Quinta parte
mis muñecas son ríos mis dedos, palabras
el sinsonte
el sinsonte había estado persiguiendo al gato
todo el verano
burlándose burlándose burlándose
provocador y presumido;
el gato se metía debajo de las mecedoras en los porches
la cola brillante
y enfurecido decía cosas al sinsonte
que yo no entendía.
ayer el gato se acercó tranquilamente hacia la casa
con el sinsonte vivo en la boca,
las alas abiertas, las hermosas alas abiertas agitándose,
las plumas separadas como las piernas de una mujer,
y el pájaro ya no se burlaba,
suplicaba y rogaba,
pero el gato
acostumbrado a soportar durante siglos
no le escuchaba.
le vi meterse bajo un coche amarillo
con el pájaro
para despacharlo al otro barrio.
se había acabado el verano.
Delicadeza de langosta
–¡Qué cojones! –dijo él–. Estoy harto de pintar. Vámonos por ahí. Estoy harto del olor de la pintura, estoy harto de ser grande. Estoy harto de esperar la muerte. Vámonos por ahí.
–¿Por ahí, adónde? –preguntó ella.
–A cualquier sitio. A comer, a beber, a ver.
–Jorg –dijo ella–, ¿qué haré cuando mueras?
–Comer, dormir, joder, mear, cagar, vestirte, dar vueltas por ahí y putear.
–Yo necesito seguridad.
–Todos la necesitamos.
–Escucha, no estamos casados. No podré cobrar tu seguro.
–No hay problema, no te preocupes. Además, Arlene, tú no crees en el matrimonio.
Arlene estaba sentada en el sillón rosa, leyendo el periódico de la tarde.
–Dices que hay cinco mil mujeres que quieren acostarse contigo. ¿Qué pinto yo en la lista?
–Tú eres la cinco mil una.
–¿Crees que no podría conseguir otro hombre?
–No tendrías ningún problema. Podrías conseguir un hombre en tres minutos.
–¿Crees que necesito un gran pintor?
–No, nada de eso. Bastaría con un buen compañero.
–Sí, siempre que me amase.
–Por supuesto. Ponte el abrigo. Vamos.
Bajaron las escaleras desde la última planta. Todo eran viviendas baratas, llenas de cucarachas; pero, al parecer, nadie se moría de hambre; parecía haber siempre comida cocinándose en grandes cacerolas y gente sentada por allí fumando, limpiándose las uñas, bebiendo cerveza o compartiendo una alargada botella azul de vino blanco, discutiendo a voces, o riéndose, cociéndose a pedos, eructando, rascándose o dormitando delante de la tele. En el mundo son muy pocos los que tienen muchísimo, pero cuanto menos dinero tenía la gente, mejor parecía vivir. Las únicas necesidades eran dormir, sábanas limpias, comida, bebida y pomada para las almorranas. Y siempre dejaban las puertas entreabiertas.
–Idiotas –dijo Jorg mientras bajaban la escalera–, desperdician su vida parloteando y haciéndome la puñeta.
–Oh, Jorg –dijo Arlene, quejumbrosa–. La gente no te gusta, ¿verdad?
Jorg la miró arqueando una ceja y no contestó. La reacción de Arlene ante aquellos sentimientos suyos frente a las masas siempre era la misma: como si no querer a la gente revelase un defecto imperdonable del alma. Pero la muchacha tenía un polvo de primera y resultaba agradable tenerla a mano... casi siempre.
Llegaron al bulevar y siguieron caminando, Jorg con su barba pelirroja y blanca, los amarillentos dientes rotos y el mal aliento, las orejas purpúreas, los ojos asustados, el abrigo roto y hediondo y el bastón blanco de marfil. Cuando peor se sentía, era cuando mejor se sentía.
–Mierda –dijo–, todo caga hasta que revienta.
Arlene caminaba meneando el trasero, sin el menor disimulo, y Jorg iba golpeando la acera con el bastón, y hasta el sol parecía mirar hacia abajo y exclamar, jo jo. Por fin llegaron al viejo edificio cochambroso donde vivía Serge. Jorg y Serge llevaban pintando muchos años, pero hasta fechas muy recientes su obra no se había vendido un carajo. Los dos habían pasado hambre; ahora se estaban haciendo famosos cada uno por su lado. Jorg y Arlene entraron en el edificio y empezaron a subir las escaleras. En los rellanos olía a yodo y pollo frito. En una de las viviendas alguien estaba follando a grito pelado. Subieron hasta la última planta y Arlene llamó a la puerta. La puerta se abrió de golpe y allí estaba Serge.
–¡Te pillé! –dijo; luego se ruborizó–. Oh, perdón..., pasad.
–Pero ¿qué demonios te pasa? –preguntó Jorg.
–Sentaos. Creí que era Lila...
–¿Juegas al escondite con Lila?
–No, no...
–Serge, tienes que librarte de esa chica, te está volviendo loco.
–Me afila los lápices.
–Serge, es demasiado joven para ti.
–Tiene 30 años.
–Y tú 60. Son 30 años.
–¿Treinta años es demasiado?
–Pues claro.
–¿Y 20? –preguntó Serge, mirando a Arlene.
–Veinte años es aceptable. Treinta es indecente.
–¿Por qué no os buscáis los dos mu...