Compactos
eBook - ePub

Compactos

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Compactos

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Una adolescente y casi mefistofélica anoréxica, un corredor de maratón obsesionado con su carrera, una mujer que contempla la decrepitud de su madre y un viejo amante homosexual son los protagonistas de las cuatro nouvelles que componen este libro, cuatro historias unidas por la incomunicación, el miedo a relacionarse con los otros y a ser rechazados por la persona amada. Cuatro textos que confirman plenamente las expectativas creadas por el autor con su anterior libro.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Compactos de Andrés Barba en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2018
ISBN
9788433939005
Categoría
Literatura

DEBILITAMIENTO

Sara salió de la piscina como siempre salía de la piscina: procurando descabezar aquella sensación de pringosidad, de asco, que le producía su propio cuerpo mojado.
«Mira que eres, con el tipito que tienes y no ponerte bikini», dijo Teresa.
Y ella:
«Bueno.»
Luis no había dejado de mirarla desde que se quitó el pareo y se metió de cabeza, sin ducharse, porque no aguantaba más el calor. Desde que se besaron hacía una semana, no habían vuelto a hablar. Fue todo tan rápido, tan extraño, que si lo recordaba ahora le parecía que el tiempo se hacía discontinuo en la memoria: las manos de Luis, su «me gustas», ella mirando el reloj porque ya iban a llegar tarde al cumpleaños de Teresa, y el beso; absurda y casi desagradable la lengua de Luis como un gusano húmedo rozando su lengua, su propia excitación primero como un fogonazo de extrañeza y después de asco cuando sintió que le tocaba el pecho. No era que no le gustara Luis, siempre le había gustado Luis, sino la profunda sensación de rechazo que sintió ante aquella reacción inesperada y desconocida de su propio cuerpo; sensación de tensión y excrecencia, de placer, pero inarticulado, que se repetía ahora al salir de la piscina a la que la habían invitado junto a Teresa y que casi la hacía desear no haberse bañado para no tener que ir ahora, corriendo pero como si no pasase nada, hacia la toalla a salvarse de la mirada de Luis, de la mirada del amigo de Luis, de la mirada incluso de Teresa, que volvía a repetir que con su tipito, con el de ella, no uno, mil bikinis se ponía, y Luis asentía poderosamente mientras parecía, quizá, recriminarle que aún no hubieran hablado de lo que ocurrió la semana anterior.
Sintió la toalla alrededor de la cintura como un descansar agradable y ya no se la quitó durante el resto de la tarde. Las clases empezarían en una semana y el final de aquel verano tenía una lentitud cansada y rosa. Había estado un mes en la playa con su padre y en agosto en Madrid, con su madre. Aunque ya hacía tres años que se habían divorciado, su madre continuaba viviendo en un estado de precariedad afectiva que llevó a Sara a ponerse de su parte desde el principio en contra de su padre, a quien tardó más de un año en dejar de ver como a un enemigo amenazador. Ahora era distinto. Ahora ella tenía dieciséis años y había perdido un curso, pero no importaba demasiado. Había sido durante toda su infancia una niña corpulenta, por eso, aunque nunca fue demasiado locuaz y su silencio encubría la mayoría de las veces simple y llana vergüenza, encontró durante aquellos años una honda complacencia en su fortaleza física. La adolescencia, sin embargo, la trató de forma diferente. No sólo no creció más sino que, en poco menos de año y medio, se convirtió en una belleza de primera clase. Lo comprobó, más que en ella misma, en las reacciones de los demás ante ella. Por su parte a Sara le parecía que, al perder altura, al igualarse –más bien– en altura a sus compañeras, perdía también su confianza, su respetabilidad. Lo que para los demás era un perfecto dulcificarse de formas que parecía que nunca iban a perder aquel tono desmañado, ella lo comprobó como un debilitamiento. La emersión de los pechos, la acentuación de las caderas, todo parecía más bien una pringosidad, una licuación, por eso el placer de sentirse más fuerte quedó sustituido por el de actuar con rudeza, por el silencio.
Sentía casi como un elogio que su madre le dijera que era poco femenina y, aunque cuidada, le gustaba vestirse sin preocupación y se cortó el pelo a lo chico para ni siquiera tener que perder mucho tiempo peinándose.
