Panorama de narrativas
  1. 252 páginas
  2. Spanish
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Índice
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Información del libro

La historia de un aprendizaje vital.La historia de una mujer que se siente extranjera y aprende a conocersea sí misma.

La protagonista de esta historia –la propia autora– se siente extranjera por varios motivos: es hija de padres mudos, lo cual la apartó del mundo «normal»; desciende de una familia de emigrantes que salieron de Italia rumbo a Estados Unidos y nació en Brooklyn, en un país extranjero. Después, cuando con seis años regresó a Italia con su madre al pueblo de la familia, fue extranjera en su país de origen, por no haber nacido allí, y sigue siéndolo cuando decide marcharse a vivir a Londres.

Este es un libro sobre el pasado y el presente; sobre la familia; sobre unos padres de origen humilde que vivieron un matrimonio tormentoso que acabó en divorcio (según la leyenda familiar, la madre había conocido al padre salvándolo de un suicidio); sobre una infancia complicada y una adolescencia solitaria marcada por la literatura; sobre la necesidad de descubrirse a una misma mediante una educación vital y cultural...

Las páginas de este volumen son un mapa de experiencias, emociones, lenguas y también lugares, una geografía definida por cuatro escenarios centrales en la biografía de la autora: Brooklyn, la región de Basilicata, en el sur de Italia, Roma y Londres.

Organizado en breves capítulos agrupados en bloques que llevan como título conceptos de un horóscopo –«Familia», «Viajes», «Salud», «Trabajo y dinero», «Amor»–, el texto se mueve entre la evocación y la reflexión, entre el recuerdo de los padres y el presente de la propia autora. El resultado es un libro íntimo y universal, que logra explicar la vida a través de las palabras.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433941336
Categoría
Literatura

