24 DE NOVIEMBRE
Siete y treinta y tres minutos de la mañana. Conseguí quedarme dormido cuando empezaba a hacerse de día. No tuve necesidad de contar ovejas, pero he tenido una de esas pesadillas de las que te despiertas sudando y con un nudo en la garganta. He soñado nada menos que con mi tía Rosamunda. Fui a visitarla a su residencia de Rapaldinova y la sorprendí vestida de negro, sentada junto al ficus y zampándose a escondidas al caniche. Perdonen ustedes que utilice el verbo zampar, que me parece de lo más vulgar, pero no es fácil encontrar otro verbo que exprese mejor el horror que sentí al ver al infeliz caniche en aquellas condiciones.
–¿Quién era capaz de soportar durante tantos años a un perro epiléptico? –se justificó mi tía, sin dejar de comer a dos carrillos.
En fin, fue sólo una pesadilla, no hay que darle más importancia. Aunque algunos dicen que hay que creer a pies juntillas en los sueños porque nos los envía nada menos que el propio Júpiter.
–No te preocupes, los sueños casi nunca coinciden con la realidad –murmura mi otro yo.
Ha cambiado el tiempo. No tardará en llover, el viento trae las nubes desde el norte, las empuja por encima de las colinas y las va amontonando sobre la ciudad.
Ahora lo entiendo todo, dice mi otro yo, que está a mi lado, asomado también a la ventana.
Le pregunto qué es lo que entiende y me dice que lo más probable es que todos los ciudadanos de Boronburg se hayan ido de excursión detrás de las colinas.
–Tal vez se hayan refugiado en las Cuevas del Sur –añade.
Conozco esas cuevas, son famosas en todo Burgundia por sus pinturas rupestres y por los centenares de estalactitas calcáreas que cuelgan del techo. Las visité hace dos años, invitado por el anterior Burgomaestre, y recuerdo que nos pasamos media hora discutiendo a propósito de su antigüedad.
–¿Cree usted que son estalactitas o estalagmitas? –me preguntó también.
Le dije que eran estalactitas porque se formaban en el techo de la cueva y el pobre hombre se empeñó en llevarme la contraria. Me hice cruces de lo incultos que pueden ser algunos políticos de provincias.
–¿Eran realmente estalactitas o tal vez estalagmitas? –le pregunto a mi otro yo, que también estuvo aquel día en la cueva.
–Estalagmitas –responde, sólo para llevarme la contraria.
Prefiero no discutir conmigo mismo. Lo de suponer que la gente se haya refugiado en la cueva, sin embargo, no, no tiene ni pies ni cabeza. Es imposible que mil novecientas ochenta y tres personas (según el último censo en poder de la Ilustre Corporación de Recaudadores) se pongan de acuerdo y se vayan de excursión al mismo tiempo, sin dejar a nadie en la ciudad guardando las casas. Podría demostrárselo con muchos argumentos, pero, como digo, no quiero andar a la greña con mi otro yo y acabar convirtiéndole en otro enemigo. En las circunstancias en que nos encontramos, sería lo peor que podría ocurrirnos. No quiero ser como aquel niño turco que, según contaba mi tía Rosamunda, nació con dos cabecitas distintas insertas por un solo cuello en el mismo tronco. Mi tía me lo puso como ejemplo de los problemas que puede tener un hombre cuando no se pone de acuerdo consigo mismo y no puede superar sus propias contradicciones.
–Aquella infeliz criatura lo pasó muy mal –me decía, refiriéndose al niño turco–. Imagínate que cuando a una cabecita le daban de comer, a la otra se le hacía la boca agua. Se pasaban los días discutiendo hasta que llegaron a las manos y se estrangularon mutuamente.
Recuerdo aquella historia con ternura. Era evidente que mi pobre tía, con la mejor intención del mundo, se inventaba aquellas fábulas y otras parecidas para que me sirviesen de consuelo por haber nacido con los ojos de distinto color.
–Vamos a ver, querida tía –le pregunté aquel día, para que viese que era incluso más listo de lo que ella suponía–. ¿Cómo pudieron aquellos niños estrangularse mutuamente, si solamente tenían un cuello?