Aquello funcionó todavía tres años. Hasta Luis. Exactamente hasta Luis había funcionado aquello, y no es que no le hubiera gustado besar a Luis, no se trataba de si le había o no gustado, sino de la misma sensación que se había repetido –casi idéntica– al salir de la piscina y que no era vergüenza, ni debilidad, ni asco, aunque tuviera algo de las tres cosas. Hablaban de la carrera universitaria que iban a elegir cuando terminaran aquel curso.
«Y tú, Sara, ¿qué vas a hacer tú?»
«No sé, tengo que pensarlo todavía.»
«¿Pero no hay nada, por lo menos, que te guste?»
«Me gusta pintar.»
«Pintar», dijo el amigo de Luis con tono ligeramente burlón, y ella le atravesó con una mirada de odio.
«Sí, pintar, me gusta pintar», contestó, y el chico no volvió a abrir la boca.
Teresa le preguntó luego, mientras se cambiaban en el vestuario, por qué había sido tan brusca con aquel chico y ella no supo qué contestar. Le asombraba el desparpajo, la casi complacencia con que se desnudaba Teresa, cuyo cuerpo estaba más desarrollado que el suyo.
«El caso es –decía– que a mí el chico ese me gusta y si le sueltas muchas como la de esta tarde me lo vas a acabar espantando. Parece que no, pero es tímido... ¿Qué pasa? ¿Te gusto o qué?»
«¿Por qué?»
«Porque me estabas mirando...»
«No», respondió Sara casi enrojeciendo porque era verdad; el blanco del bikini, en contraste con el moreno de todo el verano, le daba una luminosidad extraña al pecho y al pubis de Teresa que, unida a la naturalidad con que se había quitado el bañador, adquiría una contundencia de pieza única, una resolución que la había hipnotizado. Teresa no era bonita pero aquel cuerpo, a diferencia del suyo, parecía completo; hasta las curvas de la cadera y del pecho tenían una entereza arquitectónica que la hacían amable.
Luis la esperó con la intención de acompañarla en el autobús de vuelta a casa, pero ella le pidió por favor que la dejara, que tenía que pensar en sus cosas. «Pensar en mis cosas» era la expresión que utilizaba Sara cuando, más que pensar realmente en algo, lo que deseaba era sumergirse en un estado de vacuidad semiinconsciente en el que imágenes, palabras, proyectos se sucedían con la misma inconsecuencia con que lo hacen los objetos tras la ventanilla de un tren.
«Entonces no significó nada para ti», concluyó Luis.
«¿El qué?»
«Lo de la semana pasada.»
«No», contestó Sara.
«Entiendo», dijo Luis, marchándose.
Sara volvió a casa en autobús y se bajó dos paradas antes para poder cruzar el parque caminando. Una palabra le golpeaba las sienes. Era una palabra simple, redonda, blanca. Estaba en los árboles, en la respiración de los corredores, en la repentina oscuridad calurosa de aquella noche de septiembre. Casi llegó a pronunciarla en varias ocasiones. Su madre no estaba en casa cuando llegó. Desde abajo llegaba el alboroto de la terraza veraniega que estaba junto al portal. Fue al cuarto de baño y se desnudó ante el espejo. Frente a ella apareció, reflejada, la figura de una chica a la que la sombra del bañador tradicional daba un aspecto de peto blanco, de amazona dispuesta a una batalla. La palabra que había estado soñando toda la tarde emergió, como una sal de frutas, de algún lugar recóndito, profundísimo, y Sara sonrió a su imagen desnuda.
«Control», murmuró.
El mundo cuadró estático unos segundos, como una virgen que se avergüenza de un sueño. Era dos de septiembre.
El espacio que separó a la Sara que fue de la que sería a partir de entonces no pudo ser más fino. Parecía que no había habido ningún cambio en realidad, que todo se había detenido un instante para seguir desde otro lugar sin dejar de ser la misma, como una reacción impensable de una persona conocida que, tras reflexionar, no sólo deja de serlo sino que adquiere coherencia, lógica. El control era cambio, el cambio era control, y ambos un vacío de imágenes hacia ninguna parte. Y la nada era deseable. Y en la nada todo podía ser descubierto sin más. Y vio Sara que era bueno.
Se encontró a Luis cerca de casa una semana después de que hubieran empezado las clases. Estaba nervioso y a ella acabó contagiándosele su nerviosismo.
«Mira, Sara –dijo, retorciéndose las manos–, he estado pensando..., no sé, para mí sí significó algo lo de aquel día, sólo quería que lo supieras.»
«Ya.»
«¿Entonces?»
«¿Entonces qué?»
«Vale –concluyó apresuradamente Luis–, así es la vida, ¿no?»
«¿La vida de quién?», preguntó ella, y entonces fue Luis quien adquirió una solemnidad extraña.
«Adiós, Sara.»
Era tarde y subió a casa a preparar la cena. No pensaba en Luis cuando abrió la puerta, ni cuando dejó los libros en la habitación, ni cuando se puso a pelar patatas en la cocina para el guiso de carne. Su madre no había llegado aún. Trabajaba en un periódico y a veces llegaba tarde. Sara la quería como se quiere a un perro sordo, a un niño aburrido y sin recursos que mira un parque tras la ventana.