Viajes

Una cosa es leer sobre dragones, y otra es encontrarlos.
URSULA K. LE GUIN
AMÉRICA
Las amas de la noche
De niña, tenía una idea bastante precisa de cómo moriría: envenenamiento por kriptonita, emisiones tóxicas procedentes de una central nuclear y ayuno forzoso por el encierro en un búnker contra los ataques químicos de los rusos. En mis fantasías de conspiración, la culpa era siempre de los rusos: tenía cinco años y era 1989 en Nueva York. No era el mejor año para la URSS, tampoco para la Guerra Fría, pero los soviéticos habían hecho algo peor que amenazar a Estados Unidos con su programa aeroespacial o sus temibles gimnastas en los Juegos Olímpicos: se habían mudado a mi barrio, con la circunstancia agravante de que mi madre había entablado amistad con algunos de ellos. Extraños con cazadoras de cuero, gafas con montura de color de cuarzo y el nombre impronunciable de una de sus amigas que venía a cenar y se animaba de repente, carcajadas a golpe de tos seca debida a las complicaciones pulmonares contraídas en aquel país hostil de ciencia ficción.
Los rusos no eran los únicos extranjeros del barrio. Estaban las hijas de los albañiles que hacían reparaciones para la empresa de mi tío Arturo, un administrador de la propiedad con botas de vaquero y bigotes de mariachi que había sido novio al menos una vez de todas las vecinas de la casa. Las niñas hablaban español y a veces venían conmigo al último piso a visitar a Jenny, que siempre tenía noventa y nueve años y estaba desapareciendo debajo de la bata lila enredada en el andador.
Mi abuelo Vincenzo le cobraba una renta reducida en el edificio de cuatro pisos de ladrillos rojos y puerta verde botella en el cruce de la avenida Quince con la avenida Ovington, una avanzadilla entre Bensonhurst y Dyker Heights, llenos de centros de ancianos, videotecas y carnicerías. Lo había comprado para acomodar a todos sus hijos, antes de que ellos redactaran la declaración de independencia. Jenny enviudó y no tenía parientes que se ocuparan de ella, vivían todos en la Europa del Este. Yo llevaba a las hijas de los albañiles a verla porque regalaba a todos bombones rellenos de menta y monedas de un centavo. Cuando había reunido suficientes monedas, mi abuelo me ayudaba a ordenarlas en unos cartuchos de cartón para entregar en el banco y volvíamos a casa con muchos billetes de un dólar, así podía comprar lo que quisiera en los grandes almacenes llenos de batas floreadas para mujeres con sobrepeso y las videocasetes de Barbie.
A veces me escabullía y robaba. Llevaba a casa las pulseras, pendientes de plástico para los que no se necesitaba tener agujeros y sustancias viscosas que podía aplastar contra la pared. No había nada que costara más de un dólar pero, de todas formas, tenía miedo. No por haber robado, sino por no haber sido descubierta. Por la noche, cuando dormía con mis abuelos en una habitación que olía a madera pulida y en la que había una estatua de san Francisco en un rincón, me quedaba despierta a la espera de una luz intermitente roja y azul que despertaría a mi familia o de que la policía diera un golpe en la puerta, pero nunca me denunció ningún comerciante, y quién sabe qué cosas terribles podrían pasarme en el futuro, si los adultos no se tomaban la molestia de corregirme y redimirme.
Mi madre nunca trabajaba. Los días que se quedaba acostada en albornoz me encaramaba a su cama y la convencía de que bailara, fingía estrangularla con las sábanas y la agotaba hasta que decía que no hacía falta que fuera a la guardería. Entonces, en lugar de aprender a relacionarme o a colorear, mi madre y yo paseábamos entre los naranja y los rojos quemados del otoño, espiando las ventanas llenas de calabazas. Mi hermano me contó que nuestros padres eran dos actores de teatro que fingían ser sordos para representar bien su papel, practicaban una especie de método Stanislavski. No dejaban de practicar hasta bien entrada la noche, cuando yo ya estaba durmiendo: si hubiese puesto el despertador a la hora exacta, los habría encontrado en la cocina, enfrascados en la charla, felicitándose uno a otro por su talento. Pero no tuve paciencia para pillarlos con las manos en la masa; escapé inmediatamente de mi madre; le había dado patadas y gritado: «Habla, habla», hasta que acabamos llorando las dos. Cuando mi hermano me contó que yo era adoptada y que en realidad nuestros padres eran alienígenas encubiertos preparados para sabotear el planeta, ya no le creí.