Durante la última media hora se han ido amontonando sobre Boronburg nubes de todos los tipos: cirrus, cúmulus, estratocúmulus, stratus e incluso nubes lenticulares, que tienen forma de lenteja. No es normal que nubes tan distintas coincidan en un mismo trozo de cielo.
Cuesta trabajo creer que ayer el cielo fuese azul. Vamos a ver ahora si, por lo que respecta a la lluvia, las cosas siguen como siempre. Lo he dicho en otras ocasiones, pero no me importa repetirlo una vez más. Si llueve de arriba hacia abajo es para que ellos, los que tienen la suerte de estar arriba, no se mojen, es decir para que se pongan perdidos únicamente los que están abajo, a ras de suelo.
–¿Y dónde estamos ahora nosotros? –pregunta mi otro yo, haciéndose ahora el tonto.
Estoy seguro de que conoce la respuesta sin necesidad de que yo se lo diga, pero le sigo el juego y le respondo que hace tres días, cuando llegué a esta ciudad, estaba con la moral por las nubes y me sentía incluso entusiasmado por la idea de esquilmar a todos los contribuyentes de la comarca.
–Ahora ya no sé muy bien dónde estoy –le confieso.
–No te rindas, no te rindas –me pide mi tía Rosamunda desde el otro barrio.
Su voz, a pesar de que está muerta, suena como siempre.
–Resiste, resiste –dice–. No olvides que todavía eres Inspector de Segunda del Cuerpo de Recaudadores.
–Muy bien –le contesto–. Yo no quiero rendirme, pero tal vez en alguna parte haya alguien más fuerte que yo que prefiera que deje de luchar.
–Resiste, resiste –insiste la pobre mujer–. Piensa en aquel niño turco de las dos cabezas. ¿No es preferible haber nacido con dos ojos de distinto color que con dos cabezas?
No tengo la menor duda, es mi tía. Lo que viene a decirme es que quien no se conforma en esta vida, es porque no quiere. Esté donde esté, continúa siendo una verdadera contralto, no una de esas mezzosopranos que para conseguir las notas graves se limitan a ahuecar la voz. Es pues mi verdadera tía Rosamunda, que en estos difíciles momentos quiere infundirme ánimos y demostrar que sigue a mi lado.
Los ladridos de Marte suenan esta mañana distintos. No sé cómo explicarlo. Son los mismos de ayer, pero al mismo tiempo son otros. Puede que sea por culpa de la humedad. Tal vez se haya enfriado y tenga la garganta un poco inflamada, o congestionada. Al caniche de mi tía le pasaba algunas veces lo mismo.
¡Braaf, braaf!
Preferiría que ladrase de una forma más tradicional, con los clásicos guau guau de los perros de mi infancia, pero acepto su idioma como seguramente él admitiría el mío.
¡Braaf, braaf!
Ahora se mueve por las inmediaciones del hospital, cerca del cementerio. No le importa que haya empezado a llover. Sigue explorando la ciudad y buscando a su dueño, que se fue con los demás y lo dejó solo.
Después de dos días oyendo sus ladridos, ese perro se ha ganado mi afecto. Forma ya parte del paisaje. Si desconfía es porque todavía no me conoce. Puede que no sepa nada del caniche de mi tía, pero tal vez piense que los recaudadores de contribuciones, que nos pasamos los días esquilmando a la ciudadanos, no somos gente de fiar.
–Me preocupas –observa mi otro yo–. Dices ya demasiadas tonterías. ¿Cómo puede un simple perro saber, por más que se llame Marte, que eres un recaudador de contribuciones?
Le contesto que tal vez ese perro solitario no sea como los demás y que a lo mejor se parece a aquel otro perro que un día acompañó a su dueño enfermo al hospital y se pasó doce años sentado en la puerta esperando a que su amo saliese. ¿Qué hombre es capaz de demostrar tanto cariño y lealtad por su amigo enfermo?
