Panorama de narrativas
eBook - ePub

Panorama de narrativas

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Ajay Mishra tiene ocho años cuando, a finales de la década de los setenta, él, su hermano mayor y sus padres dejan Delhi para instalarse en Queens, Nueva York, porque a su padre le han ofrecido un trabajo. El aterrizaje de esta familia india de clase media en el paraíso del consumo y los canales de televisión que emiten las veinticuatro horas les genera un choque cultural que sus miembros digieren en el empeño de adaptarse a su nuevo país. Tienen grandes esperanzas puestas en el hijo mayor, cuyas excelentes notas le van a permitir estudiar en un prestigioso instituto. Pero un accidente en una piscina que le deja graves secuelas cambia radicalmente el destino de los Mishra y sobre todo el del joven Ajay, a través de cuyos ojos se relata la historia. El paraíso muestra entonces su cara menos grata, el acoso al diferente en la escuela, la presión económica, la incomprensión del entorno..., y la familia está a punto de desmoronarse. El padre deberá afrontar su alcoholismo, la madre tendrá que plantearse aceptar un trabajo por debajo de su cualificación y Ajay soportar la presión de ser tan brillante en los estudios como su hermano. Para él la literatura se acabará convirtiendo en un refugio y en un instrumento para entender y explicar la realidad.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Panorama de narrativas de Akhil Sharma, Jaime Zulaika, Jaime Zulaika en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2015
ISBN
9788433935762
Categoría
Literatura
Mi padre es tristón por naturaleza. Se jubiló hace tres años y no habla mucho. Si se le deja solo puede guardar silencio durante días. Cuando esto ocurre empieza a rumiar, empieza a pensar cosas extrañas. Hace poco me dijo que yo era egoísta, que siempre lo había sido, que cuando era un bebé me echaba a llorar en cuanto él encendía el televisor. Tengo cuarenta años y él tiene setenta y dos. Cuando me lo dijo empecé a hacerle cosquillas. Yo estaba en casa de mis padres en Nueva Jersey, en un sofá de su cuarto de estar.
–¿Quién es el bebé triste? –dije–. ¿Quién es el bebé que llora sin parar?
–Suéltame –chilló él, mientras caía de espaldas e intentaba escabullirse–. Basta de bromas. Hablo en serio.
Mi padre tiene una tez como dorada. La piel le cuelga fláccida debajo de la barbilla. Tiene largos y delgados los lóbulos de las orejas, como algunos viejos.
Mi madre es más alegre que mi padre.
–Sé como yo –le dice ella a menudo–. ¿Ves cuántos amigos tengo? Fíjate en que siempre estoy sonriendo.
Pero mi madre también se entristece, y cuando lo hace suspira y dice: «Estoy harta. ¿Qué vida llevamos? ¿Dónde está Ajay? ¿De qué sirvió criarle?»
Hasta donde recuerdo mis padres se han fastidiado el uno al otro.
En la India vivíamos en dos habitaciones de cemento en el tejado de una casa de dos pisos en Delhi. El cuarto de baño estaba separado del espacio de vivienda. Tenía un fregadero adosado a la parte exterior de una de las paredes. Todas las noches mi padre se ponía delante del fregadero, bajo el cielo lleno de estrellas, y se cepillaba los dientes hasta que le sangraban las encías. Después escupía la sangre en el fregadero, se volvía hacia mi madre y decía: «La muerte, Shuba, la muerte. Hagamos lo que hagamos, todos moriremos.»
«Sí, sí, pregónalo a bombo y platillo», dijo mi madre una vez. «Y díselo también a los periódicos. Asegúrate de que todo el mundo se entera de lo que has descubierto.» Como mucha gente de su generación, la de los nacidos antes de la Independencia, mi madre consideraba que el pesimismo era antipatriótico. Quejarse equivalía a mostrar que no estabas dispuesto a aceptar dificultades; que no te prestabas a afrontar el duro trabajo necesario para construir el país.
Mi padre era dos años mayor que mi madre. A diferencia de ella, veía deshonestidad y egoísmo en todas partes. No sólo los veía, sino que creía que todo el mundo los veía también y que deliberadamente no admitían lo que veían.
Interpretaba como hipocresía la irritación de mi madre cuando escupía sangre.
Mi padre era contable. Fue al consulado estadounidense y se puso en la cola que daba la vuelta alrededor del patio. Presentó una solicitud de visado.