Aunque no trabajaba, mi madre no se quedaba mucho tiempo conmigo, así que pasé parte de mi infancia en el jardín de mis abuelos, lleno de barriles de tierra y una parra crecida sobre la pérgola que empujaba a los vecinos a preguntar cómo conseguir una, si bien el vino que se obtenía de aquellos racimos era siempre pesado y ácido. Ella y yo nos veíamos poco pero nos vestíamos de la misma manera, pantalones vaqueros cortos y unas Reebok de plástico blanco por encima de los tobillos, las suyas siempre raídas. En cuanto mi abuelo se daba cuenta de que las mías estaban a punto de romperse, me llevaba a Payless Shoes en la avenida Dieciocho a comprar un par nuevo. Se ocupaba de mi ropa y de mis dientes, fue el primero en notar que yo era miope, y cuando me veía despeinada sacaba un peine de sus pantalones de algodón con perneras rectas y cortas, como los que ahora llevan los chicos en los museos de arte contemporáneo, pantalones de campesino de los arrozales.
El primer día que pasó en Estados Unidos fuera de un dormitorio, como hombre libre, el abuelo Vincenzo se acostó cerca de una ventana que daba a las vías elevadas del ferrocarril, los trenes iban y venían durante toda la noche. Maldijo el ruido y declaró que era mejor volverse a casa. Lo cierto es que aquel apartamento representaba una mejora con respecto al primer alojamiento que había tenido, un sótano mohoso compartido con otros parientes. Pertenecía a un compatriota de San Martino d’Agri que tenía un bisniss consistente en trasladar a campesinos desde Lucania para trabajar en su empresa constructora, en los jardines de los vecinos o en las cocinas del Midtown, a cambio de un porcentaje de la paga. El hermano de mi abuela fue el primero en conseguir escapar y sacar a su familia a la superficie, mi abuelo lo logró un poco después, debilitado por su miseria anfibia.
Encontró trabajo como peón, tenía que extender alquitrán en los tejados, esa pez negra que huele a azúcar quemado y en verano se convierte en plastilina debajo de los zapatos. El primer día de paga subió a lo alto de un edificio con los otros trabajadores mientras mi abuela Maria lo contemplaba desde la calle. Poco después comenzó a sufrir vértigo y bajó del tejado. Mi abuela se puso un pañuelo en la cabeza, subió a su puesto y comenzó a extender alquitrán en medio de todos los hombres, él, entretanto, guiñaba el ojo a las transeúntes.
Mi abuelo me convencía de que me escondiera con él en el sótano y embotelláramos vino casero que después venderíamos en el mercado negro. Para hacerme reír cantaba: «tutti frutti, auambabulubabalambambú» de Little Richard y me decía que me tomase un vasito de mosto y de gingerella. Luego me sentaba en la mesa para veinticuatro comensales en la que celebrábamos las comidas de los domingos y abría su maletín lleno de casetes napolitanas. Cuando los demás dormían, nos sentábamos en el sofá a ver las cintas de vídeo en las que de repente aparecían Mario Merola o Nino D’Angelo durante una fiesta religiosa o un matrimonio destinado a terminar mal, o seguían a dos personas que se habían separado pero luego cambiaban de opinión y se perseguían en un aeropuerto. Veía aquellas escenas dramáticas solo para hacerlo feliz, tiroteos y comuniones. Tampoco me gustaba la tarantela, pero a él le encantaba tocar el acordeón, y, cuando sus amigos venían a visitarlo, mis primas y yo nos poníamos en fila para bailar chocando entre nosotras y contra las paredes encaladas del sótano, aleladas por los aplausos.
Hombres con polos de rayas, mocasines sin calcetines, gafas ahumadas; hombres con camisas de chófer, que nunca se rapaban el pelo a pesar de la calvicie, olían a cigarros y mosto y billetes arrugados, una masa indistinta de figuras que tenían la misma cara desde el día de su boda hasta el de la jubilación y siempre me hacían reír mucho.
Como mi abuelo, estos hombres resurgen cuando oigo una canción en dialecto meridional, son presencias vívidas pese a la inverosimilitud de sus enseñanzas: viajo a menudo en avión, pero nadie me persigue en los aeropuertos para impedir que suba la escalera como hacían los viejos neomelódicos, nadie me grita que no me vaya porque qué será de su vida, y pienso en todas las mentiras que me han contado sobre el amor: no era cierto que si hubiera llevado el vestido blanco por la nave central de la iglesia con un crucifijo brillante al cuello habría conocido al mejor chico de la escuela con un futuro como empresario o como restaurador dispuesto a cometer crímenes por tenerme, no era cierto que si hubiera sido casta y buena en la escuela habría tenido la boda más suntuosa de todas, con lámparas de araña en el salón de baile y los tíos borrachos que se conmovían en el momento oportuno.
