La señora Donaldson rejuvenece
–Supongo que usted es mi mujer –dijo el hombre en la sala de espera–. Creo que no he tenido el placer. ¿Podría decirme su nombre?
De mediana edad y escuálido, tenía las piernas al aire y la señora Donaldson pensó que debajo del batín quizá estuviera totalmente desnudo.
–Donaldson.
–Bien. El mío es Terry. He estado fuera.
Le tendió la mano y mientras ella se la estrechaba brevemente la bata se abrió y dejó ver un par de calzoncillos de color naranja y, remetido en la pretina, un teléfono móvil.
–Problemas de tránsito –dijo él, alegremente.
–No, creo que no –dijo la señora Donaldson.
–Míos, no suyos, querida –dijo Terry–. Usted es sólo mi mujer.
–Me han dado a entender –dijo la señora Donaldson– que eran sus vías urinarias.
–Ni loco. –Terry se subió la cintura de los calzoncillos–. De eso nada.
–La frecuencia –dijo la señora Donaldson–. Se despierta por la noche.
–En absoluto. Voy antes de acostarme y, por la mañana, lo primero de todo... Bueno, usted lo sabe –dijo, soltando una risilla–. Es mi mujer.
La señora Donaldson sacó una carpeta.
–Creo que es en el otro departamento, ya verá –dijo Terry–. Deposiciones duras y que les cuesta pasar. Sangre algunas veces. Todo eso. Pensé que, como soy tímido, me daría vergüenza, y por eso está usted aquí: para echarme una mano.
–Bueno, fui enfermera –reconoció la señora Donaldson–. Estoy al corriente de todos los términos técnicos: intestinos, colon, próstata...
–Alto aquí –dijo Terry–. ¿Era enfermera?
–No –dijo ella–. Soy viuda.
–Espere un segundo. Voy a asegurarme –dijo Terry, y, atándose la bata, salió de la habitación.
Cuando volvió la encontró sentada en un asiento distinto. Terry se sentó a su lado, pero sin decir nada.
–¿Y? –dijo la señora Donaldson.
Terry se señaló la entrepierna.
–Son las vías urinarias, aunque al parecer podrían afectar al intestino porque tendrán que entrar primero por la puerta trasera para evaluar la próstata. Después dependerá de la importancia que él les conceda.
Se abrió la puerta. Se oyó el sonido de una risa y una chica con su nombre en una etiqueta salió llorando.
–He intentado decírselo, querida –dijo una anciana que salió tras ella, abotonándose la blusa–. La vesícula biliar era una pista falsa.
Sonó un timbre. Terry y la señora Donaldson se levantaron.
–Después de usted –dijo Terry, poniendo un dedo en la región lumbar de la señora Donaldson. Ella se retorció para zafarse y dijo:
–Ha dicho que era tímido, ¿se acuerda?
Aquella mañana había media docena de estudiantes, cuatro chicos y dos chicas, y el lugar tenía el tosco mobiliario de una sala de consulta. Había un escritorio, una mesa y, repantigado al fondo, con aparente indiferencia, estaba el doctor Ballantyne, el jefe de la unidad. Como Terry, pensó la señora Donaldson, aunque sin duda con unos calzoncillos más elegantes.
–Buenos días, señora Donaldson, señor Porter. –Ballantyne se despegó de su silla–. No les preguntaré cómo están, porque eso les corresponde averiguarlo a nuestros aprendices de curandero, aunque me temo que nos hemos quedado sin la señorita Truscott, que se ha ido ofendida. Bueno, adelante, adelante. ¿Alguien va a pedirles a estas buenas personas que se sienten? –Él se sentó–. Señor Rowswell, usted manda.
Un chico nervioso, de cara colorada, con extrañas orejas y la chaqueta demasiado grande, les hizo sentarse con gesto torpe y se colocó en el lado del escritorio donde no estaba acostumbrado a estar.
Mientras se buscaba la mano dentro de la manga miró a Terry y esbozó una sonrisa.
–¿Qué le pasa?
Ballantyne suspiró profundamente y se llevó las manos a la cabeza.
–Enhorabuena, señor Rowswell. Sólo está en segundo y ya posee una pericia que no me ha sido concedida a mí en veinte años de ejercicio. Sabe decir quién está enfermo y quién no.
La clase, solícita, soltó una risita ahogada.
–¿Cómo sabe cuál de estas dos personas aparentemente saludables es el paciente?
Rowswell se ruborizó.
–El que lleva bata.
Ballantyne miró a Terry como si no lo hubiera visto hasta entonces.
–Así que es él. ¿Por qué, señor Porter?
Terry se frotó las rodillas desnudas.
–Pensé que ganaríamos tiempo.
–No estamos aquí para ganar tiempo, señor Porter. Estamos para... –y sonrió gentilmente a la señora Donaldson– salvar vidas. En el futuro no desenfunde tan rápido. Si la paciente fuera la señora Donaldson, no creo que se hubiera presentado –pensó un momentitoen négligé.
Con una amable sonrisa, dejó que la idea gravitara unos segundos.
–Continúe, señor Rowswell.
