Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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El descubrimiento de una maestra del cuento contemporáneo –desconocida para la mayoría de los lectores–: perspicaz, sutil y profundamente humana. La antología imprescindible con sus mejores piezas.

Edith Pearlman fue hasta hace poco una desconocida para el grueso de los lectores, pese a que a sus ochenta y un años ha escrito unos doscientos cincuenta cuentos que han visto la luz en revistas y se han reunido en varios libros publicados a partir de 1996 en pequeñas editoriales. Todo empezó a cambiar con la aparición de Visión binocular, antología con treinta y cuatro de sus mejores piezas que ayudó a darla a conocer en Estados Unidos y Europa y recibió una larga lista de premios, entre los que destaca el prestigioso National Book Critics Circle Award.
Los cuentos de Pearlman son una prodigiosa combinación de sutileza, elegancia, ironía y deslumbrante capacidad de exploración de los sentimientos y conflictos humanos. Su hondura psicológica y riqueza de matices los convierte en inagotables. En el prólogo, Ann Patchett, que compara a la autora con Updike y Alice Munro, dice: «Tienes entre manos, lector, una joya, un libro que podrías llevarte a una isla desierta sabiendo que, cada vez que llegases a la última página, podrías volver a empezar.»
Buena parte de los relatos aquí reunidos están situados en Estados Unidos, pero los hay también ambientados en Latinoamérica y Europa, donde aparece la diáspora judía tras el Holocausto, como en el cuento sobre un grupo de judíos alemanes que en 1947 esperan papeles para emigrar; en otro retoma a dos de los personajes, un matrimonio ya instalado en Nueva York que recupera el mundo perdido a través de un abrigo. Pero el repertorio de situaciones es muy variado: la niña que espía a sus vecinos con unos binoculares; la exiliada polaca que vive en Centroamérica, de donde deberá huir por segunda vez; la doctora jubilada que se confronta con la muerte en un solitario paraje natural…
En este libro bellísimo, que elude ostentaciones y florituras, Pearlman nos deslumbra sin estruendo, porque le basta apenas un susurro.

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Información

Relatos escogidos

DIRECCIÓN CENTRO

En el metro, Sophie recitó la lista de estaciones como si fuera un poema. Luego leyó los nombres de abajo arriba. Decir las cosas al revés le ayudaba a recordarlas, a que se le quedaran grabadas.
La familia se bajó en la estación de Harvard Square, y Sophie frunció el ceño al ver una de las señales del andén.
–¿«Otras direcciones»? –preguntó a su madre.
Joanna acababa de agacharse para ajustar el arnés de la sillita de Lily. Así que respondió Ken.
–En este caso, «Otras direcciones» quiere decir que los trenes que paran en este andén van hacia las afueras –dijo–. Las vías discurren en ambos sentidos, y son de extensión equivalente. –Se interrumpió. ¿De extensión equivalente? Sophie había aprendido a leer a los tres años; a los siete su vocabulario era prodigioso; aun así...–. Miden prácticamente lo mismo –aclaró–. Por una vía circulan los trenes que van hacia las afueras y por la otra los que van...
–Dirección centro –dijo Sophie, terminando la frase–. Entonces cuando volvamos al hotel iremos en dirección centro. Pero ¿dónde están las vías que van al centro? ¿Por qué no están ahí, al lado de esas? Ayer, en el acuario...
Ken dio un profundo suspiro; por un momento Sophie se arrepintió de haber preguntado.
–Hace años Harvard Square era la estación término –explicó Ken–, la última estación de la línea. Al ampliar la red de metro, los ingenieros se encontraron con las cloacas y tuvieron que separar las vías, en vertical. –Era una explicación improvisada, o quizá la había oído en alguna parte–. Las vías de los trenes que se dirigen al centro pasan por debajo de estas. –De eso sí estaba seguro.