También porque las lámparas de araña traían mala suerte: el día que se casó Anna Banana, la vecina delgada y rubia, la lámpara cayó sobre ella y su marido durante el primer baile en la sala de la recepción; se divorciaron poco después. A todos les gustaba Anna de niña, pero cuando mis tíos fueron a comprobar qué aspecto tenía en Facebook, cerraron de golpe la ventana del navegador, avergonzados de haberla besado. Además, según mis tías, no debía enamorarme jamás de un restaurador o de un pizzero italoamericano: trabajaban demasiado, te traicionaban a la menor ocasión y levantaban la mano si las cuentas no cuadraban.
Mi abuela Maria nunca hablaba de hombres, a diferencia de su hermana Giuseppina, que llegó a Bensonhurst tras haber escapado de un pueblecito de Basilicata siendo todavía menor de edad; tenía dieciséis años cuando aterrizó en el JFK.
Los hombres de la familia le tomaban el pelo cuando se presentaba en la comida del domingo. Tenía dos hijas, se empeñaba en ponerse minifaldas de cuero aunque era corpulenta, se oxigenaba el pelo y exhibía joyas de oro falsas. La tía Josephine parecía operada, pero no lo estaba, había nacido con los labios tumefactos y el pecho se le desbordaba de los sujetadores demasiado pequeños. Mis abuelos trataron de vigilarla cuando de pequeña se mudó a su casa, pero ella se emancipó muy pronto tras encontrar trabajo de carnicera por el día y de bailarina por la noche. Acudía a los locales que frecuentaba uno de la familia Gambino; a veces volvía a casa con algún cardenal. En un determinado momento dejó de hablar en italiano, fingía no acordarse de las palabras. Por su culpa creí durante mucho tiempo que mi verdadero nombre era Gloria; en Navidad me pasaba los paquetes maullando «Clooooria», con cuidado de cerrar bien las vocales. (Sobre la historia de mi nombre flotaba el misterio: mi padre sostenía que era un homenaje a Claudia Cardinale, mi abuela Rufina estaba convencida de que lo habían elegido por Claudia Mori –«Claudia Cardinale era demasiado guapa, tu padre no te lo habría puesto»–, mientras mi madre decía que había leído en algún sitio que ese nombre romano era sinónimo de fuerza. Para mis primos americanos se parecía demasiado a cloudy, que significa nublado, así que cada vez que hacía mal tiempo me decían «Look, it’s a very claudia day, ha, ha». Durante una de mis primeras traducciones de latín en el bachillerato, descubrí que «claudicante» significaba «cojo», y tal vez no fuera casualidad que mi madre hubiera confundido una carencia física con un recurso.)
Una vez abandonados los night clubs, contrataron a mi tía Jo en una boutique de lujo de la calle Ochenta y seis, pero mantenía igualmente el trabajo de carnicera para reunir más dinero: durante años me imaginé que debajo de la bata manchada de sangre llevaba vestidos de lentejuelas.
En las copiosas comidas en casa de mis abuelos, era la única que se levantaba de la mesa para ir al encuentro de la loca del barrio que los domingos recogía los envases retornables. Mi abuelo no entendía bien cómo funcionaba el trueque con el supermercado –¿qué interés podía tener ShopRite en reciclar las botellas de plástico usado?–, así que le llenaba el carrito de la compra de botellas de Pepsi y Seven Up aún llenas, convencido de que ella tenía sed.
La mujer llevaba ropa de color barro y gafas rajadas, y con el tiempo había comenzado a hablar sola; cuando pregunté sobre ella, me dijeron que había perdido un hijo en Vietnam, pero Vietnam era una explicación demasiado fácil para todo. No me daba miedo, pero cada vez que echaba botellas vacías en su carrito me iba a toda prisa sin darme la vuelta, perseguida por el ruido de las ruedas que rozaban la calzada, expuesta al tráfico.
Estaba acostumbrada a andar sola por la calle, si me alejaba lo suficiente ya no percibía el constante olor a salsa, vinagre y nubes de azúcar de las casas de al lado. Dejaba atrás el videoclub, que siempre estaba cerrado, los restaurantes chinos sin sitios para sentarse, adonde mi abuela me enviaba para que le comprara chicken and broccoli las raras veces que decidía no cocinar, y me quedaba mirando los vagones del metro que me retumbaban sobre la cabeza cerca de la parada de la calle Sesenta y dos, por donde pasaba la línea N directa a la ciudad.
