC DE LA CIVILIZACIÓN

Acabo de recibir un mamotreto de información, toda en formato digital, eso sí, para empezar a preparar el viaje. Las fechas ya son definitivas: me embarcaré en el Amundsen el 26 de junio. Ahora tengo que rellenar unos cuantos formularios con mis datos personales y firmar unos papeles en que declaro aceptar todos y cada uno de los riesgos que comporta navegar en un barco por el océano Ártico. También he de jurar que soy una persona sana mental y físicamente, y conseguir un documento oficial que certifique que no tengo antecedentes penales, cosa que implica un trámite en Barcelona y dos en Madrid. Pero ¿y si tuviera antecedentes? ¿No podría ir? En todo caso, el documento que más me ha llamado la atención es un manual de cuarenta páginas editado por la Guardia Costera de Canadá, titulado Guía de familiarización. En dicha guía se informa sobre los servicios de que dispone el barco, como la lavandería o la conexión a Internet (dos ordenadores para casi ochenta personas), sobre los objetos cotidianos que hay que llevar (jabón y pasta de dientes, pero no sábanas ni toallas), y también sobre todo lo que está prohibido hacer a bordo y que puede implicar la expulsión directa sin los gastos de viaje cubiertos, como fumar en el interior del barco, beber alcohol en los camarotes o en cualquier otro lugar fuera de ciertos horarios, consumir drogas, etc. También se informa en esa guía de una costumbre que se practica a bordo, el Sunday dress code, que se traduce, literalmente, como «código de vestuario de los domingos».
La noche del domingo es un momento especial. Hay que vestir con elegancia a la hora de cenar. No es obligatorio el uso de corbata, pero mientras se degusta una copa de vino chileno o australiano y se cuentan anécdotas vividas en el mar, los oficiales del barco lucen su uniforme de gala, una indumentaria que permite leer la posición de cada persona en la jerarquía marinera por el número de barras amarillas en las mangas de la americana. Amablemente y sin coacción alguna, los científicos son invitados a seguir este código como muestra de respeto. Al principio me sorprendió esta costumbre, pero, al reflexionar más sobre ello, me parece que he empezado a comprender su origen. Mi hermana es bióloga marina y pasa largas temporadas surcando el Pacífico a bordo de barcos atuneros. Siempre me cuenta que a bordo de cualquier embarcación las celebraciones son exageradas: resulta chocante ver cómo los marineros, después de ensuciarse de grasa haciendo funcionar las máquinas y de pringarse de sangre y restos de pescado mientras manipulan cientos de toneladas de atunes, con sus recias manos, curtidas por el sol y el agua salada, colocan las guirnaldas alrededor del árbol de Navidad con la delicadeza propia de un niño. También en esos barcos atuneros el domingo constituye un día especial: la comida es más elaborada y a los marineros se les permite tomar una copa de vino.
De una manera más forzada, los exploradores que intentaron conquistar el Ártico durante el siglo XIX se dedicaban a observar una serie de actos periódicos, sobre todo durante los meses oscuros y helados del invierno, que debían pasar inmovilizados sobre el hielo. El doctor Isaac Israel Hayes, por ejemplo, médico y comandante de una expedición norteamericana a bordo de la goleta United States, que zarpó de Boston el 6 de julio de 1860, estableció que los cumpleaños de los miembros de la tripulación se celebrarían con banquetes fastuosos. Hayes consideraba que una buena alimentación era la mejor manera de mantener a sus hombres animados. Y, en efecto, el primer cumpleaños fue toda una fiesta: se consumió salmón, pato, queso, ciervo asado, pudin de pasas de Boston, pastelillos rellenos de fruta, puros, vino de Madeira, jerez, y la jarana se prolongó hasta bien entrada la madrugada. Por desgracia, Hayes no previó que el resto de los cumpleaños eran en verano, de manera que aquél fue el primer y último banquete del invierno. También decidió editar un periódico semanal, The Port Foulkes Weekly News, que recogía la actualidad de la expedición, comentarios sobre la meteorología, información sobre el extranjero y notas de sociedad. No obstante, la tripulación del United States no se mostró demasiado interesada en la publicación, que ni siquiera llegaría a ser semanal. Así pues, al parecer, pese a todos sus esfuerzos, el invierno ártico pudo más que las iniciativas de Hayes. «Cada hora de oscuridad se hace un poco más larga, absorbe un poco más de color de sangre y toma algo más de elasticidad de los pasos», escribió, derrotado, en su diario.
Más adelante, George Nares, un veterano del Ártico que lideró la expedición británica a bordo del Alert en 1875, planificó de forma todavía más metódica –y tal vez por eso con mayor éxito– las distracciones que debían mantener alta la moral de la tripulación durante el invierno. Periódicamente se organizaban fuegos artificiales, combates de boxeo y conferencias, como la que dio el médico de a bordo, Edward Moss, sobre la rana saltadora (Agalychnis saltator) de América Central. Nares también reinstauró el Royal Arctic Theatre, fundado por el almirante sir William Edward Parry durante una expedición en 1819. Este espectáculo consistía en una introducción musical con baile incluido y una representación en la que los mismos oficiales se disfrazaban y hacían toda clase de tonterías para hacer reír a la tripulación. Y por si eso no fuera suficiente, incluso se construyó una pista de patinaje cerca de donde quedó varado el barco. Nares quizá pensó que deslizarse a toda velocidad sobre el hielo fomentaría una sensación de ligereza que plantaría cara a la pesadez del frío y la oscuridad invernales. Sin embargo, no sin sorpresa los tripulantes del Alert comprobaron que el hielo marino no resbalaba lo suficiente para poder patinar sobre él y, tras nivelar la pista, tuvieron que verter encima una capa de agua dulce. Al cabo de unos minutos, helada el agua dulce, la ligereza estaba servida.
Y es que tal vez, tanto si se encuentra en medio de un mar tropical deslumbrado por el sol como sobre el hielo infinito de la banquisa ártica, el ser humano necesita de algún modo marcar el paso del tiempo para evitar que el vacío del paisaje vaya absorbiéndolo poco a poco y acabe diluyéndo...