Aunque no sea tan fiel y leal, me gustaría conocerlo. Si no lo he dicho antes, lo digo ahora. No es un caniche, de eso estoy seguro. Por la potencia de sus ladridos, también lo dije antes, debe de ser un perro grande o mediano, pero ¿de qué raza?, ¿un mastín?, ¿un dogo?, ¿un perro lobo? Muy bien, si un día decide acudir a mi lado, le recibiré con mucho gusto, le podría garantizar todo mi cariño, sin preocuparme por cuál puede ser su raza. Me siento demasiado solo para desperdiciar la posibilidad de abrir mi corazón al único ser vivo que campa a mi alrededor. No soy como aquellas liebres imprudentes que se pusieron a discutir si los perros que les perseguían eran galgos o podencos.
Ocho de la mañana. Sigue lloviendo de arriba hacia abajo. La naturaleza hace bien su trabajo, pero casi siempre va a favor de los que están encima. En eso las cosas no han cambiado. De todas formas, llueva como llueva, no pienso quedarme cruzado de brazos. Sigo empeñado en descubrir dónde se ha escondido la gente. No creo que se hayan refugiado en la cueva, aunque sólo sea porque hay mucha gente que tiene miedo de que les caiga encima cualquiera de las estalactitas, afiladas como puñales, que cuelgan del techo. Tienen que estar en alguna parte. No creo en la invisibilidad de las personas. Mi tía me habló a veces de ciertos sabios que están trabajando actualmente sobre la posibilidad de alterar el efecto de la luz sobre los cuerpos físicos, pero nunca pensó que algún día puedan conseguirlo.
–Esos sabios y otros parecidos acabarán destruyendo el mundo con sus inventos.
Mi otro yo, que algunas veces es demasiado optimista, piensa que no hay necesidad de complicarse tanto la vida, que no me desmoralice y que pronto se despejará todo este misterio. Su moral se mantiene intacta. Continúa siendo el mismo hombre de hace tres días.
–Los misterios no son milagros que no tengan explicación –dice, sacando pecho.
No se atreve a decírmelo, pero creo que sigue convencido de que todos los habitantes de Boronburg están refugiados en la cueva y que hoy, con el cambio de tiempo, volverán a sus casas, se sentarán junto al fuego y continuarán leyendo los libros a partir del párrafo en el que interrumpieron la lectura.
–Ja, ja –me río–. ¿Crees de verdad que en esta ciudad hay alguien que lea? ¿Crees que los ciudadanos de Boronburg, con un Burgomaestre que confunde las estalactitas con las estalagmitas, se toman la molestia de abrir un libro?
De todos modos, a un buen recaudador de recaudadores, con independencia de su categoría –es decir, tanto si es de primera clase, de segunda o incluso de tercera–, le importa un pimiento que sus contribuyentes lean o no lean. Lo único que le importa es la fortuna de los contribuyentes.
Cuando bajo a la recepción me encuentro con el ventilador dando vueltas. Se ha puesto en marcha solo. Las aspas giran lentamente, con un chirrido que suena como un quejido.
Malditos sean también los ventiladores que se quejan y no necesitan a nadie para dar vueltas. Otro misterio que añadir a la lista. Registro uno por uno todos los armarios, pero sigo sin encontrar el libro de reclamaciones.
Muy bien, pienso. Escribiré mi protesta en la pared con letras mayúsculas, para que cualquiera pueda leerlas sin necesidad de ponerse las gafas.
«A quien pueda interesar», escribo. «El ventilador de la recepción se ha puesto solo en marcha y no encuentro a ningún empleado de este hotel que me dé una explicación.»
Lo que más me importa, como pueden ustedes suponer, no es que el ventilador se haya puesto en marcha solo, sino que no aparezca un camarero que me dé una explicación.
–No se preocupe, caballero –podría decirme cualquier recepcionista, inclinándose por la cintura–. No olvide que está usted hospedado en un hotel que ha puesto un teléfono en todas sus habitaciones y que cuenta además con un ventilador en la recepción.
No llega nadie para tranquilizarme. El ventilador sigue dando vueltas, pero el aire no se mueve. Pasa lo mismo que con las hojas de la morera, que tampoco se mueven aunque sople la brisa.
–Muy bien, por mí puede seguir dando vueltas hasta el día del Juicio Final.
Me adentro por el pasillo de las bombillas azules, entro en la despensa y encuentro una botella de ron y otro pan de centeno que no vi el otro día y que se ha puesto ya duro como una piedra...