Nadie me llevaba allí, a la ciudad. Para mi familia, Manhattan era irrelevante. Yo en cambio la deseaba como Dorothy de El Mago de Oz desea la Ciudad Esmeralda: todos los adultos que tenía a mi alrededor hablaban de cómo los había seducido y arruinado, y de lo solos que se habían sentido allí, pequeños en comparación con los edificios de vidrio, el humo tóxico que salía de las alcantarillas, los carros pesados a punto de embestirlos, la mercancía que no servía, las chicas con cabello extraño y los perros que pedían limosna, los vientos adversos en las márgenes del río, la humedad estancada de la basura; yo, en cambio, no veía el momento de perderme por las aceras que resplandecían bajo las farolas.
La atracción más bonita de nuestro barrio fue el túnel de lavado de automóviles con sus cepillos enormes. Mi padre me permitía quedarme en el coche mientras íbamos adelante y atrás entre las cerdas que rodeaban su jeep bañado en agua y jabón. Para mí era más divertido que ir a Coney Island, con los tiovivos descoloridos y el Cyclone donde me mareaba; en 1977 un hombre estuvo en esa montaña rusa en mal estado ciento cuatro horas; mi hermano podría haber batido ese récord.
Todo ese paseo marítimo de azúcar cancerígeno es una tierra de récords sin sentido o propuestas de matrimonio hechas en los bancos por falta de imaginación. En el muelle queda todavía un tiovivo cuyo operador durante más de cincuenta años fue un amigo de la familia, el tirachinas humano que hace saltar al público en el aire. Cuando murió hace unos años, enterraron sus cenizas en la base del tiovivo, en una ceremonia bajo un sol lechoso y frío. No era un hombre fácil de llorar o de echar de menos, había pasado los años de jubilado oyendo programas sobre el desembarco de Normandía en una radio portátil y acosando a su mujer con llamadas telefónicas anónimas a la residencia donde se había refugiado para escapar de él, un inmigrante de origen alemán obsesionado con Burt Lancaster, que consideraba que casarse con una italiana había sido un gran error.
Mi hermano no tenía miedo de subir a aquella montaña rusa oxidada y yo lo seguía mientras podía, antes de perderlo de vista más allá de los torniquetes metálicos similares a los del tren, que se saltaba sin pagar cuando salía con sus amigos, los mismos amigos que tenían una pistola. Para mí solo eran chicos con calcetines de espuma renegrida que desparramaban los bidones de ropa para lavar, tenían padres divorciados que andaban con jóvenes pelirrojas de vestidos muy cortos y cabello cardado; otros eran judíos no ortodoxos que podían permitirse videojuegos caros e invitar a mi hermano a jugar una partida en sus casas, si bien no eran populares en la escuela y mi hermano sí, y cómo no iba a serlo, con su cabello Johnson & Johnson, los dientes mellados y la perfección de sus heridas de guerra.
Un día se lanzó a la carrera con su bici BMX y lo encontramos tirado en un gran charco de sangre en la acera. Temí que saliera de aquello desfigurado y rompí a llorar: su belleza era nuestra única vía de escape de unos padres devastados y tristes.
Todavía no había terminado la primaria, pero ya se tumbaba en las vías del tren y se saltaba las clases.
Una vez vino la policía a casa porque mi madre había denunciado su desaparición, no apareció hasta la hora de la cena. Mis tíos le dijeron que ya bastaba de bravuconadas, que tenía que convertirse en el hombre de familia. Yo, por mi parte, estaba bastante asustada por la vida secreta que hacía sin mí, me confundía y sentía celos, pero a pesar de los desaires que me infligía, cuando desobedecía lo hacía también por mí. Un día me espachurró un chicle en el pelo y mi madre tuvo que cortarme demasiado el flequillo con las tijeras de cocina; a los cuatro años parecía una cantante punk pálida con huesos de pajarito que años después vería en Astor Place.
En las películas que veía con mis padres, las chicas estaban siempre sudorosas y eran rebeldes, y como mostraban en Grease o en Los amos de la noche, hasta las tímidas tuvieron que hacerse malas para sobrevivir. Las veía frente a la escuela cuando salían de las clases superiores, o en las calles de noche, mientras mi madre y yo regresábamos del drugstore, iluminadas por las farolas: tumbadas en los capós de los automóviles, sobre los Lincoln azul petróleo o de color óxido aplastados por el peso de ellas, en pose como las modelos, sin sujetador, inmigrantes, cada vez menos religiosas. Me quedaba mirándolas desde la ventana de mi habitación mientras ellas se ponían latas de cerveza o Coca-Cola contra la vena de la garganta y ahuyentaban a los mosquitos, después me dormía pensando que mi destino era enamorarme y convertirme en una buena republicana.
Mi abuela comenzó a enviarme a hacer el reparto por el barri...

Índice

  1. Portada
  2. Familia
  3. Viajes
  4. Salud
  5. Trabajo y dinero
  6. Amor
  7. De qué signo eres
  8. Créditos
  9. Nota