Había querido emigrar a Occidente desde que tenía poco más de veinte años, desde que Estados Unidos liberalizó su política de inmigración en 1965. Este deseo nacía del autodesprecio. Muchas veces, cuando bajaba una calle, se sentía objeto de la indiferencia de los edificios por los que pasaba, sentía que para ellos él importaba tan poco que habría dado lo mismo que no hubiese nacido. Como atribuía esta sensación a sus circunstancias y no al hecho de que era la clase de persona que presentía que los edificios tenían opiniones sobre él, creía que si estuviera en otro lugar, y en especial en uno donde ganase dólares y por lo tanto fuera rico, sería una persona distinta y no se sentiría como se sentía.
Otra de las razones que le impulsaron a emigrar era que la emoción de la ciencia volvía fascinante a Occidente. En los años cincuenta, sesenta y setenta, la ciencia en la India se parecía mucho a la magia. Recuerdo que cuando encendíamos la radio, al principio las voces sonaban lejanas y luego se aproximaban deprisa, y esto creaba la sensación de que el aparato hacía un esfuerzo especial para nuestro exclusivo beneficio.
De todos los miembros de mi familia, mi padre era el que más amaba la ciencia. La forma en que intentaba introducirla en su vida consistía en ir a consultorios para que le analizasen la orina. La hipocondría, por supuesto, tenía algo que ver con esto; mi padre pensaba que padecía algún mal y que quizá fuese algo sencillo que podría solucionar un médico. Además, cuando estaba sentado en un consultorio y hablaba con un médico que llevaba una bata de laboratorio, se sentía cercano a cosas importantes, pensaba que lo que el médico hacía era lo mismo que harían los médicos de Inglaterra o Alemania o Estados Unidos, y que de este modo se encontraba ya en estos países extranjeros.
Para entender el atractivo de la ciencia es importante recordar que los sesenta y los setenta fueron la era de la Revolución Verde. La ciencia parecía lo más importante del mundo. Hasta yo, un niño de cinco o seis años, sabía que gracias a la Revolución Verde había ahora forraje en verano y que la gente que habría muerto estaba ahora a salvo. La Revolución afectaba a todo. Yo oía a mi madre hablar de recetas de soja con unas vecinas y decir que la soja era tan buena como el queso. Mother Dairy estaba levantando por todo Delhi sus quioscos de cemento con el logo azul en un lado. Que la Revolución Verde procediese de Occidente, que organizaciones como la Fundación Ford nos la hubiesen traído sin expectativas de lucro o de cobro daban a Occidente la apariencia de un lugar paradisíaco. Personalmente creo que todas las películas antioccidentales como Haré Rama, Haré Krishna y Purab aur Pachhím no surgieron de la inquietud que despertó la llegada de los hippies, sino de nuestro sentimiento de inferioridad ante la munificencia occidental.
Mi madre, por su parte, no quería emigrar. Era profesora de economía en un instituto y le gustaba su trabajo. Decía que la docencia era el mejor empleo posible, que te granjeaba respeto y aprendías cosas al mismo tiempo que las enseñabas. Pero era consciente de que en Occidente habría oportunidades para mi hermano y para mí. Entonces decretaron el estado de emergencia. Cuando Indira Gandhi suspendió la Constitución y encarceló a miles de personas, mis padres, y casi todo el mundo, perdieron la fe en el gobierno. Antes de eso, mis padres, incluso mi padre, estaban lo suficientemente orgullosos de que la India fuera independiente para que al ver una nube pensaran: Es una nube india. A partir de la declaración del estado de emergencia empezaron a pensar que aunque fueran personas corrientes y no era probable que se metieran en líos con el gobierno tal vez conviniera marcharse.
Mi padre partió a Estados Unidos en 1978.
En Estados Unidos, mi padre empezó a trabajar de oficinista en una agencia del gobierno. Alquiló un apartamento en un barrio de Nueva York llamado Queens. Un año después de su partida nos envió unos billetes de avión.
Es difícil imaginar la Delhi de los años setenta: la tranquilidad, las calles sin tráfico, los niños jugando al críquet en mitad de la calzada, y sólo en contadas ocasiones tenían que desalojarla para que pasaran los coches, los verduleros que empujaban su carro calle abajo al final de la tarde, anunciando su mercancía con voz tensa y aguda. En aquel entonces no había videocasetes, y no digamos cadenas de televisión por cable. Una película se proyectaba durante veinticinco o cincuenta semanas en teatros enormes, y cuando dejaban de proyectarla era para siempre. Recuerdo mi tristeza cuando desmontaron el gigantesco cartel que anunciaba Sholay al final de nuestra calle. Fue como si hubiera muerto alguien.