La familia bajó una suave rampa y llegó al vestíbulo. Sophie iba delante. Su melena rubia y lisa tapaba la mitad del bulto multicolor de su mochila, regalo de cumpleaños de sus padres. En sus primeros años de matrimonio, Ken y Joanna cargaban con grandes mochilas de montaña cuando viajaban a lugares remotos o poco conocidos. Después de nacer Sophie ya solo viajaban a Francia, y siempre con la niña. Esta aventura, que les había obligado a cruzar, desde las llanuras del norte, la mitad del país, era su primer viaje desde el nacimiento de Lily hacía dos años. «Un viaje es como un bucle», le había explicado Joanna a Sophie en pocas palabras. «Empieza en casa y termina en casa.»
Ken, empujando la pesada sillita y a su callada pasajera, acomodó su paso al de Sophie. Joanna les iba pisando los talones. A su espalda se mecían la bolsa de los pañales y un bolso marrón lleno de rozaduras.
Sophie se paró en mitad del vestíbulo.
–Las escaleras están a la izquierda –dijo Ken.
Sophie siguió andando. Sus padres fueron detrás, como osos amables. Otras personas que también salían del metro empujaban los torniquetes sin dificultad, pero la sillita era demasiado grande, así que Ken y Joanna y Sophie y Lily tuvieron que salir por otro sitio: la puerta junto a la tienda de baratijas. Las escaleras que subían a la calle eran lo bastante anchas y no hacía falta subir en fila india. Ken y Joanna agarraron la sillita por los lados. Los cuatro, guiñando los ojos, alcanzaron la blanca luz de Harvard Square al mismo tiempo. Lily, sorprendida y algo asustada, miró con una sonrisa a los vendedores ambulantes. Le parecieron divertidos y gorjeó, como solía.
–Mamá –le dijo a Ken.
–Papá, cariño –corrigió él.
–Papá.
–Sophie, Sophie, Sophie –dijo Sophie, bailando delante de la sillita.
–Mamá –dijo Lily.
Aún no sabía pronunciar el nombre de su hermana, pero a veces, en el salón, cuando Sophie la ayudaba a recoger los juguetes, desviaba sus peculiares ojos del suelo y por un instante miraba a su hermana mayor con interés.
Lily tenía síndrome de Down. A los dos años era menuda, rubia y muy tranquila, aunque Ken y Joanna eran conscientes –muy pocas cosas les quedaban por saber a esas alturas del síndrome de Down– de que aquella enfermedad no era garantía alguna de tranquilidad. Lily había empezado a gatear hacía poco y eso favorecía su tono muscular; el médico estaba satisfecho. En la sillita acolchada era capaz de sentarse más o menos erguida.
«Lily clarifica la vida», había oído Sophie decir a su padre mientras hablaba con un amigo. Pero ella no estaba de acuerdo. Clarificar era ponerse las gafas, clarificar era separar la espuma de la mantequilla –su madre le había enseñado cómo se hacía– y dejar un fino líquido amarillo que no servía ni para juntar galletas. Lily no clarificaba nada; ablandaba las cosas y las dejaba pegajosas. Antes de nacer Lily, Sophie, su madre y su padre eran tres personas separadas. Ahora los cuatro estaban pegados como gominolas olvidadas en un alféizar.
Desde que nació Lily y hasta ese mismo día al atravesar las puertas de la universidad, tan parecidas a las de la facultad donde daban clase sus padres solo que más rojas, viejas y pesadas, tras dejar atrás el bullicio de Harvard Square y el temblor del suelo al paso de otro metro en dirección centro o en otras direcciones, y escoger un solo camino de varios en una explanada rodeada de edificios..., hasta ese mismo día, en aquel campus donde apenas había nadie, se movían los cuatro como si fueran uno solo.
–Massachusetts Hall –dijo Ken señalando con el dedo–, el edificio más antiguo de la universidad. Y esa de allí es la estatua de John Harvard. Y la residencia, que tiene habitaciones nuevas, la han reformado desde nuestra época. ¿Te gustaría vivir aquí algún día, Sophie?
–No sé.
