Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 208 páginas
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Panorama de narrativas

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Una madre, un hijo y un gato habitado por el espíritu del difunto marido. Una comedia desopilante y melancólica.

Frances Price y su hijo Malcolm –ya adulto, pero que sigue viviendo con ella– llevan una vida sofisticada y regalada en el más glamouroso Manhattan, gracias a la fabulosa herencia del difunto marido de ella: un marido sobre cuya muerte planean ciertas sospechas que la señalan. Esos rumores la han dotado de un aura de viuda negra, pero no le han impedido seguir disfrutando de infinitos caprichos a golpe de tarjeta de crédito. Hasta que tanto exceso acaba agotando la cuenta bancaria y de pronto madre e hijo se ven en la ruina y con la necesidad de comenzar de nuevo.

Emprenden una huida hacia adelante con destino a París, donde ambos fueron felices en algún momento de su pasado. Frances apenas deja nada atrás, y Malcolm tan solo a una novia eterna con la que nunca ha acabado de llegar a ningún lado. Los acompaña en el viaje –por mar, en un transatlántico– Pequeño Frank, el gato de la familia, al que deberán introducir clandestinamente en Francia. Hay un motivo de peso para llevarlo con ellos: Frances está convencida de que en el cuerpo de ese felino habita el espíritu de su difunto marido. Y cuando, ya en París, el gato se da a la fuga, madre e hijo iniciarán una búsqueda que reunirá a un excéntrico plantel de personajes: una pitonisa con la que Malcolm ha mantenido una relación carnal en el transatlántico, una expatriada americana deseosa de aventuras, un tímido detective privado...

Manejando con endiablada precisión su particularísimo y delicioso humor, Patrick deWitt nos regala una historia extravagante protagonizada por personajes estrafalarios, incapaces de desenvolverse en el mundo real, incapaces de madurar, refugiados en ensueños y pequeños placeres para tratar de escabullirse de su inmensa soledad.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433942883
Categoría
Literatura