También cuesta recordar lo frugales que éramos. Guardábamos el algodón que venía con los frascos de pastillas. Nuestras madres lo usaban para hacer mechas. Esta frugalidad significaba que éramos sensibles a la realidad material de nuestro mundo de una forma que hoy casi nadie lo es. Cuando mi madre compraba una caja de cerillas, mandaba a mi hermano que se sentara a una mesa y las partiera en dos con una cuchilla. Cuando teníamos que encender varias cosas, prendíamos con la cerilla un cucurucho de papel y luego recorríamos el piso encendiendo la cocina, la varilla de incienso, la espiral antimosquitos. Este estrecho conocimiento de las cosas significaba que éramos conscientes de que la madera de una cerilla es blanda, de que un poco de saliva sobre el papel hace que arda más despacio.
Por la época en que llegaron nuestros billetes de avión, no todas las familias contrataban a una banda para que tocara delante de la casa el día de la partida a un país extranjero. Aun así, muchas familias lo hacían.
Los billetes llegaron por la tarde. Mi hermano y yo estábamos en el cuarto de estar jugando a la oca. La luz era tenue porque las cortinas estaban corridas para que no entrase el calor. Cuando oímos gritos en la calle supimos que tenía que ser por los billetes.
Birju y yo salimos al balcón que conectaba las dos habitaciones de nuestra casa. Abajo brillaba en la calle el calor de agosto. Yo tenía entonces ocho años y Birju doce. Cinco o seis niños de mi edad o más pequeños caminaban hacia nosotros. Los encabezaba un joven flaco, tostado por el sol, y una mujer gorda y de pelo gris, con bombachos y una blusa holgada. Los niños se iban separando del grupo. En todas las casas de nuestra calle había tapias divisorias, coronadas por cascos de cristal. Insertadas en las tapias había verjas de hierro, y los niños se detuvieron delante de ellas y gritaron: «Han llegado los billetes de la tía Shuba.» Yo nunca había oído que nos gritaran por algo. Me emocioné. Quería gritar y agitar los brazos para informarles de que estábamos en casa.
La tía Behri, la mujer gorda a la cabeza de la procesión, era vecina nuestra. Casi todas las personas que no eran parientes pero hacia las cuales teníamos que mostrar respeto eran «tía» o «tío». Yo sabía que la tía Behri no nos apreciaba y venía sólo para estar presente cuando llegaran los billetes y poder decir luego que había sido testigo. El hombre flaco era el mensajero. Caminaba con orgullo y la cabeza alta, sin prestar atención a los niños que le seguían. Llevaba en la mano un sobre grande de papel manila.
En el balcón, Birju y yo nos aplastamos contra la pequeña sombra tendida a lo largo del muro. Birju miró a la calle y rezongó: «Todos se hacen amigos tuyos cuando te vas a América.» Tenía el pelo rizado y una barbilla gruesa y redonda cuyo peso parecía alargarle la cara. Al oírle, mi orgullo por ser la causa de la algarabía se transformó en vergüenza. Tanto mi hermano como mi madre tenían una manera de hablar que hacía que sonaran como si conocieran cosas secretas. La gente podía engañarse a sí misma y a los demás, pero mi hermano y mi madre la miraban y veían la verdad. En mi hermano había algo más que le daba un aire de autoridad. Era el primero de la clase y, como sucede en estos casos, todo el mundo en nuestro vecindario le trataba como a un ser especial. Gracias a sus buenas notas parecía ser alguien investido de un destino. Birju producía la sensación de que ya estaba vinculado con el más ancho mundo. Cuando formulaba una opinión era como cuando la radio anunciaba algo y sentías que fuera lo que fuese tenía que ser correcto.
–Tu boca gotea veneno –dije.
Unos minutos más tarde, la comitiva entró en nuestro cuarto de estar. La tía Behri se sentó en un taburete, jadeando.
–Bueno, Shuba –dijo–, al final vas a cumplir tu deseo.
Mi madre se había echado una siesta y llevaba el pelo suelto. Vestía un sari de algodón arrugado. Examinó en silencio los billetes, que parecían talonarios. El mensajero estaba de pie delante de ella y los niños que habían venido con Behri se habían desperdigado por el reducido espacio y escribían sus nombres en las etiquetas de equipaje que había traído el emisario.
Como mi madre no contestaba, Behri dijo:
–Tu hombre también debe de estar muy contento.
Incluso yo supe que había algo indecoroso en la palabra «hombre». En aquella época pudorosa, en que los maridos y las mujeres nunca se tocaban en público, prescindir del hindi equivalía a sugerir que estabas aludiendo a alg...

Índice

  1. Portada
  2. Vida de familia
  3. Notas
  4. Créditos