Agrupados en torno a la sillita, llegaron a otro patio. Había una iglesia en uno de los lados, y justo enfrente una escalinata de piedra ancha como tres casas. Subía hasta una columnata.
–Esa es la quinta mayor biblioteca del mundo –dijo su padre.
–¿Y cuál es... la sexta?
Ken sonrió.
–La Bibliothèque Nationale de París. Tú has estado.
¿París? Sophie recordaba las vidrieras. Tuvieron que subir a la segunda planta por una escalera de caracol muy estrecha. Su madre, a la que le quedaba muy poco para dar a luz, respiraba con dificultad. Una intensa luz entraba por las vidrieras y les bañaba de azul a los cuatro: a su padre, alto y delgado, a su abultada madre, a su invisible hermana y a ella. Se acordaba del metro también, igual de apestoso que el campamento de verano.
–La Bibliothèque –repitió su padre–. ¿Te acuerdas?
–No.
–Ken –dijo Joanna.
Se encaminaron hacia la quinta mayor biblioteca. Joanna y Ken cogieron la sillita para subir la escalinata. Sophie, en un ataque de impaciencia, subió corriendo hasta arriba, volvió a bajar y subió otra vez. Se escondió detrás de una columna. Sus padres no se dieron cuenta. En la entrada, les dio la bienvenida.
Dentro había un hombre mayor sentado detrás de una mesa. Se encargaba de revisar las mochilas. La familia cruzó un vestíbulo de mármol y subió por unas escaleras de mármol que terminaban en una enorme sala repleta de ordenadores. Finalmente, Lily empezó a lloriquear. Empujaron la sillita hasta la zona de los catálogos por fichas. Joanna cogió en brazos a Lily.
–Vamos a entrar en una sala de lectura muy grande –canturreó a una oreja sin lóbulo–. Ven, vamos a mirar por la ventana.
Sophie las vio alejarse. Su madre, con el abrigo negro de siempre, le pareció estrecha.
–¿Dónde están los libros? –le preguntó a su padre.
–Mi pequeña lectora –dijo Ken, y la cogió de la mano.
A la cueva de los libros se entraba por una simple puerta. Un chico vulgar y pecoso parecido al primo de Sophie, el primo del instituto, vigilaba sin prestar mucha atención. Ken buscó en los bolsillos la tarjeta de admisión. Al final la encontró.
–Los niños... –dijo el chico.
–Diez minutos –prometió Ken. Sophie le había oído ese mismo tono para tranquilizar a una mujer que había resbalado delante de su casa, en el suelo helado; y también para consolar a su gata cuando se moría de cáncer–. Venimos de Minnesota. Quiero que mi hija vea esta joya. Cinco minutos.
El chico se encogió de hombros.
Sophie entró detrás de su padre. Y el corazón, que ya le latía con fuerza, le dio un vuelco, como cuando algún compañero le daba un empujón en el recreo. Los libros abarrotaban las altas estanterías metálicas, ni el menor espacio para respirar, hombro con hombro, libro tras libro, anaquel sobre anaquel, estantería tras estantería, y pasillos muy estrechos entre medias. ¡Demasiados libros! Demasiados aunque tuvieran la letra muy grande. Se encontraban en la PLANTA 4 ESTE, decían unas letras pintadas en la pared.
Recorrieron los pasillos hasta llegar al final de 4 Este. Luego dieron la vuelta; de 4 Este pasaron a 4 Sur. Detrás de una enorme rejilla metálica había un pasillo de oficinas, todas con las puertas cerradas. Sophie se preguntó qué estaría haciendo su madre. Entraron en la Sección 4 Oeste. Era igual que la 4 Este: libros, libros, libros; y un pequeño ascensor encorvado entre ellos.
–¿Adónde lleva? –preguntó, muy bajito.
–A la quinta y a la sexta plantas –le respondió su padre, también en voz baja–. Y a la tercera y a la segunda y a la primera y a la A y a la B...