Se le ocurrió de pronto. Recordaba algunas conversaciones al respecto de las amigas de Teresa, de la misma Teresa. Recordaba también que sintió repugnancia no por ellas, sino por su complacencia. Fue al cuarto de baño y se desnudó de cintura para abajo. Sentada en el bidé, comenzó a acariciarse. El desagrado que le produjo al principio se venció en el momento en que comprobó que se repetía la misma sensación de rechazo que sintió al besar a Luis pero ahora distinto, porque algo parecía complacerse en aquello. Sara creyó que nacía un cuerpo dentro de su propio cuerpo; uno que entendía a Luis, y a su madre, y a Teresa, uno que no le gustaba. El placer fue agudo y sostenido durante unos segundos y se apagó después, lentamente. Se lavó las manos y volvió a vestirse. Había dejado la puerta de la cocina abierta y toda la casa se había inundado del olor del guiso. Era tarde y se puso el pijama después de cenar. En el diario escribió: «querido diario: hoy me he masturbado». Mamá no había llegado aún. Estaba triste. No sabía por qué.
Octubre llegó despacio, igual que siempre llegaba octubre. Como había perdido un curso, Sara no conocía demasiado bien a sus nuevos compañeros y, al no haber hecho ningún esfuerzo por acercarse a ellos durante el primer mes, había acabado en la última fila representando el papel de la autoexcluida voluntaria pero con la respetabilidad propia de su mayoría de edad. A Teresa la veía en los intermedios de clase y a la hora de comer porque tomaban juntas el autobús de vuelta a casa. Aquel día lo hicieron en silencio. Teresa había comenzado a salir desde hacía unas semanas con el amigo de Luis y aquello había hecho que se hablaran menos.
«Oye, Sara –dijo Teresa con la lentitud de una declaración que se ha demorado mucho–, estás como rara.»
Ella no contestó.
«Estás... como si no te importara nada. Siempre has sido medio callada, pero es que ahora ya casi ni siquiera hablas. A lo mejor, no sé, es que te aburrimos las demás, que no somos lo bastante listas para ti –el silencio de Sara hacía que las palabras de Teresa adquirieran, cada vez más, el tono de un reproche–, igual estás celosa de mí porque tengo novio...»
Teresa se detuvo para comprobar su reacción y ella se forzó para no sonreír.
«No –dijo–, no es eso.»
«Entonces qué es, ¿Luis?»
Le sorprendió que Teresa supiera aquello, pero no dijo nada.
«También tiene narices que me haya tenido que enterar por él y no por ti. ¿Qué pasa? ¿No confías en mí o qué? Porque las amigas están para eso, ¿sabes? El otro día me enrollé con Sara, dice Luis ayer, y yo allí, con mi cara de imbécil, haciendo que lo sabía de toda la vida, claro, digo yo, es que es así, un poco especial, yo allí defendiéndote, ni sé para qué si no me cuentas nada.»
«No tienes que defenderme, Tere», dijo para que se callara.
«Vale, haz lo que quieras», respondió ofendiéndose.
«No te enfades.»
«Yo no me enfado.»
Volvieron a quedarse en silencio. Teresa se levantó cuando llegó su parada.
«Y a Luis –dijo mientras se bajaba– deberías llamarle por lo menos, o escribirle. Tampoco se deja a la gente así, tan a lo bestia.»
«Vale», contestó.
Sara no escribió a Luis ni le llamó, y si no le llamó ni le escribió no fue porque no le pareciera justo, sino porque no habría sabido qué decirle aparte de la verdad: que no le quería. Aquello fue acumulándose las semanas que transcurrieron como una insatisfacción que, a falta de objeto al que dirigirse, se volvió contra ella misma. Primero pensó que era despreciable por no quererle, pero esa sensación duró pocos días. Luego pensó que acabaría apareciendo otro chico que le agradara, pero también aquello le pareció poco probable, por último llegó intacto, redoblado, aquel sentimiento de rechazo por su cuerpo. «Es el periodo», pensó, pero aquello continuó las semanas siguientes. A Sara le desagradaba el periodo como cualquier otro tipo de excrecencia, hasta el propio sudor. Se rociaba de agua de colonia barata dos veces al día porque no quería oler mal, pero tampoco soportaba los perfumes. Su ideal habría sido sencillamente no oler.
A veces soñaba que era invisible, que se levantaba de la cama y paseaba por el parque sin que nadie se percatara de su presencia. Al despertar, el recuerdo de aquella ingravidez la hacía sonreír y cerraba los ojos para retenerla todavía unos segundos, pero la conci...

Índice

  1. PORTADA
  2. FILIACIÓN
  3. DEBILITAMIENTO
  4. NOCTURNO
  5. MARATÓN
  6. CRÉDITOS