BRIBIA: CINCO
Hablo de lo que he conocido: densos prostíbulos africanos donde las caricias se fundían con el miedo y el tacto esponjoso que provoca la grifa. En aquellos altillos con olor a cerrado, proximidad de cuartel y angustia de hombres abatidos (el más intenso de los olores de África), muchas veces se jodía con las moras tobilleras, de rostros atónitos y malas intenciones, poniéndotelas encima y evitando así que alguien te apuñalase por la espalda. Sobre esteras, sobre la tierra reseca, en las garitas. Recuerdo también a vanidosas putas marsellesas que te cohibían con su mirada de superioridad y su fingido cosmopolitismo y zorras del Barrio de vestidos estampados y chillones y pelucas y sostenes y tacones rotundos, como islas multicolores entre los pasos y las miradas de los hombres de camisa mal planchada de los sábados; buscando tus ojos, porque sabías que eran los tuyos y te habían enseñado un millón de veces que las bellas han sido siempre de los vencedores. Parejas convertidas en bultos bombeando y jadeando contra los muros laterales de alguna iglesia medio derruida, en el extremo de un descampado, como enormes corazones sobresaltados cubiertos de ropa, asfixiadas por el mucho calor o atenazadas por el frío. Carnes demasiado cansadas, excesivamente profesionales, observadas por los ojos escrutadores de su dueña, como un jovenzuelo recién llegado a la ciudad mira, después del viaje, los duros que le quedan en el monedero. Actrices de películas baratas que te confundían con otro desesperadamente, es decir, sabiendo que te confundían. Diosas del descorche, aventureras de alas cortadas picoteando whisky y clientes, maestras del cálculo mental. Mujeres que supieron aprovecharse de ti con astucia. Mujeres que intuyeron que lo mejor que podían ofrecerte era ternura y se equivocaron.
Diré por tanto, sin un asomo de repugnancia hacia mí mismo, que nunca he renunciado ante la posibilidad del amor físico, un amor siempre sombrío y mercantil, de desahogo, de favor, de abuso. Valga en mi defensa que no he conocido la frívola disponibilidad de la que se habla en los viejos libros y la televisión actual y que, como cualquier humano, no he vivido otro tiempo más que el mío.
Sin embargo, me he odiado mil veces por sentir el otro amor, el químico, el que provoca reacciones inesperadas, explosiones, turbulentas mixturas de color indeciso y aroma agrio, donde todo varía conforme a la cantidad de sentimientos disponibles y que al final, cuando sobreviene la calma, nos transforma en una materia que no por propia nos es más conocida. Y eso siempre contando con la feliz posibilidad de que el invisible torbellino conozca, cualquier día, un lúcido final.
Fue una tarde lluviosa, un otoño del cincuenta y tantos, semanas pletóricas en las que la vanidad, la conciencia de ser poderoso y singular me proporcionaban una serenidad que aborrecerían los moralistas de estanco y academia. Primero fue una voz preguntando por mí alegremente en contraste con el monótono fondo sonoro de la tarde, insultante para la situación general, tan sombría: una voz llena de la misma vida que a mí se me otorgaba. Entonces la vi.
Me sentí profundamente herido: no fue una herida de amor de poeta lunar, aunque algo hubo de ello, más bien fue una sangrienta abertura en mi inteligencia, al modo en que había orientado mi vida: fue cruda insatisfacción. Me sentí estafado y ajeno al entorno que me había estado protegiendo desde que llegué a esta ciudad. No era más que una niña dentro de un vestido rojo, una rubia cola de caballo, unos ojos profundos, una nariz pequeña, una sonrisa, una carta en la mano.
Ahora puedo ver con claridad; oír sin los ecos que proporcionan las nostalgias de la mediana edad y que a mis años no son más que hechos fútiles sobre hechos fútiles, nada sobre nada, el derroche que siempre proporciona el dolor de los que tienen que temer algo más que sus cuidados: era el amor que la guerra, las vicisitudes posteriores, África, mi conducta general y la propia vida me habían negado. Era el primer amor, no un capricho de los sentidos, ni de la ambición, era el amor, el que debía haber tenido, el que ya no podría tener y me sonreía a la puerta de mi despacho, con dientes blancos, pequeños e iguales, con un leve descaro connatural al barrio, una carta en la mano. Algo maravillada, pero sin lugar a dudas maravillada ante la presencia de un hombre mayor del que todos hablaban; un imbécil que estaba conociendo en ese momento el fogonazo de un tardío amor adolescente.
Su padre era un bribón de gestos estentóreos, risa fácil y súbitos arrebatos de adulación mendaz que desde hacía tiempo se empeñaba sin suerte en salir de la ilegalidad. Había instalado un gimnasio para futuros campeones de boxeo con tan mala fortuna que, enseguida, los guapos del barrio trasladaron allí sus timbas y convirtieron al que se soñaba rico empresario en coime para comprar barajas. Sin valor para exigir dinero a aquéllos por pasar sus horas en el gimnasio, horrorizado ante las amenazas y los cachetes con que sus quejas eran replicadas, me pedía ayuda. Y el pago de aquella ayuda era la niña que, mientras yo leía la carta, seguía sonriendo ante el marco de la puerta y que, en cualquier caso, yo quería sentir ajena a los intentos de componenda que me sugería su padre.