–¿Han pasado ya los cinco minutos?
–... y a la C y a la D.
Esta vez fue Sophie quien encabezó la marcha..., y era más fácil de lo que había imaginado: bastaba con ir por el perímetro. Hasta había una señal de SALIDA. El chico de las pecas les hizo un gesto con la cabeza.
Su madre les esperaba, con la sillita. Lily se había vuelto a sentar y chupaba el biberón. Sophie le dio siete besos.
–¿Estaba muy impresionada? –le oyó Sophie decir a su madre.
–Asombrada –dijo su padre.
Sophie le dio un paseo a Lily, entre cajones con patas de madera llenos de tarjetas. Ken y Joanna se quedaron mirando a sus hijas, que desaparecían y volvían a aparecer.
–Los anaqueles envueltos en el silencio... –dijo Ken–. El ascensor, donde te di el primer beso... Se me había olvidado.
Le dio otro beso, suavemente, en los elegantes pómulos que ninguna de sus hijas había heredado.
Joanna siguió ofreciendo la cara, como buscando la luz del sol.
–Vamos al museo –dijo al cabo de un momento.
–A Sophie le van a encantar los Renoir –dijo Ken, asintiendo.
Pero en el museo a Sophie Bañista sentada le pareció raro. Su padre le llamó la atención para que se fijase en un cuadro de bailarinas que ensayaban cada una por su lado. ¿Qué sentido tenía ensayar así? Solo una obra despertó el interés de Sophie: ángeles sustanciales de espesas plumas superpuestas y pies descalzos que se reflejaban en la arena.
–Así que te gusta Burne-Jones –murmuró el padre.
No tardaron en volver a salir a la calle. Había que ir a comer, comentaron. Ken y Joanna eligieron uno de sus antiguos restaurantes favoritos, con la esperanza de que siguiera abierto. Se encaminaron hacia él por la acera de las fachadas traseras.
–La puerta de atrás de la biblioteca –dijo Ken, señalándola.
Sophie desvió la mirada. Cruzaron la calle en cuanto cambió el semáforo.
Esto es, tres de ellos cruzaron la calle. Sophie, que miraba todavía para otro lado con un peculiar giro de cabeza, quedó atrapada en el bordillo cuando el semáforo se puso en rojo. Sus padres se alejaban despacio. Unas personas se interponían y no la dejaban ver. En cuanto se despejó la acera, los coches reanudaron la marcha y tuvo que quedarse donde estaba.
Eso estaba bien. Si se perdía, lo que tenía que hacer era quedarse donde estaba. «Si las dos echamos a andar, ¿comprendes?, lo más probable es que no volvamos a encontrarnos en el mismo sitio al mismo tiempo», le había explicado su madre.
«Como los átomos», había dicho Sophie.
«Sí, supongo... Pero si una de las dos se queda donde está, tarde o temprano la que se mueve se cruzará con la que no se ha movido.»
Tenía sentido. Sophie había imaginado que, en el caso de que eso llegara a suceder, se quedaría muy quieta y muy fría, como una lagartija debajo de una planta.
Pero no, no sintió frío sino calor, casi fiebre. Empezó a canturrear «Hi-ho, hi-ho. Silbando al trabajar», muy bajito. El semáforo volvió a cambiar: verde. Sophie cantó la canción de los enanitos empezando por el final. Su madre no tardaría en cruzarse con ella. Pero su madre no podía soltar la sillita. El semáforo cambió otra vez: rojo. Pues entonces su padre. Cruzaría la calle corriendo, con dos zancadas le bastaría; la levantaría en alto y se la pondría sobre un hombro. Ella era demasiado grande para una percha tan pequeña, pero eso daba igual. Su padre la llevaría en el hombro por calles y calles hasta un restaurante de tejado a dos aguas y ventanas de cristalitos, porque sus padres siempre escogían restaurantes así.
Joanna había maniobrado con la sillita...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Relatos escogidos
  4. Relatos nuevos
  5. Créditos
  6. Notas