París

14

El apartamento de Joan estaba situado en el extremo este de la Île Saint-Louis. Estaba en una quinta planta y constaba de dos dormitorios conectados por un largo y estrecho pasillo; a mitad de camino entre ambas habitaciones había una pequeña cocina, un baño y una sala de estar. Como espacio habitable era apañado, pero carecía de cualquier atisbo de grandiosidad y dado que el apartamento que hasta hacía poco poseían era en comparación fastuoso, a Frances se le cayó el alma a los pies al entrar en su nuevo hogar. «Representa un caso aparte en el concepto de apartamento», ironizó Malcolm, pero su madre no le rió la gracia. Esa noche ninguno de los dos consiguió conciliar el sueño y ambos estaban en pie antes del amanecer. No tenían nada comestible para desayunar, ni té ni café; se vistieron y salieron sin tener claro adónde ir.
Esta estancia parisina era diferente de las anteriores visitas; ahora estaban aquí por obligación y la ciudad se iba a convertir en su nuevo hogar. Se sentían más solos caminando en silencio, pero a ninguno se le ocurría un tema de conversación. Los tenderos levantaban las persianas y regaban la acera. Frances tenía frío y sugirió que se metieran en una iglesia. Pensando en las vistas de este claro día de invierno, Malcolm sugirió que fueran al Sacré-Cœur.
–El Sacré-Cœur es un casino –dijo Frances.
–¿Notre-Dame?
–¿Para tener que hacer cola con un montón de idiotas?
–¿Saint-Sulpice?
–Sí, bien pensado, perfecto.
Lo cierto era que Frances prefería Saint-Sulpice a cualquier otra iglesia de París; era la que tenía en mente cuando propuso ir a una. Pero le avergonzaba que le gustase algo que le gustaba a todo el mundo. De modo que agradeció que Malcolm le siguiera el juego. Atravesaron la Île Saint-Louis y caminaron por el boulevard Saint-Germain. La ciudad se estaba despertando, el tráfico iba en aumento; al cruzar la calle, Frances cogió a Malcolm de la mano.
Saint-Sulpice era oscuro y grandioso, el aire del interior era denso y cálido. Debido a la indescriptible cola que se encontraron, se separaron en la entrada, Malcolm siguió la que iba en sentido contrario a las agujas del reloj y Frances, la que se movía en el sentido de las agujas del reloj. Se detuvo ante cada una de las capillas para contemplarlas y metió un billete en la caja en la que se leía «Chapelle des Âmes-du-Purgatoire». Encendió una vela, la colocó en el altar y se quedó mirando la llama mientras pensaba en su curiosa relación con la Iglesia.
Durante su infancia y adolescencia no profesó ninguna religión; de hecho, la primera vez que puso un pie en una iglesia fue en el funeral de su madre. Tenía en aquel entonces quince años y se sintió fuerte al plantarse ante el cadáver de su atormentadora. Alzó la vista para mirar la imponente caja torácica de Jesucristo y le dijo en un susurro: «Me alegro de que haya muerto. Gracias por matarla.» No esperaba una respuesta y no tenía necesidad alguna de entablar un diálogo, pero al salir de la iglesia sintió que se había quitado un peso de encima. Desde entonces le parecía provechoso visitar iglesias de vez en cuando y compartir allí sus pensamientos más sombríos.
En el funeral de Franklin se mostró impenetrable, lo cual no quiere decir que se sintiese fuerte, pero sí resistente e impermeable, como una barra de plomo. Explícitamente vetada, se coló a hurtadillas entre la multitud, con el rostro oculto tras un velo. Una vez junto al ataúd –obviamente cerrado–, se levantó el velo y todos los presentes en la iglesia se volvieron para mirarla, pasmados y boquiabiertos ante su desfachatez. Emergió de entre la multitud Carlson Wallace, la mano derecha de Franklin en la empresa; se acercó a Frances extendiendo las manos, no para saludarla, sino para expulsarla de allí, empujándola si era necesario. La agarró del brazo y la acompañó hacia la salida. La dejó en la escalinata de la iglesia y regresó al funeral. Le había lanzado a Frances la mirada diabólica de quien está dispuesto a utilizar la violencia. Una atronadora música de órgano había acompañado la salida de Frances. Una vez fuera, lanzó el velo a una papelera y se alejó en dirección al parque bajo el tibio sol otoñal.
Los bancos de Saint-Sulpice eran sillas de roble con asiento de mimbre unidas por las patas con largas barras. Frances se sentó; la silla crujió y emitió un chasquido seco y estruendoso. Se quitó los guantes y puso las manos sobre el regazo. Hablando en voz baja y casi en todo momento mirando hacia arriba, verbalizó su plan secreto en dos partes. Pronunciar las palabras era un alivio, pero al mismo tiempo producía aprensión, porque de pronto el plan tomaba cuerpo, y se generaba la sensación de que empezaba la cuenta atrás. Le temblaban las manos; esperó a tranquilizarse antes de buscar a Malcolm con la mirada.
Lo avistó sentado en la otra punta de la iglesia, con la mirada perdida y pensando en las musarañas. Malcolm no tenía los motivos de su madre para visitar una iglesia. No se tomaba en serio la idea de Dios, pero no podía negar que le invadía una sensación de paz cuando se sentaba en el banco de una iglesia. Lo atribuía a motivos estéticos; no le generaba ningún conflicto íntimo.
–¿Te apetece ir de compras? –le preguntó Frances. La primera parte del plan en dos partes era gastarse todo el dinero del que disponían.
–No necesito nada.
–Necesitas un abrigo y yo, un vestido.
Recordando el peso del equipaje de Frances, Malcolm preguntó:
–¿Para qué necesitas un vestido?
–Tengo un compromiso especial. ¿Te apetece o no te apetece ir de compras?
Salieron de Saint-Sulpice y tomaron un taxi a las Galerías Lafayette. Frances consideraba ir de compras un ejercicio saludable y se dedicaba a ello con determinación y diligencia. A Malcolm no le disgustaba, pero era tan poco vanidoso que apenas prestaba atención a la ropa. Frances le obligó a probarse varios abrigos y le compró una gabardina Burberry de pata de gallo. Ella se compró un vestido de cóctel de seda cruda rojo oscuro de Chanel. Malcolm se llevó el abrigo puesto; Frances enrolló el vestido como si fuera un cigarrillo y se lo metió en el bolso.
Se quedaron plantados en la acera frente a las Galerías Lafayette respirando fatigadamente y contemplando el río humano que fluía ante ellos. El cansancio del viaje empezaba a pasarles factura y Frances quería regresar al apartamento, pero Malcolm sugirió que se mantuviesen despiertos hasta la noche para reprogramar su reloj biológico. Ninguno de los dos tenía hambre, pero entraron en un bistró anodino para una cena temprana. Al camarero Malcolm y Frances le cayeron mal desde el momento en que los vio y no hizo el menor esfuerzo por disimularlo, se negó a dirigirse a ellos en francés y los sentó en una mesa cerca del aseo de caballeros. A Frances y Malcolm esa actitud les pareció divertida durante un rato –aquí estaba materializado ante ellos el legendario camarero francés maleducado–, pero eso fue media hora antes de que por fin les sirviera el vino, y la suma del olor infernal que emergía por debajo de la puerta del aseo y de la fatiga acumulada que cada vez les pesaba más convirtió la situación en insufrible. Aunque no hablaron de ello, ambos tenían la sensación de estar siendo sometidos a una prueba por las Parcas y decidieron que podían y debían soportar el envite. Servido el vino, se le bebieron y pidieron una segunda botella. La comida estaba fría y era infame, pero se la comieron.
Y llegó la prueba de pagar la cuenta. El camarero estaba molesto por su resistencia a sentirse ofendidos por sus reiteradas descortesías y decidió que les haría esperar más que a ningún otro cliente; Malcolm trató de llamar su atención tres veces, pero el camarero, ocioso en la barra, se limitó a devolver el gesto. Malcolm atravesó la sala del restaurante y le pidió la cuenta directamente; el camarero asintió y dijo: «En breve, colega», salió y se puso a fumar no uno sino dos cigarrillos, expulsando el humo de forma ostentosa mientras miraba cómo le miraban.
A Frances se le agotó la paciencia. Sacó un frasco de perfume del bolso y se puso a rociar el ramillete de flores del centro de la mesa. El camarero la contemplaba desde la acera, preguntándose qué hacía aquella mujer. Malcolm lo sabía y observó a su madre con admiración mientras esta sacaba el encendedor del bolsillo del abrigo. ¡Clic! Acercó la llama al ramillete y emergió una llamarada. En ese momento, el restaurante ya estaba lleno y los comensales a su alrededor se levantaron de un salto y se apartaron de las mesas mientras los cubiertos caían con estruendo al suelo y las llamas danzaban reflejadas en sus aterrorizados ojos. El camarero entró corriendo y se quedó plantado ante las llamas sin articular palabra. «L’addition, s’il vous plaît», le pidió Frances. Malcolm seguía sentado muy ufano. El camarero salió corriendo en busca de un extintor.

