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«Divertida, emotiva y apasionada pero, eso sí, intensa, y amarga, como un trago de sake tibio. Cautiva de principio a fin» (Sonia Rueda).

Amélie Nothomb se sube en Tokio a la montaña rusa de una hilarante educación sentimental en brazos del muy delgado y muy oriental Rinri, un ávido lector que sueña con entrar en la orden del Temple. Amélie, decidida a aprender japonés enseñando francés a los autóctonos, conoce a Rinri en un bar. Pero, pocos días después, la relación entre maestra y alumno dará paso a una hermosa historia de amor. Distintos episodios nos sitúan, una vez más, ante una rica y peculiar visión de Japón, la de alguien nacido allí pero cuyos orígenes son occidentales, y donde la percepción de la alteridad cobra los más variopintos matices. Nothomb analiza sus experiencias desde una perspectiva casi antropológica, nunca exenta de ironía. La diversión está asegurada, pero también la ternu-ra e incluso la melancolía?, porque cuando Nothomb escribe en primera persona fascina, divierte, hace pensar y hace reír. «Los lectores de Amélie no se quejarán ante tan espléndida cosecha Nothomb» (Marianne Payot, L?Express).

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Información

Año
2010
ISBN
9788433932648
Categoría
Literatura
Me pareció que enseñar francés sería el método más eficaz para aprender japonés. Dejé un anuncio en el tablón del supermercado: «Clases particulares de francés, precio interesante».
Aquella misma noche, sonó el teléfono. Quedamos para el día siguiente, en un café de Omote- Sando. No entendí su nombre, él tampoco el mío. Después de colgar, me di cuenta de que no sabía cómo lo reconocería, él tampoco a mí. Y como no se me había ocurrido pedirle su número, ya no tenía remedio. «Quizás vuelva a llamarme para aclararlo», pensé.
No volvió a llamarme. La voz me había parecido joven. Tampoco era un dato muy significativo. En 1989, no eran precisamente jóvenes lo que faltaba en Tokio. Y menos en un café de Omote-Sando, el 26 de enero, hacia las tres de la tarde.
Yo no era, ni mucho menos, la única extranjera. Él, sin embargo, se dirigió sin dudarlo hacia mí.
–¿Es usted la profesora de francés?
–¿Cómo lo sabe?
Se encogió de hombros. Tomó asiento, muy envarado, y permaneció callado. Comprendí que la profesora era yo y que me correspondía a mí ocuparme de él. Le hice algunas preguntas y me enteré de que tenía veinte años, que se llamaba Rinri y que estudiaba francés en la universidad. Él se enteró de que yo tenía veintiún años, que me llamaba Amélie y que estudiaba japonés. No entendió cuál era mi nacionalidad. Ya estaba acostumbrada.
–A partir de ahora, queda prohibido hablar en inglés entre nosotros –dije.
Conversé en francés con el fin de averiguar su nivel: resultó ser desesperante. Lo más grave era su pronunciación: si no hubiera sabido que Rinri me estaba hablando en francés, podría haberlo confundido con un pésimo principiante de chino. Su vocabulario era desalentador, su sintaxis reproducía defectuosamente la del inglés, que parecía tomar como absurda referencia. No obstante, estaba cursando tercero de francés en la universidad. Eso me confirmó el fracaso absoluto de la enseñanza de idiomas en Japón. Llevado a esos extremos, aquello ya no podía calificarse de insularidad.
El joven debía de ser consciente de la situación, ya que no tardó en excusarse y, a continuación, en callarse. No podía admitir aquel fracaso, así que intenté que hablara de nuevo. En vano. Mantenía la boca cerrada como si quisiera esconder unos dientes poco agraciados. Estábamos en un callejón sin salida.
Entonces me puse a hablar en japonés. No lo había practicado desde los cinco años, y los seis días que llevaba en el país del Sol Naciente, después de una ausencia de dieciséis años, no habían sido ni mucho menos suficientes para reactivar mis recuerdos de infancia de esa lengua. Así pues, le solté un galimatías pueril sin pies ni cabeza. Trataba de un agente de policía, de un perro y de cerezos en flor.