La señora Donaldson llevaba alrededor de un mes acudiendo a la facultad de medicina y mucho más tiempo al propio hospital. Allí había muerto su marido, lentamente pero sin dolor, visitado a diario por su sufrida cónyuge con arreglo a una rutina que ella había empezado a considerar fastidiosa pero a la que se había acostumbrado y a la que incluso había cobrado cierto apego, por lo que al final la muerte del señor Donaldson representó una doble pérdida: echaba tanto de menos las visitas como al visitado, y, sobre todo por la tarde, no sabía muy bien en qué emplear el tiempo. Sin un motivo apremiante para salir de casa, se quedaba en ella semanas enteras, un proceso que Gwen, su hija casada, se complació en dignificar como «luto» y que le resultaba gratificante porque pensaba que su madre no había cumplido con su padre.
Pero aunque su marido había sido un hombre irreprochable y la señora Donaldson lamentaba sinceramente su fallecimiento, no se sentía totalmente preparada para habituarse a la digna soledad que su hija consideraba apropiada para su condición de viuda. La liberación llegó de una forma inesperada.
Un embrollo relacionado con la pensión del fallecido había dejado a la viuda en una situación menos holgada de lo que estaba previsto y necesitaba complementar sus ingresos. Sola ahora en una casa de tres dormitorios se le ocurrió que podría hospedar a estudiantes.
Aunque su hija no pudo discutir la sensatez económica de este propósito, consideró desagradables sus repercusiones sociales.
–¿Inquilinos? ¿En Lawnswood? No creo que a papá le hubiera gustado. Y no te veo de casera.
–Alquilar la habitación de invitados no me convierte en casera. Además –dijo la señora Donaldson–, no son inquilinos sino estudiantes.
Gwen no discutió, pensando que unos cuantos meses de marcas de agua en la bañera, música hasta altas horas y cisternas del baño sin tirar resultarían suficientemente convincentes.
–El primer condón en el retrete –le dijo a su marido– y enseguida cambiará de parecer.
Puede ser que la señora Donaldson tuviera suerte, pero los dos estudiantes enviados por el servicio de alojamiento de la universidad eran en todos los sentidos salvo en uno intachables. Eran ordenados y silenciosos, limpiaban la bañera y tiraban de la cadena, y en conjunto se mostraban tan discretos que la señora Donaldson apenas notaba su presencia en la casa. Laura estudiaba medicina y Andy, su novio, arquitectura (la señora Donaldson pensaba que quizá este hecho tuviera algo que ver con su amor al orden), y a través de ellos la habían contratado como simuladora a tiempo parcial, un anuncio de trabajo que Laura había visto en el boletín de la facultad.
No pedían más requisitos específicos que la capacidad de memorizar datos y de exponerlos con claridad. El anuncio no decía nada de dotes interpretativas, pues de lo contrario ella no se habría presentado; tampoco mencionaba la confianza en uno mismo, lo que también habría sido disuasorio porque la señora Donaldson siempre se había considerado tímida.
Este aspecto no pasó inadvertido a Gwen cuando su madre cometió la imprudencia de decirle que había solicitado el empleo.
–Para empezar, no te gusta desvestirte.
–No –convino su madre–, pero es para una buena causa.
–Yo diría que ya has tenido suficiente experiencia de hospitales. No sé qué pensaría papá.
La señora Donaldson tenía la sensación de que el cometido de Gwen era representar a su padre en la tierra.
Por respetable y hasta encomiable que fuese el trabajo, su hija no lo juzgaba así; lo que su madre se proponía hacer la emparentaba lejanamente con la modelo del artista, una ocupación que podía exigir descaro e incluso desnudarse.
De hecho, a la señora Donaldson nunca le habían pedido que se quitara la ropa, cosa en la que algunos pacientes eran más «duchos» que otros: Terry, por ejemplo, se enfundaba una bata de hospital sin pensárselo dos veces incluso cuando no lo necesitaba para simular su enigmático diagnóstico.
La señora Donaldson opinaba que esta presteza en desvestirse era prácticamente un síntoma en sí mismo, si bien le habría costado decir de qué, sólo que en él podía ser de tristeza y también de mediana edad. Pero era una inclinación que estaba contenta de no compartir.
–Yo no lo veo como interpretar –le dijo a su amiga Delia en el comedor–. Sólo hay que poner una cara seria. Es una manera de no ser tú misma.
Delia también formaba parte del elenco hospitalario.
–Es bonito que te miren –dijo Delia–, incluso como a un espécimen. ¿Cuántas veces te mira la gente joven? A nuestra edad somos invisibles.
Aunque raramente se cruzaban sus caminos y poca gente en el hospital conocía su relación extramuros, aquella mañana Laura estaba en la clase donde la señora Donaldson hacía una simulación, de hecho acababa de sustituir a Rowswell, que cuando realizaba un examen rectal a Terry sucumbió a las primeras de cambio.
–Suave, suave –había dicho el doctor Ballantyne–. Hágalo como si fuera su novia.
El consejo no ayudó en nada a Rowswell, que nunca había tenido novia, pero Laura se estaba desenvolviendo bastante bien, tanto que Ballantyne se permitió salir fuera para hacer una llamada con su móvil.
Fue entonces cuando la señora Donaldson cayó de repente hacia delante y se desplomó inconsciente sobre la mesa.
Como todas las miradas enfocaban a Terry, tardaron un momento en darse cuenta. Entonces se agolparon todos alrededor, alguien le abrió un vidrioso ojo vacío y una de las chica...