15

Una semana después de su llegada, Frances entró en la habitación de Malcolm y dejó veinte mil dólares encima de la almohada.
–Para salir por ahí –le dijo.
Les había llegado una carta, una invitación a una cena esa misma noche. No conocían a la anfitriona, una tal Madame Reynard; en la parte inferior del tarjetón figuraban las palabras: «¡Por favor, vengan! ¡¡¡Estarán entre amigos!!!»
–¿Qué opinas? –le preguntó Frances a Malcolm.
–Demasiados signos de exclamación.
–Pero ¿crees que deberíamos ir?
–Nos han avisado sin apenas tiempo. Pero sí, yo me apunto si a ti te apetece ir.
Frances se pasó la tarde preparándose. Cuando era joven consideraba la belleza como un arma potencial, algo capaz de infligir dolor, y ahora volvió a rondarle esa idea. Un buen número de las invitaciones que había recibido en Nueva York en las últimas décadas se debían al aura macabra que le daba ser la siniestra viuda de Franklin Price, y ahora sospechaba que ese era el motivo de esta nueva invitación y quería presentarse allí tan despampanante como para dejar boquiabierto a quienquiera que le abriese la puerta. El odio era un estímulo y disfrutaba de los preparativos.
La fiesta se celebraba cerca de la place des Vosges y fueron caminando cuando empezaba a anochecer, con Peque...

Índice

  1. Portada
  2. Nueva York
  3. París
  4. Coda
  5. Agradecimientos
  6. Notas
  7. Créditos