El chico me escuchó con asombro y, finalmente, se puso a reír. Me preguntó si había aprendido japonés con un niño de cinco años.
–Sí –respondí–. Y el niño era yo.
Y le conté mi trayectoria. Se la conté lentamente, en francés; gracias a una particular emoción, sentí que me comprendía.
Había logrado desacomplejarlo.
En un francés peor que malo, me dijo que conocía la región en la que había nacido y en la que habían transcurrido mis cinco primeros años: Kansai.
Él era de Tokio, ciudad en la que su padre dirigía una importante escuela de joyería. Agotado, se detuvo y acabó su café de un sorbo.
Aquellas explicaciones parecían haberle costado el mismo esfuerzo que si hubiera tenido que cruzar un río en plena crecida a través de un vado con piedras separadas cinco metros unas de otras. Me divertía verle resoplar después de aquella hazaña.
Hay que reconocer que el francés es un idioma perverso. No me habría gustado estar en la piel de mi alumno. Aprender a hablar mi idioma debía de resultar tan difícil como aprender a escribir el suyo.
Le pregunté qué cosas le gustaban. Reflexionó durante un largo rato. Me habría gustado saber si su reflexión era de carácter existencial o lingüístico. Después de tanta búsqueda, su respuesta me sumergió en un estado de perplejidad:
–Jugar.
Imposible determinar si el obstáculo era de índole léxica o filosófica. Insistí:
–Jugar a qué.
Se encogió de hombros.
–Jugar.
Su actitud parecía guardar relación bien con una forma admirable de desapego, bien con la pereza frente al aprendizaje de mi colosal idioma.
En ambos casos, me pareció que el chico había logrado salir airoso del apuro y abundé en la misma dirección. Declaré que tenía razón, que la vida era un juego: quienes creían que jugar se limitaba a la futilidad no habían entendido nada, etc.
Él me escuchaba como si le estuviera contando las cosas más extrañas. La ventaja de las conversaciones con extranjeros es que siempre podemos atribuir la expresión más o menos consternada de nuestro interlocutor a la diferencia cultural.
A su vez, Rinri me preguntó qué me gustaba hacer. Separando bien las sílabas y vocalizando, le respondí que me gustaba el ruido de la lluvia, pasear por el monte, leer, escribir, escuchar música. Me interrumpió para decir:
–Jugar.
¿Por qué repetía aquella palabra? ¿Quizás para consultarme sobre esa cuestión? Proseguí:
–Sí, me gusta jugar, sobre todo a las cartas.
Ahora era él quien parecía desorientado. Sobre la página virgen de una libreta, dibujé unas cartas: as, dos, picas, rombos.
Me interrumpió: sí, claro, sabía perfectamente qué eran las cartas. Me sentí extraordinariamente estúpida con mi pedagogía de pacotilla. Para que no se me notara demasiado, hablé de lo primero que me pasó por la cabeza: ¿qué comida le gustaba? Concluyente, respondió:
–Huggghhhh.
Creía conocer la cocina japonesa, pero nunca había oído algo semejante. Le pedí que me lo explicara. Con sobriedad, repitió:
–Huggghhhh.
Sí, de acuerdo, ¿pero qué era?
Estupefacto, me arrancó la libreta de las manos y trazó el contorno de un huevo. Tardé unos segundos en recomponer las piezas en mi cerebro y exclamé:
–¡Huevo!
Abrió los ojos como para decirme: ¡Eso es!
–Se pronuncia huevo –retomé–, huevo.
–Huggghhhh.
–No, fíjese en mi boca. Hay que abrirla más: huevo.
Abrió la boca todo lo que pudo:
–Heggghhh.
Me pregunté: ¿es un progreso? Sí, porque constituía un cambio. Estaba evolucionando, quizás no en la dirección adecuada, pero por lo menos hacia algo distinto.
–Mejor –dije, rebosante de optimismo.
Sonrió sin convicción, satisfecho por mi amabilidad. Yo era el profesor que necesitaba. Me preguntó cuánto cobraba por clase.
–Usted me da lo que desee.
Aquella respuesta disimulaba que no tenía ni idea de las tarifas vigentes, ni siquiera por aproximación. Sin saberlo, debía de haberme expresado como una auténtica japonesa, ya que Rinri sacó de su bolsillo un hermoso sobre de papel de arroz dentro del cual, previamente, había puesto dinero.
Incómoda, lo rechacé:
–Hoy no. Esto no ha sido una clase digna de ese nombre. Apenas una presentación.
El joven dejó el sobre delante de mí, fue a pagar los cafés, regresó para quedar para el lunes siguiente, ni siquiera miró el dinero que yo intentaba devolverle, se despidió y se marchó.
Avergonzada, abrí el sobre y conté seis mil yens. Lo fabuloso de cobrar en una moneda débil es que los importes siempre son extraordinarios. Volví a pensar en «huggghhhh», convertido en «heggghhh» y me pareció que no me había ganado seis mil yens.
Mentalmente, comparé la riqueza de Japón con la de los belgas y llegué a la conclusión de que aquella transacción era una gota de agua en el océano de semejante desproporción. Con mis seis mil yens, en el supermercado podía comprar seis manzanas. Eso era lo mínimo que Adán le debía a Eva. Con la conciencia más tranquilla, salí a recorrer Omote-Sando.
30 de enero de 1989. Mi segundo día en Japón como adulta. Desde lo que yo denominaba mi regreso, al descorrer las cortinas cada mañana descubría un cielo de un azul perfecto. Cuando durante años has descorrido cortinas belgas sobre toneladas de gris, ¿cómo no exaltarte ante el invierno tokiota?
Me reuní con mi alumno en el café de Omote-Sando. La clase se centró en la cuestión del tiempo. Buena idea, ya que el clima, tema ideal para aquellos que no tienen nada que decirse, es la conversación principal y obligatoria en Japón.
Encontrarse con alguien y no hablarle de la meteorología equivale a cometer una falta de mundología.
Desde la última vez, me pareció que Rinri había progresado. Y no podía deberse sólo a mis enseñanzas: seguro que había trabajado por su cuenta. Sin duda, la perspectiva de dialogar con una francófona le había motivado.
Me estaba contando los rigores del verano cuando le vi levantar la mirada hacia un chico que acababa de entrar. Intercambiaron un gesto.
–¿Quién es? –pregunté.
–Hara, un amigo que estudia conmigo.
El joven se acercó para saludar. Rinri hizo las presentaciones en inglés. Me rebelé:
–En francés, por favor. Su amigo también estudia este idioma.
Mi alumno volvió a empezar, se enredó un poco por culpa del brusco cambio de registro, y luego, como pudo, consiguió articular:
–Hara, te presento a Amélie, mi profesora.
Me costó mucho disimular mi hilaridad, que habría desanimado tan loables esfuerzos. No iba a corregirle ante su amigo: habría sido una humillación para él.
Era el día de las coincidencias: vi entrar a Christine, una simpática joven belga que trabajaba en la embajada y que me había ayudado con el papeleo.
La llamé.
Ahora me tocaba a mí hacer las presentaciones. Pero Rinri, siguiendo el impulso y queriendo, sin duda, repetir el ejercicio, le dijo a Christine:
–Le presento a Hara, mi amigo, y a Amélie, mi profesora.
La joven me miró fugazmente. Fingí indiferencia y presenté a Christine a los jóvenes. A causa de ese malentendido, y por miedo a parecer una dominátrix, ya no me atrevía a darle consignas a mi alumno. Como único objetivo posible, me propuse mantener el francés como lengua de intercambio.
–¿Las dos son belgas? –preguntó Hara.
–Sí –sonrió Christine–. Hablan ustedes muy bien francés.
–Gracias a Amélie, que es mi...
En ese momento, interrumpí a Rinri para decir:
–Hara y Rinri estudian francés en la universidad.
–Sí, pero nada mejor que las clases particulares para aprender, ¿verdad?
La actitud de Christine me crispaba, aunque no tenía la suficiente intimidad con ella para contarle la verdad.
–¿Dónde conoció a Amélie? –le preguntó a Rinri.
–En el supermercado Azabu.
–¡Qué divertido!
Lo peor había pasado: pudo haber respondido que fue a través de un anuncio.
La camarera se acercó para tomar nota a los recién llegados. Christine miró su reloj y comentó que su cita de trabajo estaba a punto de llegar. En el momento de marcharse, se dirigió a mí en neerlandés:
–Es guapo, me alegro por ti.
Cuando se hubo marchado, Hara me preguntó si había hablado belga. Asentí para evitar tener que dar una larga explicación.
–Habla...

Índice

  1. Portada
  2. Ni de Eva, ni de Adán
  3. Página de créditos