Índice

  1. Portada
  2. Prefacio
  3. 1. La soledad del pionero
  4. 2. Compras árticas en una ciudad tropical
  5. 3. El tictac de la civilización
  6. 4. Sir John Franklin
  7. 5. Nocturno en Calgary I
  8. 6. Inuvik o la costa de los mosquitos
  9. 7. «Cold cold ground»
  10. 8. Sucedáneo de aventura
  11. 9. A bordo
  12. 10. El Año Polar Internacional
  13. 11. Periodistas en el Ártico
  14. 12. Crónica amarilla de una muerte no tan anunciada
  15. 13. C. J.
  16. 14. «Blue rare, please»
  17. 15. Lujos en el Ártico
  18. 16. Diálogos planctónicos
  19. 17. Emparejadas para siempre
  20. 18. Lise
  21. 19. El primer deportista
  22. 20. Pesticidas voladores
  23. 21. Fantasías polares
  24. 22. Tesoros en el barro
  25. 23. Gombrowicz a bordo
  26. 24. Trevor
  27. 25. Chiste inuit
  28. 26. La vía aérea
  29. 27. Irrumpir en el hielo
  30. 28. Observar el hielo
  31. 29. Dulce y salado
  32. 30. Myriam
  33. 31. Ese dolor terrible en el brazo
  34. 32. Meteoritos en el Ártico
  35. 33. El torio-234 o la conexión Hemingway
  36. 34. Milagros en veinticuatro horas
  37. 35. Pasatiempos árticos
  38. 36. «Yo llegué primero»
  39. 37. La bomba física
  40. 38. De la misma pasta
  41. 39. Fantasmas polares
  42. 40. «Quinuituq»
  43. 41. Dirigibles en el Polo
  44. 42. En una gota hay un universo
  45. 43. Ulukhaktok
  46. 44. En Ulukhaktok
  47. 45. Hielo picado
  48. 46. Salsa gótica
  49. 47. Desembarco en Kugluktuk
  50. 48. Nocturno en Calgary II
  51. Epílogo
  52. Lecturas recomendadas
  53. Agradecimientos
  54. Créditos
  55. Notas