Contesté a aquel hombre diciendo que no había nada que temer: aquellos individuos iban a estar avisados muy pronto del peligro que corrían en caso de persistir en su conducta. Para que el asunto no adquiriera una transparencia embarazosa, lo único que le ordenaba hacer era echarlos airadamente cuando todos estuvieran allí reunidos y ellos le obedecerían, con lo cual, además de ocultar la relación que me proponía, conseguiría mejorar su reputación en los círculos conocidos. Siendo un pacto entre caballeros, el asunto con la muchacha se llevaría a cabo, a modo de cierre del trato, cuando en su local reinase la calma.
A los pocos días, en el gimnasio, con una vieja pistola en la mano, el padre de aquella niña replicó con un tiro al aire la impertinencia de uno de aquellos hombres. Como un matón ofendido (lo que de todos modos era) el impertinente sacó un arma de su funda y disparó un solo tiro a la cabeza del que le quería expulsar del territorio ocupado. El ejecutor se encargó de comunicarme horas más tarde que todo había sucedido tal como yo había ordenado, luego tomó su dinero y desapareció para siempre.
Este hecho iba a ser el primer eslabón en una cadena de imposibles, contradicciones y despropósitos en los que se iría torturando mi amor. Del primero (que yo no fuera otro cuando ella era tan sólo una niña bonita y vivaracha) ella nunca tuvo conciencia; de la eliminación del canalla de su padre, que no me la entregó a mí, sino al hombre que podía ayudarle (al poderoso; de hecho, a cualquiera), sí la tuvo, siempre habría de mantener un discreto silencio. Pero, desde luego, lo evidente para ella era que yo no había podido ayudar a su padre y la mirada herida que yo habría de dedicarle en los años siguientes le hizo tomar conciencia de una debilidad en mi persona que otros no atisbaban y, en el futuro, su relación conmigo fue la de alguien que necesita enfrentarse en la profanación de su cuerpo con aquel que representa los rasgos sintéticos y la justificación última de su propio infierno.
Pasó la primera noche y pasó la segunda. Y se iba acercando la tercera cuando la orquesta, harta de vino y de tocar, salió de naja de allí con careto del valle de los zombis, de no volver a tocar un armatoste de aquellos que llevaban en su puta vida.
Eran los asuntos de las bodas, ya se sabe: cantidad de ganas de que se le venga a uno el mundo encima. Y tendría que haber visto usted cómo la gente no se abucharaba porque viniese una mañana y luego otra. Bueno, igual se metían un poco en casa del Paños Menores a tumbarse un rato, pero luego salían con más ganas que antes y con un dale que te pego que no te menees. Y se veía allí a toda la mara dejándose el pellejo y a los novios que iban y venían (vestidos ya de personas), pero que era igual, porque la novia tenía que bailar con todos y cada uno de los maromos que estaban allí, privándose el whisky del Andrade y el Fontán y el Gandhi y su puta madre. Y las tías, las viejas y las jóvenes, sacando manteles. Y una fila de tías trayendo soperas enormes de plata de tanto en tanto, para que la gente se tomara su gazpacho y no le diera el quetedije.
Y el Tostao, el Topo y yo, allí, en la cocina del Paños Menores, hablando con los que venían a estar un rato calmados y que estaban rojos y sofocados y con el nudo de la corbata en el ombligo y que nos decían (y no lo dijeron una vez, sino dos y tres) que a ver cuándo se nos volvía a oír, que si tocábamos otra vez para la comida de despedida, que lo habíamos hecho muy bien la primera noche. Y el Tostao, el Topo y yo diciendo que teníamos preparado un número especial, que se iban a quedar de una pieza. Eso si no lo estaban ya, porque, la verdad, la gente del Barrio tenía aguante, pero dígame usted alguien que se pegue esa marcha y no vaya como una moto de esas que salen en la tele, que se caen y van dando vueltas hasta que se salen del mapa.
Llegó la última comida y desde el balcón aquel con la bandera que habían puesto para la orquesta, el Tostao, el Topo y yo veíamos cómo la basca aún tenía ganas de papear lo suyo y de ir diciendo ¡Que vivan los novios! y ¡Que vivan los novios! cada dos por tres, que ya les salían unas voces de puertas de esas que se abren y meten miedo.
Y el Tostao, el Topo y yo mirábamos a la basca y nos quedábamos con la cara de alguno y decíamos: Mira, tú, el tal, que ya se mete el papeo por las orejas, y mira, tú, la Nosecuantos, que lleva tres noches en blanco y aún tiene ojos de guerra, que el caso es dormir acompañada o no dormir así que pase un mes.
Y yo veía al Andrade y al Fontán y al Gandhi cerca de los novios y los veía descamisados y con los otros que habían venido de fuera y que llevaban todos, cerca de donde empieza el cuello, el tatuaje con la rueda quemándose y volvía a ver al Gandhi, que lo había visto mil veces (y dice la gente que lo que se ve cada día, pues siempre se ve igual) y yo me daba cuenta de que eso no era verdad, porque, de repente, alguien que te encuentras siempre, un día vas a doblar la esquina y no sabes con quién vas a topar y tropiezas con alguien y te lo miras así de repente y, zas, te lo ves como si fuese otro y dices: Coño, qué alto se ha hecho o qué bonita se ha puesto, o Coño, que éste ya no se aguanta de pie. Y esto último era lo que a mí me pasaba con el Gandhi, que lo miraba y me decía para mis adentros: Gandhi, qué mal nos vemos, y me daba cuenta, así de lejos, de que el tío se había vuelto lento, pero no esa lentitud de tipo duro, sino que era el muer...